122529.fb2 El Sal?n de la Fama de la Ciencia Ficci?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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En consecuencia, tenemos dos posibles evaluaciones de la ciencia ficción:

que se trata de una literatura simplista de evasión, a la que le falta la relevancia de la vida diaria y que sólo es útil como diversión independiente;

que su valor es sutil y elusivo, únicamente accesible a aquellos que son capaces y tienen la voluntad necesaria para penetrar en la subestructura de experiencias oculta tras esas grandes metáforas de imperios galácticos y de poderes supranormales.

Yo oscilo entre las dos actitudes. A veces, abarco las dos simultáneamente. Se trata de un truco que aprendí casualmente de la propia ciencia ficción: «lógica multi-extensible», según se denominó en la famosa novela de Zenger, La Planicie Mental. Al héroe de la obra le costó veinte años de estudio ascético en los claustros de los Hermanos de Aldebarán, el llegar a dominar el truco. Yo lo he conseguido en veinte años de leer Nova, Espacio profundo y Trimestral Solar. Sí, la lógica multi-extensible. Sí. El arte de aceptar tesis contradictorias. Quizás «esquizofrenia dinámica» sería un término más expresivo, no lo sé.

¿Es esto el centro? ¿Estoy ahí? Lo dudo. ¿Lo sabré cuando llegue, o lo negaré como hago con frecuencia, diciéndome qué más hay ahí, hacia dónde más he de mirar.

El extraño era una cosa repelente, con todas las líneas y ángulos, con todos los tendones estremeciéndose amenazadoramente, con sus ojos rasgados y abiertos revelando una sombría y sangrienta curiosidad. Mortenson fue incapaz de enfocar claramente su mirada sobre la criatura; se le seguía deslizando por los bordes hacia algún otro plano del ser, con un extraño efecto de rizo que le resultó mórbidamente inquietante. Ahora no estaba a más de cincuenta metros de distancia, y avanzaba continua y firmemente. Cuando llegue a diez metros de distancia, pensó, le voy a disparar, no importe lo que pase.

Cinco pasos más; y entonces, una fantástica metamorfosis. En lugar de esa cosa amenazadora duramente angulosa, allí estaba un sonriente y feliz golkón. La pequeña y rolliza criatura movió sus gordinflones tentáculos y le envió un alegre saludo.

—Yo soy amor —declaró el golkón—. ¡Soy el portador de la felicidad! ¡Te doy la bienvenida a este mundo, querido amigo!

¿Qué es lo que temo? Temo al futuro. Temo las infinitas posibilidades que se encuentran adelante. Me fascinan, y me aterrorizan. No creí que llegara nunca a admitirlo, ni siquiera ante mí mismo, pero ¿qué otra interpretación puedo hacer de mi sueño? Esa multitud de túneles, esa infinidad de seres extraños, todos ellos desplazándose hacia mí a medida que yo continúo y continúo mi camino. Eso es la personificación de mi temor básico. De ahí se deriva mi lectura compulsiva de obras de ciencia ficción: coloco señales en los caminos. Deseo disponer de un mapa del territorio en el que tengo que entrar. En el que todos tenemos que entrar. Sin embargo, los propios mapas son aterrorizadores. Quizás, en lugar de hacerlo así, tendría que mirar hacia atrás. Sería menos terrorífico leer novelas históricas. No obstante, me alimento de estas fantasías que me obsesionan y aterrorizan. Obtengo energía de ellas. Si renunciara a ellas, ¿de qué me alimentaría?

Los recogedores de sangre estuvieron fuera esta noche, deambulando en grupos sedientos por la tierra destruida. Desde la seguridad de la pared de piedra de su celda, les pudo escuchar aullando, y también pudo escuchar los terribles gritos de las víctimas, las viejas mujeres, los niños dispersos. Cuatro, cinco noches, hace ya una semana, se desataron los monstruos con colmillos y se dedicaron al merodeo, y cada noche quedaban menos seres humanos para contener la marea. Eso ya era bastante malo, pero aún había cosas peores: su propia ansia. ¿Durante cuánto tiempo más podría mantenerse encerrado aquí, por su propia voluntad? ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que él también saliera de aquí, en busca de presas, sediento de sangre?

