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La detective Sandra Philo siguió filtrando los recuerdos de Peter Hobson.
Empezando después de su graduación en 1998, había trabajado durante varios años en el Hospital East York General, luego había fundado su propia compañía de equipamiento biomédico. También en 1998, él y Cathy Churchill, todavía muy enamorados, se habían casado. Cathy había renunciado a su interés por la química; Peter todavía no entendía por qué. En su lugar, ella trabajaba ahora en una posición no creativa para la agencia de publicidad Doowap Advertising.
Y cada viernes, después del trabajo, Cathy y sus compañeros de trabajo salían a tomar una copa. En realidad, como descubrió Sandra, aunque se referían a sus intenciones en singular, la realidad era definitivamente plural: copas. Y al final de la tarde, varios de ellos siempre se las arreglaban para conjugar con éxito la forma verbal: beber, bebió, bebido… en ocasiones en la variedad de rezarle al dios de porcelana.
Hacía frío y estaba oscuro, una tarde típica de febrero en Toronto. Peter recorría las siete calles desde el edificio de cuatro plantas de Hobson Monitoring hasta The Bent Bishop. Los colegas de Cathy no eran realmente de su gusto, pero sabía que para ella era importante que él apareciese. Aun así, Peter intentaba siempre llegar después de todo el mundo; lo último que quería hacer era mantener una charla insustancial con un contable o un director artístico. Había algo superficial en el mundo de la publicidad, algo que le repelía.
Peter empujó la pesada puerta de madera del Bishop y se quedó en la entrada, esperando a que los ojos se ajustasen al oscuro interior. A su izquierda había una pizarra con los especiales del día. A la derecha un póster de Molson's Canadian que mostraba a una mujer de muchas curvas con un bikini rojo con hojas de arce cubriendo cada uno de sus pechos. Sexismo en los anuncios de cerveza, pensó Peter; pasado, presente y probablemente para siempre.
Dio un paso y examinó el pub, buscando a Cathy. Largas mesas grises con ángulos al azar ocupaban todo el espacio por el local, como portaaviones en un atasco de tráfico oceánico. Al fondo dos personas jugaban a los dardos.
Ah, allí estaban: acumulados alrededor de una mesa contra una pared. Los que tenían la espalda a la pared —decorada con pósters de otras buenorras Molson— estaban sentados en un sillón. El resto estaban en sillas, con bebidas en la mano. Algunos compartían un tazón de nachos. La mesa era lo suficientemente grande para que hubiese dos o tres conversaciones separadas, los participantes en ellas gritaban para que se les oyese por encima de la música a todo volumen, una vieja tonada Mitsou tocada a volumen más alto del que los altavoces podían manejar.
Cathy era una mujer brillante; eso era lo primero que había atraído a Peter de ella. Sólo más tarde había redefinido sus propios estándares de belleza femenina, que habían tendido hacia las rubias explosivas al estilo de los anuncios de cerveza, para encontrar bonitos el pelo negro y los labios finos. Estaba sentada en el sofá, dos de sus colegas —Toby, ¿no? Y ese gritón, Hans Larsen— a cada lado de ella, por lo que no podía salir a menos que uno de ellos se moviese primero.
Cathy miró mientras Peter se acercaba, le lanzó su radiante sonrisa y saludó. Peter todavía sentía un escalofrío cuando ella le sonreía. Quería sentarse a su lado, pero la disposición actual de cuerpos lo hacía imposible. Cathy sonrió de nuevo, con el amor claramente visible en la cara, luego se disculpó encogiéndose de hombros y le hizo un gesto para que cogiese una silla libre de la mesa de al lado. Peter lo hizo, y los colegas de Cathy se movieron para dejarle sitio. Se encontró sentado entre una de las damas pintadas a su izquierda —las secretarias y coordinadoras de producción que llevaban demasiado maquillaje— y el pseudointelectual a la derecha. Como siempre, Pseudo tenía un lector sentado frente a él, con la portada de la tarjeta bien visible a través de la ventana del lector. Proust. Cabrón ostentoso.
—Buenas tardes, doc —dijo Pseudo.
Peter sonrió.
—¿Cómo te va?
