122493.fb2 El hijo del hombre - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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6

Clay se encuentra arrastrándose sobre manos y rodillas hacia la orilla del estanque. Ha llegado la mañana. Los hombres cabra se han esfumado. El cuerpo de Clay se libera del agua, llena los pulmones de aire y se ofrece al brillante sol. Los árboles tienen hojas doradas en este lugar. Clay da unos cuantos pasos, vacilante. En pocos instantes ha recordado cómo se anda. Ahora examina su cuerpo. El áspero recubrimiento velloso que cayó al principio de sus vagabundeos ha vuelto a crecer. Su prepucio ha desaparecido. Luce la cicatriz de una apendectomía. Tiene el muslo magullado. Ha recobrado su forma original. ¿Están burlándose de él? Ya era bastante primitivo en su corregido estado; y había llegado a gustarle la lisura, la juvenil falta de pelo en pecho, muslos e ingles. Ahora, al ver la rosada punta de su pene sobresaliendo de nuevo entre tupidos rizos negros, Clay experimenta profunda vergüenza por su desnudez. Se tapa con las manos extendidas. Pero ¿podrá también ocultar su peludo trasero? ¿Su enmarañado pecho? Pone las manos aquí, aquí, aquí. Se frota la mejilla en el hombro: cerdosa como papel de lija. Perdonadme, soy un animal. Perdonadme, mi cuerpo me delata.

De sus caderas brotan apretados calzones blancos. Clay suspira, aliviado, escuchando distantes aplausos por esta ocultación. Agrega una fresca camisa. Calcetines. Pantalones. Corbata. Chaqueta. Un pañuelo en el bolsillo del pecho. Zapatos negros de cuero sintético. Un billetero abulta sobre el muslo izquierdo. Maletín en la mano derecha. Aroma de loción para después del afeitado en las tersas mejillas. Clay encuentra un automóvil y se pone al volante. Deja el maletín junto a él. Llave de contacto. ¡Rummm! Pie derecho toca acelerador. Mano derecha coge volante. Servodirección; el coche se desliza suavemente hacia la calle. La bocina suena. Clay vuelve a tocarla alegremente. El día está nublado, pero el sol abrasará a través de las nubes. Clay toca el botón que cierra las ventanillas y pone en marcha el aire acondicionado, porque ese autobús va a ir delante de él todo el camino hasta el cruce de la autopista, pedorreando, llenándole de nocividad. Y así sucede. Pero él gira por fin, recorre la rampa, se detiene en la valla para recoger el billete de peaje. Los retrovisores le muestran las torres de la ciudad, envueltas en polución, pero él no tardará en escapar de todo ello. Ya se halla en la rampa de acceso, acelera poco a poco y alcanza los ochenta por hora en el momento de introducirse en el flujo del tráfico. Al poco rato llega a los cien por hora, luego a los ciento diez, y se mantiene así. Con una punzada pone en marcha la radio. Mozart resuena en los altavoces de la parte trasera. «¿Haffner? ¿Linz?» Él debería saber distinguirlas a estas alturas. Se desvía hacia el carril más alejado, el más rápido, y prosigue la marcha, observando el rápido deslizamiento de los postes del centro. Un letrero verde le aconseja que gire aquí para ir al centro de la ciudad; Clay se echa a reír. En cuestión de segundos sobrepasa los límites de la ciudad. Y, sí, las nubes han desaparecido. Ahí está el sol, ahí está el claro azul del cielo, hendido con frecuencia por las fulgurantes alas de los jets que ascienden del aeropuerto a la derecha. Verdes campos flanquean ahora la autopista. Más lejos se agitan arboledas de álamos y arces. Clay abre la ventanilla y deja entrar el suave aire estival. Se encuentra casi solo en la carretera, en este momento, en las comarcas de las afueras.

