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La mirada que había en sus remotos ojos grises era obsesionada, aterrorizada y vencida cuando llegó corriendo, procedente del Proyectorium. Sus hombros aparecían abatidos; nunca le había visto traicionar el menor signo de rendirse a la desesperación, pero ahora sentí escalofríos al contemplar su capitulación. Con una mano temblorosa, me tendió una delicada hoja amarilla de información, marcada en rojo con los arcanos símbolos del cómputo cósmico.
—No vale la pena —murmuró—. No sirve absolutamente de nada tratar de seguir luchando.
—¿Acaso quieres decir…?
—Esta noche —dijo con brusquedad—, esta misma noche, el universo penetra irrevocablemente en la penumbra del punto cero.
El día en que Armstrong y Aldrin descendieron sobre la superficie de la luna —era el domingo 20 de julio de 1969, ¿recuerdan?—, me quedé en casa, con la intención de observarlo todo en la televisión. Pero ocurrió que en la fiesta que dieron la noche anterior León y Helena me encontré con una mujer interesante, y ella se vino a casa conmigo. Su nombre se ha borrado de mi mente, si es que lo supe alguna vez; pero recuerdo muy bien el aspecto que tenía: pelo largo, suave y dorado, rostro en forma de corazón, con mejillas rojizas y prominentes, suaves ojos de un gris azulado, pechos rollizos, piernas delicadas. También recuerdo cómo deambuló por mi apartamento, estudiando las estanterías abarrotadas de viejos libros encuadernados en rústica y revistas.
—Trabajas realmente en cosas de ciencia ficción, ¿verdad? —me preguntó al final. Se echó a reír y añadió—: Supongo que éste debe ser tu gran fin de semana. ¡Vaya! ¡La luna!
Pero, para ella, seguía siendo una gran burla que los hombres estuvieran divirtiéndose por allá arriba, mientras que aún había tantas cosas que faltaba por hacer en la tierra. Nos duchamos, preparé algo de comer y nos sentamos frente al aparato de televisión, en espera de que los hombres salieran de su módulo y —muy fácilmente, sin sensación de transición—, nos encontramos apretándonos y seguimos haciéndolo, en uno de esos apretones imposibles, impersonales, mecánicos, en que el cuerpo se aprieta contra el otro durante siglos, sin sensaciones, sin excitación, y mientras me balanceaba rítmicamente sobre ella, incapaz de llegar al final ni de separarme, escuché a Walter Cronkite comunicándole al mundo que se acababa de abrir la escotilla del módulo. Deseaba librarme de ella para poder observar, pero ella se aferraba a mi espalda. Con un esfuerzo inequívoco, me elevé sobre mis codos, giré la parte superior del cuerpo, de modo que pudiera ver la pantalla, y esperé a sentirme invadido por el éxtasis. En el instante en que apareció en la pantalla la primera imagen oscilante de un hombre del espacio, tomado desde arriba hacia abajo, ella gimió y apretó los labios furiosamente y experimentó un climax frenético. Yo no sentí nada. Nada. Finalmente ella me dejó, y yo me duché, tomé algo frío y observé la imagen repetida del paseo sobre la luna en el noticiario de las once. Y seguía sin sentir nada.
—¿Cuál es la respuesta? —preguntó Gertrude Stein, a punto de morir.
Alice B. Toklas guardó silencio.
—En tal caso —siguió diciendo la Stein—, ¿cuál es la pregunta?
Extracto de la Historia del Imperio, Koeckert y Hallis, tercera edición (revisada):
El imperio galáctico fue organizado hace 190 siglos universales estandarizados mediante la resolución unida, simultánea y unánime de los cuerpos gubernamentales de mil cien mundos. En la actualidad, la hegemonía del imperio se ha extendido a trece sectores galácticos y abarca a muchos miles de planetas, todos los cuales entraron voluntariamente y con satisfacción a formar parte del imperio. El permanecer fuera del imperio significa confesar una locura cívica, puesto que el imperio es considerado incuestionablemente en todo el cosmos como la construcción más completamente cuerda jamás creada por mentes sensibles. Los procesos de toma de decisiones en el imperio vienen determinados invariablemente por el recurso de las ecuaciones de Hermosillo, que proporcionan una guía perfectamente clara e incontrovertiblemente racional en cualquier cuestión de política pública. Así, los numerosos mundos del imperio forman una sola unidad coherente, tan perfectamente relacionada desde los puntos de vista social, político y económico como están interrelacionados sus mundos componentes por las tareas de las leyes universales de la gravitación.
