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—No me habéis conquistado —declaró Joseph, con tono poco afable.
—Me parece —admitió Gyaymar— que no tenemos poder para mandar sobre un alma terrena.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Yakov Ben-Zion, sin dirigirse a nadie en concreto—. Han fracasado nuestra ciencia y su brujería.
Joseph Avneri señaló hacia el este, donde se encontraba el poblado de los Hasidim, y murmuró algo confuso.
—¡No! —gritó el rabino Shlomo Feig que se encontraba cerca del dybbuk en ese momento.
—¿Qué ha dicho? —pregunté.
—No era nada —contestó el rabino—. Una tontería. Esta larga ceremonia le ha dejado fatigado y su mente se extravía. No le presten atención.
Me acerqué más a mi viejo amigo.
—Dime, Joseph.
—Dije —replicó lentamente el dybbuk— que quizás deberíamos enviar a buscar al Baal Shem.
—¡Tonterías! —volvió a decir Shlomo Feig, escupiendo.
—¿Por qué ese enojo? —quiso saber Shmarya Asch—. Usted, rabino Shlomo, usted fue uno de los primeros en defender el empleo de hechicheros kunivaru en este asunto. No siente el menor escrúpulo en juntar extraños con médicos, y sin embargo se enoja cuando alguien sugiere que a su compañero judío se le podría dar una oportunidad para sacar el demonio. ¡Sea consecuente, Shlomo!
La fuerte expresión del rostro del rabino Shlomo se vio salpicada de rabia. Resultaba extraño ver tan excitado a este hombre tranquilo y siempre afable.
—¡No quiero tener nada que ver con los Hasidim! —exclamó.
—Creo que se trata de una cuestión de rivalidades profesionales —comentó Moshe Shiloah.
—El dar reconocimiento a todo eso —dijo el rabino— es aún más supersticioso en el judaísmo, porque es de lo más irracional, grotesco, anticuado y medieval que existe. ¡No! ¡No!
—Pero los dybbuks somos irracionales, grotescos, anticuados y medievales —dijo Joseph Avneri—. ¿Quién mejor para exorcizarme que un rabino cuya alma sigue enraizada en las antiguas creencias?
—¡Prohibo eso! —espetó Shlomo Feig—. Si se llama al Baal Shem, yo… yo…
—Rabino —dijo Joseph, gritando ahora—, esto es una cuestión de mi alma torturada contra su ofendido orgullo espiritual. ¡Acceda! ¡Acceda! ¡Tráiganme a Baal Shem!
—¡Me niego!
—¡Miren! —gritó entonces Yakov Ben-Zion.
La disputa se habia hecho repentinamente académica. Sin haber sido invitados, nuestros primos Hasidim estaban llegando en larga procesión a la pradera sagrada. Eran extrañas figuras de aspecto prehistórico, vestidas con sus tradicionales túnicas largas, con sombreros de ala ancha, con pobladas barbas y rizos laterales; y al frente del grupo marchaba su tzaddik, su hombre santo, su profeta, su líder: Reb Shmuel, el Baal Shem.
Desde luego, no fue idea nuestra el traer con nosotros a los Hasidim, sacándolos de las humeantes ruinas de la Tierra de Israel. Nuestra intención consistía en abandonar la Tierra, dejando atrás todas sus lamentaciones, para empezar de nuevo en otro mundo, donde al fin pudiéramos construir una duradera patria judía, libre por una vez de nuestros eternos enemigos, los gentiles, y libre también de los fanáticos religiosos existentes entre nosotros mismos y cuya presencia había sido desde hacía tiempo un obstáculo a nuestra vitalidad. No necesitábamos místicos, ni extáticos, ni lamentadores, ni gemidores, ni saltarines, ni cantantes; sólo necesitábamos trabajadores, granjeros, maquinistas, ingenieros, constructores.
Pero ¿cómo podíamos negarles un lugar en el Arca? Se trató simplemente de su buena fortuna el que llegaran justo cuando hacíamos los preparativos finales para nuestro vuelo. La pesadilla que había oscurecido nuestro sueño durante tres siglos había sido muy real: toda la patria yacía envuelta en llamas, nuestros ejércitos habían sido destrozados en emboscadas, los filisteos, blandiendo largos puñales, asolaron nuestras devastadas ciudades. Nuestra nave estaba dispuesta para dar el salto hacia las estrellas. No éramos cobardes, sino simplemente realistas; resultaba estúpido pensar que seríamos capaces de seguir luchando, y si tenía que sobrevivir algún fragmento de nuestra antigua nación, sólo podría hacerlo lejos de aquel amargo mundo. Así es que estábamos dispuestos para marchar… y entonces llegaron ellos, Reb Shmuel y sus treinta seguidores, suplicando que los lleváramos. ¿Cómo podíamos rechazarlos, sabiendo que sin duda alguna perecerían? Eran seres humanos, eran judíos. A pesar de todos nuestros recelos, les permitimos subir a bordo.