¿Y qué es eso que hay más adelante, erguido en la cuneta? ¿Un autostopista? Sí. ¿Una mujer? Sí. ¿Una mujer desnuda? Sí. El viejo sueño de Clay. Es obvio que ella ha tenido dificultades para hacer frenar a un coche; se ha desnudado y Clay ve la ropa amontonada de cualquier forma sobre la maleta que hay en el suelo junto a la mujer: pantalones, blusa, panties, sostén. Clay desliza el pie sobre el freno. Aun así, no logra parar cerca de ella, se excede al menos cien metros antes de quedar detenido en la cuneta. Clay se dispone a poner la marcha atrás, pero ella ya está corriendo hacia el coche, maleta en mano, la ropa ondeando detrás, los pechos oscilando encantadoramente. Es una chica muy joven: no más de veinte años, conjetura Clay. Su cabello rubio es liso y sedoso, le llega casi a los hombros. Su piel tiene el sonrosado rubor indicativo de salud y juventud; sus ojos azules chispean. Posee unos senos redondeados, prietos, pletóricos, dispuestos en lo alto de la caja torácica y muy juntos. Su cintura es estrecha, sus caderas quizás una pizca demasiado amplias. Fino vello dorado cubre sus lomos, con un remolino central que sube como una flecha hacia el pequeño y hondo ombligo. Jadeante, la chica llega al coche.

—¡Vaya, hola! —grita—. ¡Pensaba que nadie iba a recogerme hoy!

—Puede ser difícil en la autopista —conviene Clay—. Sube. Hey, dame eso.

Clay coge la maleta y la pone en el asiento trasero. La ropa sigue apretada en la mano de la chica; Clay la coge también y la echa encima de la maleta. Ella se acurruca junto a él. El automóvil lleva un magnífico tapizado y la muchacha se retuerce de placer, supone él, cuando sus desnudas nalgas entran en contacto con el asiento. Estirando el brazo por delante de los pechos de la chica, Clay cierra la puerta. Ella le sonríe ansiosamente.

—¿Adónde vas? —le pregunta la autostopista.

—Sólo estoy dando un paseo. Dispongo de todo el tiempo del mundo.

—Fabuloso —dice ella.

El coche arranca. Pronto corre a ciento diez de nuevo. Clay lo sitúa en el carril rápido. Mientras conduce, lanza furtivas miradas a la pasajera. Ella tiene menudos pezones rosados y suaves líneas de venas en los senos. Diecinueve años como mucho, decide Clay.

—Me llamo Clay —le dice.

—Yo Quoi.

—¿Alguna vez has sostenido una relación sentimental verdaderamente importante con un hombre? —pregunta Clay.

—No estoy segura. Hubo algún hombre…

—¿Que estuvo cerca?

—Sí.

—Pero al final se irguieron todas las murallas defensivas y os encontrasteis abrazados a distancia.

—¡Sí, eso mismo!

—También yo he pasado por eso, Quoi. La broma fácil, la agudeza frívola, la charla ingeniosa sustitutiva del verdadero contacto del alma…

—Sí.

—Pero siempre existe la esperanza…

—De que la próxima vez…

—De que esta vez…

—Sea la buena.

—Sí.

—Sí.

—La buena.

—Si pudiéramos tener la suficiente confianza…

—Abrirnos…

—No sólo físicamente.

—Pero la parte física también es importante.

—Como aspecto de lo más profundo, del amor, de la abertura de almas.

—Sí.

—Sí.

—Nos entendemos maravillosamente.

—Estaba pensando lo mismo.

—Esto no sucede con frecuencia.

—Tan rápidamente.

—Tal realmente.

—No. Es raro.

—Es maravilloso.

—Eso pensaba yo.

—Un entendimiento tan completo. Una respuesta tan armónica.

—Fluidez. Entrelazado.

—Intercambio. Fusión.

—Exactamente.

—¿Quiénes somos para oponernos al destino? —dice Clay, y deja la autopista en la primera salida.