Quizá pasé demasiado tiempo en otros planetas y en galaxias remotas. Es un molesto y morboso hábito este de la ciencia ficción -¡horrible tintineo! Suena discordantemente en mi cerebro como la canción monótona de un idiota-. Sólo hay que ver mis estanterías de libros: cientos de gastadas obras encuadernadas en rústica, ordenadas alfabéticamente por autores: Aschenbach-Barger Capwell-De Soto-Friedrich… todos los grandes del género hasta Waldman y Zenger. La colección de revistas, con todos los números de todo, remontándose hasta el verano de 1953, una edición completa de Nova, la mayoría de los números de Espacio Profundo, una abultada hilera de Mañana. Supongo que algunas de esas revistas son raras en la actualidad, aunque nunca he investigado de cerca el mundo febril de los coleccionistas de ciencia ficción. Me limito, simplemente, a acumular las publicaciones que compro en el quiosco, no desprendiéndome nunca de ninguna. ¿Cómo podría separarme de ellas? Son fragmentos de mi pasado esas revistas, esos libros.
Puedo citar fechas de cambios en mi espíritu, de alteraciones en mi conciencia, simplemente tomando viejas revistas y reflexionando sobre las asociaciones que evocan en mi mente. Este número muestra el monstruo púrpura armado de viscosidad: se vendió el mismo mes en que descubrí el sexo. Este otro número, con la cubierta llena de naves espaciales pintadas en explosión: lo leí el primer mes que acudí a la universidad, como contraste y alivio frente a Aquino y Platón. Postes miliares, mojones, líneas de flotación. Sí, un molesto y morboso hábito.
Mis amigos se lo toman con buen humor. Creen que la ciencia ficción es una literatura para niños —Dios sabe que pueden tener razón— y soportan mi afición a ella de un modo afectuoso, regalándome alguna gruesa antología para Navidad, dejando un montón de revistas actuales sobre mi mesa de despacho, mientras he salido a almorzar. Pero se plantean preguntas con respecto a mí. A veces, yo también me las hago. A la edad de treinta y cuatro años, ¿debería ser capaz de reaccionar con un entusiasmo tan juvenil ante, digamos, las novelas de la Liga Solar de Capwell, o ante la series de las sanguijuelas mentales de Waldman? ¿Qué existe en el presente que me impulse tan obsesivamente hacia el futuro? El presente gris y vacío; el futuro atormentador e inaccesible.
Sus ojos brillaban con una excitación irreprimible mientras le tendió a ella el brillante cuenco amarillento que era el casco de transferencia de pensamiento.
—Póntelo —le dijo, cariñosamente.
—Siento miedo, Riik.
—No lo tengas. ¿Qué hay que temer?
—A mí misma. A mi verdadero yo. Estaré completamente abierta, Riik. Temo lo que puedas ver en mí, lo que eso puede significar para ti, para nosotros.
—¿Acaso es tan feo lo que hay en tu interior? —preguntó él.
—A veces… creo que sí.
—A veces todos pensamos eso de nosotros mismos, Juun. Es el viejo brote de odio neurótico contra uno mismo, los desperdicios a los que no podemos escapar a menos que estemos totalmente cuerdos. Tú también encontrarás esa clase de cosas en mí, una vez que nos hayamos puesto los cascos. Ignóralas; no son reales. No van a ser un factor determinante en nuestras vidas.
—¿Me quieres, Riik?
—El casco te contestará a eso mejor de lo que yo pueda hacerlo.
—Está bien. Está bien.
Ella sonrió con nerviosismo. Después, con un cuidado exagerado, ella levantó el casco, lo colocó en su lugar, lo ajustó, se llevó hacia atrás un dorado rizo suelto por debajo del borde del casco. Él asintió con un gesto y se colocó el suyo.
—¿Preparada? —preguntó.
—Preparada.
—Ahora…
Apretó el conmutador. Sus mentes fluyeron la una en dirección de la otra.
Entonces…
¡Unicidad!
Mi mente está llena con las fantasías de otros hombres: robots, androides, naves estelares, computadoras gigantes, globos de energía depredadora, mesías falsos, mesías verdaderos, visitantes de mundos distantes, máquinas del tiempo, ahuyentadores de gravedad. Apriétame los botones y te ofrezco parábolas de las obras de Hartzell o de Marcus, apropiadas gemas filosóficas extraídas de las manifestaciones editoriales coleccionadas de David Coughlin, o conceptos obtenidos de mis propias meditaciones sobre De Soto. Soy como una masa andante de imaginación de segunda mano. Soy la personificación en carne y hueso del Salón de la Fama de la Ciencia Ficción.