Pseudo tenía unos cincuenta años, y era tan pequeño como las posibilidades de los Leafs en la Copa Stanley. Tenía las uñas largas; el pelo sucio. Se entrenaba para ser Howard Hughes.
Otros reconocieron la presencia de Peter, y Cathy le dedicó otra sonrisa especial desde el otro lado de la mesa. Su llegada había sido suficiente para detener momentáneamente las conversaciones separadas. Hans, a la derecha de Cathy, aprovechó la oportunidad para disponer de la atención de todos.
—La vieja bola y cadenas no estará en casa esta noche —anunció a todos—. Se fue a visitar a sus sobrinas. –Que también eran las sobrinas de Hans; parecía que no se le había ocurrido—. Eso significa que estoy libre, damas.
Las mujeres alrededor de la mesa refunfuñaron y se rieron. Todas habían oído antes algo así de Hans. A duras penas era lo que llamarías un hombre guapo: tenía el pelo rubio sucio y tenía el aspecto de algo como Pillsbury Doughboy. Aun así, su increíble descaro era atractivo; incluso Peter, que encontraba desagradable la infidelidad de Hans, debía admitir que tenía algo inherentemente llamativo.
Una de las mujeres pintadas levantó la vista. El lápiz de labios rojo había sido aplicado en un área mayor que los labios reales.
—Lo siento, Hans. Esta noche tengo que lavarme el pelo.
Risas generales, Peter miró al pseudointelectual para ver si había registrado la noción de que lavarse el pelo pudiese ser una prioridad. No lo había hecho.
—Además —dijo la mujer—, una chica tiene que tener sus mínimos. Me temo que tú no llegas.
Toby, a la izquierda de Cathy, rió.
—Sí —dijo—. No le llaman el pequeño Hans por nada.
Hans sonrió de oreja a oreja.
—Como solía decir mi papá, siempre puedes ir por el otro lado. —Miró a la mujer con los labios pintados—. Además. ¡No digas que no… hasta que no te haya tocado yo! —rió, encantado por su propio ingenio—. Pregunta a Ann-Marie en contabilidad. Ella te dirá lo bueno que soy.
—Anna-Marie —le corrigió Cathy.
—Detalles, detalles —dijo Hans, agitando una mano como un guante—. De todas formas, si ella no me apoya, preguntarle a la rubia de nóminas… las de las grandes domingas.
Peter se estaba cansando de aquello.
—¿Por qué no intentas salir con ella? —dijo, señalando a la mujer en el póster de Molson—. Si tu mujer regresa inesperadamente, la puedes doblar en un avión de papel y enviarla volando por la ventana.
Hans estalló en risas de nuevo. Era un tipo afable, Peter le concedía eso.
—Hey, ¡el doctor ha hecho un chiste! —dijo, mirando de cara en cara, invitando a todos a compartir la supuesta maravilla de que Peter hubiese contado un chiste. Avergonzado, Peter apartó la vista, y accidentalmente alcanzó la mirada del joven que servía las bebidas. Levantó una ceja, y el muchacho vino. Peter pidió un gran zumo de naranja; no bebía alcohol.
Sin embargo Hans no era de los que la dejaba escapar.
—Vamos, doc. Cuéntanos otro chiste. Debes oír muchos de ésos en tu línea de trabajo —estalló de nuevo.
—Bien —dijo Peter, decidido a realizar por Cathy un esfuerzo por encajar—. Ayer hablaba con un abogado y me contó uno gracioso. —Dos de las mujeres habían vuelto a mascar nachos, evidentemente sin interesarse en el chiste, pero el resto del grupo le miraba expectante—. Vale, tenemos esa mujer que había matado a su marido golpeándole en la cabeza con una vinagrera. —Cuando a Peter le habían contado el chiste, era sobre un marido que mataba a su mujer, pero no había podido resistirse a invertir los papeles con la esperanza de plantar en la cabeza de Hans la idea de que su mujer podría no aprobar su mariposeo.