Clay pasa la mano derecha por la firme y fría redondez de los muslos de Quoi mientras el automóvil recorre la rampa de salida. Ella mantiene las piernas castamente apretadas, pero le sonríe. Clay acaricia la suave curva del vientre de la mujer y saca un billete de su bolsillo. El hombre que ocupa la cabina de peaje parpadea.

—¿Hay algún motel por aquí? —pregunta Clay.

—Siga un desvío a la izquierda en la carretera 71, a medio kilómetro —dice el encargado.

Clay da las gracias inclinando la cabeza y se dirige al motel. Se trata de una estructura baja y alargada, de apariencia plástica, una U con vallado verde junto a la carretera. La chica aguarda en el coche; Clay va a la oficina.

—¿Una habitación para dos?

El encargado busca los impresos de registro.

—¿Una noche?-pregunta.

—No, sólo un par de horas —dice Clay.

El encargado mira por encima del hombro de Clay, hacia el coche, concentrado como si contara los pechos de la muchacha, y al cabo de unos instantes dice:

—¿Tarjeta de crédito?

Clay le da una. El encargado apunta el coste. Clay firma la hoja, recibe una llave, vuelve al coche y lo conduce cerca de la habitación. La vivienda da a un patio donde hay una pequeña piscina en forma de corazón. Los niños chapotean en el agua; sus madres dormitan al sol. Al salir del coche, Quoi observa la piscina y suspira.

—Me gustan mucho los niños, ¿a ti no? —dice—. Quiero tener muchísimos.

Quoi saluda alegremente a los niños de la piscina.

—Entremos —dice Clay, y le da una palmadita en el trasero.

La habitación está oscura y fría. Clay enciende la luz y apaga el acondicionador de aire. La chica se tiende en la cama, encima del oliváceo cobertor. Clay entra en el cuarto de aseo y sale desnudo.

—No apagues la luz —dice Quoi—. Me gusta que esté encendida. Odio el disimulo.

Clay se encoge de hombros afablemente y se acuesta con la chica.

—Cuéntame cosas de ti —murmura él—. Dónde creciste. Qué quieres hacer en la vida. La clase de libros que lees. Tus películas favoritas. Los sitios que has visitado. Las comidas que te gustan. ¿Te interesa Cézanne? ¿Bartok? ¿Los días de niebla? ¿El fútbol? ¿El esquí? ¿Las setas? ¿Christopher Marlowe? ¿Te pone contenta la yerba? ¿El vino blanco? ¿Alguna vez has deseado acostarte con otra chica? ¿Qué edad tenías cuando te crecieron los pechos? ¿Tienes reglas dolorosas? ¿Cuáles son tus puntos sensibles? ¿Qué opinas de la política? ¿Te molesta el contacto bucal? ¿Te gustan los animales? ¿Cuál es tu color favorito? ¿Sabes cocinar? ¿Coser? ¿Eres una buena ama de casa? ¿Alguna vez lo has hecho con dos hombres al mismo tiempo? ¿Te interesa la bolsa? ¿Eres religiosa? ¿Sabes hablar francés? ¿Te llevas bien con tus padres? ¿Cuándo tuviste la primera experiencia sexual seria? ¿Te gusta ir en avión? Cuando conoces a un hombre, ¿supones automáticamente que es decente hasta que se demuestre lo contrario? ¿Tienes hermanos o hermanas? ¿Has estado embarazada alguna vez? ¿Eres buena nadadora? ¿Pasas mucho tiempo sola? ¿Qué te gustan más, los diamantes o los zafiros? ¿Prefieres mucha estimulación erótica, o un hombre que vaya al grano? ¿Montas a caballo? ¿Sabes conducir? ¿Alguna vez has estado en México? ¿Sabes usar una pistola?

Clay le acaricia los pechos y coge los endurecidos pezones entre sus labios. Pasa las puntas de los dedos por los muslos de la chica. Inhala la fragancia de sus mejillas.