—¡Al fin! —gritó con aire triunfal el profesor Kholgoltz—. ¡La máquina está terminada! ¡Ya se ha instalado el último solenoide! Ahora, poder de alimentación, Hagley. ¡Poder de alimentación! ¡Ahora tendremos la Respuesta que hemos buscado durante tantos años!
Hizo gestos hacia su ayudante, quien gradualmente fue dando vida palpitante a la gran computadora. Un brillo sutil, apenas perceptible, llenó el aire de energía: el flujo de neutrinos que ya habían predicho las ecuaciones maestras. En el anfiteatro situado junto al laboratorio, diez mil personas permanecían sentadas, tensamente heladas. Por todo el mundo, otros muchos millones de personas, unidas vía satélite, esperaban con una intensidad similar. El profesor hizo un gesto de asentimiento. Otro gesto y Hagley, con un ademán de grandeza, introdujo la cinta de preguntas —programada bajo la supervisión de un cuerpo de filósofos especialistas en distintas materias—, en el estómago abierto de la ranura de absorción.
—El significado de la vida —murmuró Kholgoltz—. La solución del último enigma. Dentro de un instante estará en nuestras manos.
Un zumbido amenazador surgió de las profundidades de la poderosa máquina del pensamiento. Y entonces…
Mi pesadilla recurrente: un haz de densa luz esmeralda penetra en mi dormitorio y me eleva con una fuerza irresistible de la cama. Floto a través de la ventana y permanezco en suspensión muy por encima de la ciudad. Una zona de oscuridad me traga y me encuentro transportado a una especie de vestíbulo-pasillo infinito, como un túnel con paredes de ónice. Estoy solo. Espero y no sucede nada. Después de un tiempo interminable empiezo a caminar hacia adelante, manteniéndome cerca del lado izquierdo del vestíbulo. Me doy cuenta ahora de que seres cuya parte superior tiene forma de cono, con ojos como saleros de color naranja y cuerpos elásticos, están pasando junto a mí, por la derecha, sin prestarme atención alguna. Camino durante días. Finalmente, el largo pasillo se divide: me encuentro ante nueve túneles idénticos. Dejándome dirigir por el azar, elijo el que está más a mi izquierda. Es exactamente igual que el anterior, excepto que los seres que se mueven hacia mí ahora son animadas estrellas de mar de color púrpura, de piel sinuosa, dotadas de muchos tentáculos, con un globo de fuego blanco pálido brillando en su núcleo. Vuelven a transcurrir días. No siento hambre, ni fatiga; simplemente, continúo caminando. El túnel se divide, una vez más. Me encuentro ante diecisiete opciones. Elijo la situada más a mi derecha. No se produce cambio alguno en la textura del túnel —suave como siempre, liso, brillante, con una inexplicable radiación interior—, pero ahora los seres que pasan junto a mí son esféricos, translúcidos, cosas paramecioides llenas con órganos lechosos y brumosos. Y continúo así hasta la siguiente bifurcación. Y continúo. Y continúo. Una desviación tras otra, una elección tras otra, no siendo nada lo mismo, no siendo nada nunca diferente. Continúo andando. Y sigo. Sigo. Sigo. Camino eternamente. No abandono nunca el túnel.
En cualquier caso, ¿cuál es el propósito de la vida? Si alguien nos puso aquí alguna vez, ¿quién fue, y por qué? ¿Acaso el cosmos no es más que un simple y gigantesco accidente? ¿O hubo una Causa Primera, consciente y determinada? ¿Qué hay del libre albedrío? ¿Disponemos de alguno, o nos limitamos a actuar de acuerdo con los dictados de algún programa inimaginable e inalterable que fue esparcido en la fábrica de la realidad hace miles de millones de años?
Grandes y resonantes preguntas. La clase de preguntas que se hace un adolescente cuando empieza a luchar por primera vez con la naturaleza del universo. ¿Qué estoy haciendo a mi edad, meditando tristemente sobre estas cosas? ¿A quién quiero engañar?
