122494.fb2 El hiperboloide del ingeniero Garin - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 100

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El palacio en la parte noreste de la Isla de Oro había sido levantado conforme a los fantásticos planes de madame Lamolle.

Era un enorme edificio de cristal, acero, piedra rojo oscuro y mármoles. Había en él quinientas salas y habitaciones. La fachada principal tenía dos grandes escalinatas de mármol que surgían del mar. Las olas rompían contra los peldaños y los zócalos de las escalinatas, en las que en lugar de estatuas o jarrones, había cuatro torreones de bronce que sostenían unos dorados globos con hiperboloides cargados, para defender la isla contra cualquier agresión desde el mar.

Las escalinatas llevaban a una terraza abierta, en la que había dos profundas entradas, con columnas cuadrangulares, conducentes al interior del palacio. La fachada, inclinada como en los edificios egipcios, parcamente ornada con altas y estrechas ventanas, y con plana techumbre, parecía grave y sombría. En cambio, las fachadas que daban al patio interior, a los arriates con rosales, verbena, orquídeas, lilas en flor, almendros y otros bellos árboles eran suntuosas y hasta coquetonas.

Dos grandes puertas de bronce llevaban al interior de la isla. Aquella casa era una fortaleza. A un lado de ella, sobre una roca, se alzaba una torre metálica enrejada de 150 metros, que comunicaba, por un pasadizo subterráneo, con el dormitorio de Garin. En lo alto de la torre había potentes hiperboloides. Un ascensor blindado llevaba a ellos desde abajo en unos segundos. A todos, comprendida madame Lamolle, les estaba prohibido, bajo pena de muerte, acercarse a la torre. Aquella era la primera ley de la Isla de Oro.

En el ala izquierda de la casa se encontraban los departamentos de madame Lamolle, y en la derecha, los de Garin y los de Rolling. Allí no vivía nadie más. La casa estaba destinada para la época en la que cualquier mortal consideraría la mayor de las dichas ser invitado a la Isla de Oro y ver el deslumbrante rostro de la soberana del mundo.

Madame Lamolle se preparaba para desempeñar su papel. Estaba agobiada de trabajo. Creaba la etiqueta de la mañana, de los paseos, de las grandes y pequeñas recepciones, de los almuerzos, cenas, bailes de máscaras y demás diversiones. Su temperamento de artista tenía donde explayarse. Le gustaba repetir que había nacido para el escenario del mundo. Fue nombrado maestro de ceremonias un emigrado ruso, famoso director de ballet. Habían concertado con él un contrato en Europa, otorgándole la orden de Oro de la “Divina Zoya”, que se llevaba con una cinta blanca cuajada de brillantes y le habían concedido el antiguo título ruso de postiélnichi (chelavier de lit).

Además de aquel reglamento interior, para los habitantes del palacio, Zoya creaba, con Garin, “los mandamientos del siglo de oro”, leyes de la futura humanidad. Pero todo aquello eran más bien proyectos e ideas en líneas generales, que posteriormente debían ser elaborados por los juristas. Garin tenía un trabajo espantoso, y Zoya se veía precisada a robarle unos minutos. Día y noche montaban guardia en el despacho de Zoya dos taquimecas.

Garin regresaba de la mina rendido, sucio, oliendo a tierra y a lubricantes. Comía apresuradamente, se dejaba caer, con los zapatos puestos, en el diván tapizado de raso y se envolvía en el humo de su pipa (la etiqueta no se extendía a él, y sus costumbres habían sido declaradas sagradas e inimitables). Zoya iba y venía por la alfombra y jugueteando con las enormes perlas de su collar, incitaba a Garin a la conversación. El necesitaba unos cuantos minutos de tranquilidad absoluta para que su cerebro pudiera empezar de nuevo a trabajar febrilmente. Al trazar sus planes no se mostraba ni malvado ni bondadoso, ni cruel ni caritativo. Lo único que le interesaba era que las soluciones dadas fueran ingeniosas. Su “frialdad” indignaba a Zoya. Sus grandes ojos se ponían oscuros, un estremecimiento recorría su vibrátil espalda y con voz baja, llena de odio, decía (en ruso para que no la entendieran las taquimecas):

—Es usted un jactancioso Garin, un hombre terrible. Comprendo que se pueda sentir el deseo de arrancarle la piel para ver cómo sufre por primera vez en su vida. ¿Será posible que no odie a nadie, que no quiera a nadie?

—A nadie más que a usted —respondió Garin sonriendo—. Pero tiene la cabecita llena de tonterías y delirios… Yo debo contar cada segundo. Esperaré a que su afán de grandeza se vea saciado. Sin embargo, en una cosa tiene usted razón, amor mío: soy demasiado academicista. Las ideas no fecundadas por el rocío de la vida se desvanecen en el espacio. El rocío de la vida es la pasión, y usted la posee en demasía.

Garin miró a Zoya. que se hallaba de pie ante él, pálida, inmóvil.