—Te quiero —musita ella—. Me siento tan completa contigo. —Sus párpados aletean—. Debo decírtelo: jamás he hecho algo como esto. Me refiero a algo tan total. Tan completamente.

Quoi abre las piernas. Clay la cubre con su cuerpo.

—El acto sexual —dice él- es bastante sencillo en esencia. Consiste en colocar el órgano masculino, el pene, dentro de la vagina, que es el órgano femenino. Al agitar el pene dentro de la vagina, aumenta la excitación en el sistema nervioso del varón hasta que se dispara una reacción por la que el macho expulsa semen, un fluido que contiene los espermatozoides. Éstos recorren la vagina y penetran en la compleja red que es el sistema reproductor femenino. Si un espermatozoide encuentra un óvulo, o célula sexual femenina, se produce la fertilización y se concibe un niño. El momento en que el semen sale del pene suele ir acompañado de sensaciones de placer, seguidas de relajación, para el varón. Este momento de éxtasis se denomina orgasmo. En la hembra, el orgasmo no va acompañado de salida de fluido, pero se producen otras respuestas corporales concretas como espasmos de los músculos de la vagina, dilatación de las pupilas y una sensación de gozo físico.

—Sí. Sí. Sí. Sí.

Clay hace los conocidos movimientos y la chica ofrece las respuestas conocidas. Clay tiene los ojos cerrados, la cara apretada al cuello de ella. Oye, aunque muy tenuemente, los quedos comentarios de los que observan desde las profundidades de los estanques: comparaciones, contrastes, críticas, clarificaciones. De vez en cuando Clay percibe la frialdad del agua que se separa con el dulce calor de la blanda piel de la chica. El semen brota rápidamente. Los apagados gemidos de felicidad de Quoi aumentan de tono, se quiebran al final, se deshacen, cesan poco a poco. El fulgurante ojo negro del techo parpadea. La brisa sopla a través de las paredes que desaparecen. El motel riela y se disuelve. Ansiosamente, Clay batalla para impedirlo. Aferra a la muchacha, la besa, le musita palabras de amor. Se felicitan mutuamente por la intensidad de sus compartidas emociones y por la verdad y belleza que han descubierto en sus respectivas almas. Esto es amor, dice Clay a sus mudos observadores. El ojo parpadea de nuevo. Clay está alejándose poco a poco, le están arrancando fuera de esto. Él continúa resistiéndose. Se aferra a la realidad con fuertes y autoritarias frases: Producto Nacional Bruto, Tratado Comercial Recíproco, Jerarquía Católica Romana, República Federal Alemana, Hora Oficial del Este para el Ahorro con Luz Diurna, Ordenanzas Postales de los Estados Unidos, Organización del Tratado del Sudeste Asiático, Federación Norteamericana del Trabajo. En vano. El centro no resiste. La muchacha mengua y disminuye debajo de Clay, sus pechos se desinflan, sus órganos internos se vuelven gaseosos y salen en forma de vapor por los orificios corporales, hasta que en la cama no queda más que su imagen bidimensional, una diáfana película pegada a las desordenadas sábanas. Y luego desaparece también eso. Clay se agarra al colchón, reacio a consentir que le arranquen de allí, y al mismo tiempo consciente de la inevitabilidad de su derrota. El edificio que le rodea desaparece. Clay divisa su coche, aparcado en las cercanías, y corre hacia él, pero el vehículo se esfuma. El pavimentado patio ya no está pavimentado. Los postes telefónicos, las vallas de anuncios, las máquinas de venta automática de periódicos y los ornamentales juníperos han desaparecido. Clay siente fuego en el pecho. Está ahogándose. Está hundiéndose más y más. Su cuerpo está sufriendo una transformación. Se desliza hacia las zonas inferiores de la oscura charca, y allí está Quoi, enorme, pensativa, agradecida. Clay ya no recuerda la forma de la cara de la muchacha. El sabor que de ella le ha quedado en los labios es cada vez más soso. Los recuerdos se van. La demostración ha terminado.