Éste es el lugar. He llegado al centro del universo, donde se encuentran todos los vértices, donde todo está tranquilo, la zona sin tormentas. Me desplazo serenamente, moviéndome en una órbita poco profunda. Ésta es la paz última. Éste es el borde de la unión con el Todo. En mi tranquilidad, experimento una visión del alborotado y tempestuoso universo que me rodea. En cada cuadrante hay guerras, disputas, conspiraciones, asesinatos, accidentes aéreos, pérdidas friccionales, soles que se apagan, transferencias de energía, planetas que chocan, una multitud de intercambios entrópicos. Pero aquí, todo está perfectamente tranquilo.
Aquí es donde deseo estar. ¡Sí! Si pudiera permanecer aquí para siempre…
Sin embargo, ¿cómo? No hay manera. Ya siento el tirón de fuerzas inexorables, y sólo acabo de llegar. No hay paz que dure para siempre. Constantemente pasamos junto a ese milagroso centro, hacia una zona de turbulencia u otra, impulsados siempre hacia la periferia, impulsados, impulsados, desamparados. Me siento apartado del lugar de paz. Giro frenéticamente. El ego centrífugo me mantiene agitándome. ¡Déjame regresar! ¡Déjame ir! ¡Déjame perderme en ese lugar, en el corazón de las galaxias desplomadas!
No morir nunca. Eso forma parte de la atracción. Vivir en miles de civilizaciones aún por venir; ver cómo se despliegan los milenios futuros; participar emocionadamente en la evolución última de la humanidad. ¿Cómo conseguir todo eso, excepto a través de estos libros y revistas? Eso es lo que me proporcionan: vida eterna, y una perspectiva cósmica. En cualquier caso, eso es lo que me dan de una página a la otra.
La señal acelera a través del cuenco oscuro de la noche, recogida una y otra vez por las estaciones repetidoras de ultraondas, que la pasan a estados más elevados de energía. Mil temblorosos nudos láser fueron convertidos en vapor para acelerar el mensaje hacia el centro de comunicaciones galáctico de Manipool VI, donde el emperador esperaba noticias de la revuelta. A través de las informaciones llegadas al final, la historia se agitó: ¡mundos en llamas! ¡Millones de muertos! ¡Pisoteados los talismanes del imperio!
—No nos queda otra elección —dijo el emperador con tranquilidad—. Destruyan inmediatamente todo el sistema de Rigel.
El problema que surge cuando se trata de considerar la ciencia ficción como literatura para adultos, es que se encuentra doblemente apartada de nuestras preocupaciones «reales». La corriente principal de nuestra ficción ordinaria, con sus Faulkner, Dostoievsky y Hemingway, es, por definición, material inventado… el primer apartamiento. Pero eso, al menos, deriva directamente de la experiencia, de la contemplación del mundo empírico de los fenómenos cotidianos tangibles. Y así, mientras que somos capaces de aceptar Los poseídos, por ejemplo, como algo abstracto, como un objeto verbal, como una construcción de nombres, verbos, adjetivos y adverbios, y mientras podemos aceptarlo puramente como una historia, como una agregación de incidentes y conversaciones y pasajes de exposición que describen a individuos y acontecimientos inventados, también podemos hacer uso de ello como una guía para ciertos aspectos de la sensibilidad rusa del siglo XIX y como una clave para comprender el pensamiento radical pre-revolucionario. O sea, se trata de la naturaleza de un artefacto histórico, de un legado de su propia era, con valores extraliterarios reales e identificables. Como quiera que estimula a la gente actual a moverse en el seno de una situación humana perteneciente a un mundo real, plausible y comprensible, podemos obtener información de la obra de Dostoievsky; una información que, concebiblemente, podría ayudarnos a comprender nuestras propias vidas.
Sin embargo, ¿qué sucede con la ciencia ficción, que trata de situaciones irreales, desarrolladas en lugares que no existen y en épocas que no se han producido todavía? ¿Podemos considerar las aventuras del capitán Zap en el siglo 80 como un anteproyecto de autodescubrimiento? ¿Podemos aceptar la colisión de federaciones estelares en la nebulosa de Andrómeda como una interpretación de la relación de los Estados Unidos y la Unión Soviética hacia 1950? Supongo que sí, siempre y cuando podamos aceptar una historia de ciencia ficción en un rarificado nivel metafórico, como una serie de estructuras simbólicas generadas de alguna forma por la experiencia del autor en el mundo real. Pero es mucho más fácil quedarse ahí, con el capitán Zap, a su propio nivel, disfrutando simplemente del placer de hacerlo así. Y eso es material para jóvenes.