—Pasión y sangre. Es una vieja receta. Pero, ¿por qué arrancarme la piel a mí? Arránquesela a cualquier otro. Por lo visto, para su salud es muy necesario que moje usted el pañuelito en ese líquido.

—Son muchas las cosas que no puedo perdonar a la gente.

—¿Los sujetos achaparrados de dedos peludos?

—Sí. ¿Por qué me los recuerda usted?

—No puede perdonárselo a sí misma… La llamaban por teléfono ofreciéndole quinientos francos. ¿No es así? Zurciría usted apresuradamente sus medias de seda, y cortaba los hilos con esos dientes tan divinos cuando temía llegar tarde al restaurante. Luego, las noches de insomnio, cuando en el bolso no tenía más que unas monedas de cobre y pensaba espantada en lo que llegaría al día siguiente y quizás caería aún más bajo… La perruna nariz de Rolling, también pesa lo suyo…

Mirándole a la cara, los labios distendidos en larga sonrisa, Zoya dijo:

—Esta conversación tampoco la olvidaré hasta la muerte…

—Dios mío, ¡pero si acaba usted de tildarme de academicista!

—Si alguna vez tengo poder para ello, lo ahorcaré en la torre del hiperboloide…

Garin se levantó rápido, cogió a Zoya de los brazos, la sentó por la fuerza en sus rodillas y besó su cara, levantada hacia arriba, sus apretados labios. Las dos taquimecas, rubias, con el pelo rizado, indiferentes como muñecas, volvieron la cabeza.

—Tonta, tontuela, comprende que es así como te quiero… Tú eres para mí la única del mundo… Si no hubieras estado veinte veces a punto de morir en vagones llenos de piojos, si no te hubieran comprado como a una zorra, ¿acaso conocerías todo el valor de la audacia humana…? ¿Acaso sabrías pisar la alfombra con ese aire de vencedora…? ¿Acaso pondría yo a tus pies todo, mi propia vida…?

Zoya se soltó en silencio, se arregló el vestido moviendo los hombros, se retiró al centro de la habitación y desde allí miró a Garin con ojos preñados aún de odio. El dijo:

—¿Dónde quedamos?

Las taquimecas tomaban nota de sus pensamientos. Por la noche los pasaban a máquina y por la mañana se los llevaban a madame Lamolle a la cama.

Para que emitiera su opinión sobre algunas cuestiones especiales invitaban a Rolling. Vivía éste en soberbios apartamentos aún no terminados del todo. Únicamente salía de ellos para comer. Su voluntad y su orgullo habían sido quebrantados. En aquel medio año había desmejorado mucho. Temía a Garin. Evitaba quedarse a solas con Zoya. Nadie sabía (y a nadie le interesaba) qué hacía de su tiempo. En toda su vida no había leído libros. Al parecer, tampoco llevaba un diario. Decían que se había aficionado a coleccionar pipas. Una tarde, Zoya lo vio por la ventana sentado en el penúltimo peldaño de la escalera de mármol, junto al agua misma: abatida la cabeza, contemplaba el océano, del que cien millones de años antes saliera su antecesor, el hombre-reptil. Aquella piltrafa era todo lo que quedaba del gran rey de la industria química.

Ni la pérdida de trescientos millones de dólares, ni su cautiverio en la Isla de Oro, ni siquiera la traición de Zoya hubieran podido acabar con él. Veinticinco años atrás vendía betún en las calles. Sabía luchar y amaba la lucha. Cuánto esfuerzo, cuánta inteligencia y voluntad había tenido que aplicar para que la gente le pagara circulitos de oro. La guerra europea, la ruina de Europa, todo aquello había sido hecho para que el oro fluyera a las cajas de la “Anilin Rolling Company”.

Y hete aquí que el oro, el equivalente de la fuerza y la felicidad, lo iban a sacar de aquel pozo en cualquier cantidad, como si fuera arcilla, como si fuera fango, los cangilones del elevador. Fue entonces cuando Rolling se sintió colgando en el vacío y dejó de sentirse rey de la naturaleza, “homo sapiens”. Lo único que le quedaba era coleccionar pipas.

Sin embargo, todos los días, a instancias de Garin, dictaba por radio su voluntad a los directores de la “Anilin Rolling”. Estos daban respuestas muy vagas. Se hacía evidente que los directores no creían que Rolling se hubiera retirado por su propia voluntad a la Isla de Oro. Le preguntaban:

—¿Qué hacer para que regrese usted al continente?

Rolling respondía:

—El tratamiento de mi sistema nervioso marcha bien.

Por orden suya se recibieron cinco millones más de libras esterlinas. Dos semanas más tarde, cuando ordenó de nuevo que se abonara una suma idéntica, los agentes de Garin que presentaron el cheque de Rolling fueron detenidos. Fue aquella la primera señal del ataque del continente contra la Isla de Oro. Una flota de ocho barcos de guerra, que se encontraban en el océano, cerca de los 22° de latitud sur y 130° de longitud oeste, únicamente esperaba una orden para atacar la Isla de los Canallas.