»Bien —siguió Peter—, el caso finalmente llega a juicio, y la fiscal quiere presentar el arma del crimen. Coge la vinagrera de la mesa. Todavía tiene un pequeño cierre de vidrio, y está llena en su mayoría de líquido. Comienza a llevarla hacia el juez. “Su señoría —le dice al juez—, ésta es el arma con la que se cometió el acto. Me gustaría presentarla como prueba de la acusación número uno.” La levanta a la luz. “Como puede ver, todavía está llena de aceite y vinagre…” Bien, inmediatamente, el abogado defensor se pone en pie y golpea la mesa frente a él. “¡Protesto, Su Señoría! —grita—. Esa prueba es inmiscible.”
Todos se le quedaron mirando. Peter sonrió para demostrar que el chiste había terminado. Cathy hizo todo lo que pudo por reír, aunque lo había oído la noche antes.
—Inmiscible —dijo débilmente Peter una vez más. Todavía no había respuesta. Miró al pseudointelectual. Pseudo lanzó una risita condescendiente. Lo había cogido, o eso pretendía. Pero las otras caras estaban en blanco—. Inmiscible —dijo Peter—. Significa que no pueden mezclarse. —Miró a cada una de las caras—. Aceite y vinagre.
—Oh —dijo una de las damas pintadas.
—Jo, jo —dijo otra.
El zumo de naranja de Peter llegó. Hans hizo la pantomima de una bomba que caía, silbando un tono descendente mientras bajaba, luego haciendo el sonido de una explosión. Cuando levantó la vista, dijo:
—Eh, todos, ¿habéis oído el de la puta que…?
Peter sufrió durante una hora más, aunque pareció mucho más tiempo. Hans siguió flirteando con las mujeres de forma colectiva e individual. Finalmente, Peter ya había superado todo cuanto podía aguantar de él, del ruido y del terrible zumo de naranja. Buscó los ojos de Cathy y miró el reloj. Ella le dedicó una sonrisa de gracias-por-tu-indulgencia, y se levantaron para irse.
—¿Tan pronto, doc? —dijo Hans, con la voz claramente torpe, y su brazo ahora ya residente en el hombro de una de las mujeres.
Peter asintió.
—Deberías dejar que Cath se quede hasta tarde.
El comentario injusto enfureció a Peter. Él asintió secamente, ella dijo sus adioses y se dirigieron a la puerta.
Sólo eran las siete y media, pero el cielo ya estaba oscuro, aunque la luz de las farolas apagaba las estrellas. Cathy cogió el brazo de Peter y caminaron juntos, lentamente.
—Me estaba cansando de él —dijo Peter, con las palabras apareciendo como hálitos de vapor.
—¿De quién? —dijo Cathy.
—Hans.
—Oh, es inofensivo —dijo Cathy, pegándose a Peter mientras caminaban.
—¿Ladrador pero no mordedor?
—Bueno, no es exactamente eso —le dijo ella—. Parece que ha salido con todas en la oficina.
Peter agitó la cabeza.
—¿No ven cómo es? Sólo quiere una cosa.
Ella se detuvo y se levantó para besarle.
—Esta noche, mi amor, yo también.
Él le sonrió y ella a él, y de alguna forma parecía que ya no hacía tanto frío.
Hicieron el amor de forma maravillosa, las formas desnudas unidas, cada uno atento a los deseos del otro. Después de doce años de matrimonio, diecisiete de vivir juntos, y diecinueve desde su primera cita, cada uno conocía los ritmos del cuerpo del otro. Y aun así, después de todo aquel tiempo, todavía encontraban formas nuevas de sorprenderse y agradarse el uno al otro. Finalmente, después de medianoche, cada uno se quedó dormido en los brazos del otro, calmados, relajados, agotados, enamorados.
Pero alrededor de las 3.00, Peter se despertó de un golpe, sudando mucho. Había tenido ese sueño otra vez; el mismo sueño que había estado persiguiéndole durante dieciséis años.
Tendido en una mesa de operaciones, declarado muerto, pero sin estarlo. Escalpelos y sierra cortándole, los órganos arrancados del torso.
Cathy, todavía desnuda, despertada por el súbito movimiento de Peter, salió de la cama, cogió un vaso de agua, y se sentó, como había hecho muchas noches antes, abrazándole, hasta que pasó el terror.