Y entonces erramos por los cielos, año tras año, y luego llegamos a una estrella que no tenía nombre ―sólo un número―, y descubrimos que su cuarto planeta era dulce y fértil, un mundo más feliz que la Tierra, y dimos gracias a Dios, en quien no habíamos creído, por la buena suerte que Él nos deparó, y nos gritamos saludos de felicitación los unos a los otros. ¡Mazel tov! ¡Mazel tov! ¡Buena suerte! ¡Buena suerte! ¡Buena suerte!
Y alguien consultó un viejo libro y vio que, antiguamente, mazel había sido una connotación astrológica, y que en los tiempos de la Biblia no sólo había significado «buena suerte», sino también «estrella de la suerte», y así denominamos Mazel Tov a nuestra estrella y descendimos sobre Mazel Tov IV, que iba a convertirse en el Nuevo Israel. Y aquí no encontramos enemigos: ni egipcios, ni asirios, ni romanos, ni cosacos, ni nazis, ni árabes; únicamente a los kunivaru, gente amable y de naturaleza simple, que estudiaron solemnemente nuestras explicaciones hechas con señas y que nos replicaron, también por señas, diciéndonos: «bienvenidos, aquí hay más tierra de la que nosotros necesitaremos jamás». Y así construimos nuestro kibbutz.
Pero no teníamos el menor deseo de vivir cerca de aquellas gentes del pasado, los Hasidim, y ellos sentían un escaso amor por nosotros, puesto que nos veían como paganos, como judíos sin Dios que eran peores que los gentiles, por lo que se marcharon para construir un fangoso pueblo propio. A veces en las noches claras escuchábamos sus fuertes cánticos, pero por lo demás había muy pocos contactos entre los pueblos.
Yo podía comprender la hostilidad del rabino Shlomo ante la idea de la intervención del Baal Shem. Estos Hasidim representaban la parte mística del judaísmo, el lado dionisíaco oscuro e incontrolable, el esqueleto en la estructura tribal. Shlomo Feig podía extrañarse o sentirse encantado con un rito de exorcismo realizado por centauros cubiertos de pelo, pero le resultaba penoso que unos judíos tomaran parte en la misma clase de supernaturalismo. También había que considerar el triste hecho de que el razonable y sensible rabino Shlomo no contaba virtualmente con ningún seguidor entre los razonables y secularizados judíos de nuestro kibbutz, por lo que el hasidim Reb Shmuel era mirado con respeto y se le consideraba como un trabajador milagroso, un vidente, un santo. Dejando a un lado los comprensibles celos y prejuicios del rabino Shlomo, Joseph Avneri tenía razón: los dybbuks eran vapores procedentes del reino de lo fantástico…, y lo fantástico era el reino de Baal Shem.
Era una figura enormemente alta, angulosa, casi esquelética; mejillas flacas, una barba blanda y espesamente rizada y unos suaves ojos soñadores. Supongo que tenía unos cincuenta años de edad, aunque si me hubieran dicho que tenía treinta, o setenta, o noventa, me lo hubiese creído. Su sentido de lo dramático era inagotable; ahora que ya eran las últimas horas de la tarde, adoptó una posición que dejaba el sol a sus espaldas ―de modo que su larga sombra se extendía sobre todos nosotros―, extendió sus manos hacia adelante y dijo:
—Hemos recibido informes de que hay un dybbuk entre ustedes.
—¡Los dybbuk no existen! —replicó irritado el rabino Shlomo.
—Pero hay un kunivaru que habla con voz israelita, ¿no es cierto? —preguntó el Baal Shem, sonriendo.
—Si, se ha producido una extraña transformación —admitió el rabino Shlomo—, pero en estos tiempos, y en este planeta, nadie puede tomar en serio a los dybbuk.
—Querrá decir que usted no podrá tomarlos en serio —dijo el Baal Shem.
—¡Yo sí! —gritó Joseph Avneri, lleno de desesperación—. ¡Yo! ¡Yo soy el dybbuk! Yo, Joseph Avneri, muerto hace un año, en el último Elul, condenado por mis pecados a habitar una estructura de kunivaru. Un judío, Reb Shmuel, un judío muerto, un judío lastimero, pecador y miserable. ¿Quién me sacará de aquí? ¿Quién me liberará?
—¿No hay ningún dybbuk? —preguntó el Baal Shem amablemente.
—Este kunivaru se ha vuelto loco —contestó Shlomo Feig.
Carraspeamos y nos apoyamos en otro pie. Si alguien se había vuelto loco era nuestro rabino, al negar de ese modo un fenómeno que él mismo ―aunque de mala gana― había reconocido como genuino, hacía tan sólo unas horas. La envidia, el orgullo herido y la testarudez habían desequilibrado su buen juicio. Joseph Avneri, enfurecido, empezó a gritar el Aleph Beth Gimel, el Shma Yisroel, cualquier cosa que pudiera demostrar que era un dybbuk. El Baal Shem esperó con paciencia, con los brazos extendidos, sin decir nada. El rabino Shlomo, situado frente a él, con su poderosa y robusta figura empequeñecida por el Hasidim de piernas largas, sostuvo enérgicamente que tenía que haber alguna explicación racional para la metamorfosis del kunivaru Seúl.
Cuando finalmente Shlomo Feig guardó silencio, el Baal Shem dijo:
—Hay un dybbuk en este kunivaru. ¿Acaso cree, rabino Shlomo, que los dybbuks dejaron de errar cuando se destruyeron los shtetls de Polonia? Nada se pierde a la vista de Dios, rabino. Los judíos han ido a las estrellas; la Torá, el Talmud y el Zohar también han ido a las estrellas. Los dybbuks también pueden encontrarse en estos mundos extraños. Rabino, ¿puedo traer la paz a este espíritu atribulado y a este débil kunivaru?
—Haga lo que quiera —murmuró Shlomo Feig con el ceño fruncido, alejándose lleno de disgusto.
Reb Shmuel inició inmediatamente el exorcismo. Primero solicitó a un minyan. Ocho de sus Hasidim avanzaron hacia él. Intercambié una mirada con Shmarya Asch y nos encogimos de hombros y también dimos un paso adelante, pero el Baal Shem, sonriendo, nos rechazó e hizo señas a otros dos de los suyos para que entraran a formar parte del circulo. Empezaron a cantar; para vergüenza propia, no tengo la menor idea de lo que cantaron, porque las palabras eran yiddish de una especie de Galitzia, casi tan extrañas para mi como la lengua de los kunivaru. Cantaron durante diez o quince minutos; los Hasidim se fueron animando, dando palmadas con las manos, danzando alrededor de su Baal Shem; de repente, Reb Shmuel bajó sus manos hacia los costados, silenciándolos, y empezó a recitar tranquilamente frases hebreas que, al cabo de un momento, reconocí como las pertenecientes al Salmo 91: «El Señor es mi refugio y mi fortaleza, y en Él confiaré».
El salmo fue avanzando melodiosamente hasta su final, con la promesa de liberación y salvación. Durante un largo rato, todo quedó en silencio. Después, con una voz terrorífica ―no muy fuerte, pero tremendamente conminatoria―, el Baal Shem ordenó al espíritu de Joseph Avneri que se separara del cuerpo de Seúl, el kunivaru.
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡En el nombre de Dios, sal y dirígete hacia tu descanso eterno!
Uno de los Hasidim entregó un shofar a Reb Shmuel. El Baal Shem se llevó a sus labios el cuerno de carnero y dio un solo y titánico soplido.
Joseph Avneri gimió. El kunivaru que le contenía dio tres pasos débiles y tambaleantes.
—¡Oh, madre, madre! —gritó Joseph.
La cabeza del kunivaru se echó hacia atrás; sus patas delanteras golpearon directamente sus propios flancos, y cayó torpemente sobre sus cuatro rodillas. Un eón pasó ante nosotros. Después, Seúl se levantó —en esta ocasión con suavidad, con la gracia natural de los kunivaru—, se dirigió hacia el Baal Shem, se arrodilló ante él y le tocó la vestidura negra del tzaddik. Así supimos que ya se había hecho todo.
Instantes después se desató la tensión. Dos de los sacerdotes kunivaru se apresuraron a acercarse al Baal Shem, y después Gyaymar, y a continuación algunos de los músicos y finalmente toda la tribu se apretaba contra él, tratando de tocar al hombre santo. Los Hasidim parecían preocupados y murmuraban su inquietud, pero el Baal Shem, elevando su estatura sobre la apretada multitud, bendijo tranquilamente a los kunivaru, acariciando el denso pelaje de sus lomos. Tras unos minutos, los kunivaru iniciaron un canto rítmico, y tardé algún tiempo en darme cuenta de lo que estaban diciendo. Moshe Shiloah y Yakov Ben-Zion captaron su sentido al mismo tiempo que yo y nos echamos a reír, hasta que nuestras risas se desvanecieron.