Cuando acudí al quiosco a la hora del almuerzo para recoger el último número de Mañana, me encontré con el primer número de una nueva revista: Mundos de maravilla. Eso me asombró. Hacia ya nueve o diez años que nadie se arriesgaba a editar un nuevo título de ciencia ficción. Disponemos de nuestro puñado de títulos establecidos desde hace tiempo, la mayoría de ellos fundados en la década de los treinta, e incluso en la de los veinte, los que parecen continuar para siempre. Pero el fracaso de todas las nuevas revistas aparecidas en los años cincuenta fue tan enfático que supongo llegué a estar convencido de que ya nunca aparecerían nuevos títulos. Y, sin embargo, aquí está hoy Mundos de maravilla. No hay nada de extraordinario en ello. Excepto por el nombre, podría tratarse perfectamente de Espacio profundo o de Solar. El formato es el habitual, el mismo tamaño que The Reader’s Digest. Sin que me sorprendiera mucho, la cubierta estaba dibujada por Greenstone. Las historias, escritas por Aschenbach, Marcus y algunos otros nombres de menor importancia. El editor es Roy Schaefer, a quien recuerdo como un escritor competente pero poco espectacular de los años cincuenta y sesenta. Supongo que me debería sentir encantado por disponer de otros seis números anuales para entretenerme. Pero, de hecho, me siento vagamente amenazado, como si el túnel de mis sueños se hubiese encontrado con una bifurcación inesperada.

La máquina del tiempo se encuentra suspendida ante mí, en el laboratorio, como un brillante y lustroso ovoide suspendido sobre puntales de ébano. Richards y Halleck sonríen nerviosamente cuando me acerco a ella; éste, después de todo, es el momento culminante de nuestros años de investigación, y hay tanta emoción depositada en el éxito del viaje que estoy a punto de emprender, que cada uno de los momentos parece sobrecargado de una pesada importancia simbólica. Nuestros experimentos con ratas y conejos parecieron tener éxito, pero ¿cómo podemos saber lo que significa viajar en el tiempo hasta que los seres humanos hayan hecho el viaje?

Muy bien. Entro en la máquina. Crispados, intercambiamos instrucciones a través del intercomunicador. ¿Determinación de fecha? Cinco de mayo del 2500 d.C… un salto de casi tres siglos y medio. ¿Nivel de energía? ¿Alimentación de energía? Adelante.

Adelante. ¿Activada la dislocación del circuito? Sí. Todos los sistemas funcionando. ¡Bon voyage!

El panel de control enloquece. Los cuadrantes giran. Las luces parpadean. Todo se arremolina inmediatamente. Doy un salto hacia adelante en el tiempo, ¡marchando, marchando, marchando!

Cuando todo vuelve a recuperar la calma, inicio los procesos rutinarios de emergencia. La cápsula del tiempo debe abrirse así, sin precipitación alguna. Mis manos tiemblan de expectación ante el extraño nuevo mundo que me espera. Mil y una hipótesis cruzan agitadamente por mi mente. Por fin, se abre la escotilla.

—Hola —me saluda Richards.

—¿Qué tal? —dice Halleck.

Seguimos estando en el laboratorio.

—No entiendo —digo—. Mis cálculos y manómetros indican una transferencia temporal definitiva.

—La ha habido —me dice Richards—. Te dirigiste hacia el año 2500 d.C., tal y como planeamos. Pero sigues estando aquí.

—¿Dónde?

Aquí.

Halleck se echó a reír.

—¿Sabes lo que ha pasado, Mike? Tú viajaste en el tiempo. Diste un salto de tres siglos y medio. Pero te llevaste contigo todo el presente. Arrastraste contigo todo nuestro tiempo hacia el futuro. Es como arrastrar un buñuelo a través de su propio agujero, ¿comprendes? Nuestro trabajo ha fracasado, Mike. Hemos obtenido nuestra respuesta. El presente está siempre con nosotros, independientemente de lo lejos que podamos ir.

Una vez, hace aproximadamente unos cinco años, tomé algo de ácido, una pequeña pastilla púrpura que un amigo mío me envió desde Nuevo México. Había leído bastante acerca de las drogas psicodélicas, y no sentía el menor miedo; en realidad, sentía ansiedad, verdadera sed por la experiencia. Iba a flotar en el cosmos, abarcándolo todo. Iba a convertirme en una parte de las nebulosas y de las supernovas, y ellas se iban a convertir en parte de mí mismo; o, más bien, por fin iba a darme cuenta de que habíamos formado parte las unas del otro y viceversa durante todo el tiempo. En otras palabras, imaginé que el LSD sería como una absorción de quinientas novelas de ciencia ficción, todo ello en un instante: una carga mental de imágenes, emoción, extrañeza y transporte a lugares increíblemente irreconocibles. La droga tardó aproximadamente una hora en causarme efecto; vi cómo las paredes empezaban a fluir y a ondularse, y cascadas de luz entraron a torrentes por el techo. El tiempo se convirtió en algo confuso y pensé que habían transcurrido tres horas, pero sólo fueron unos veinte minutos. Holly estaba conmigo.

—¿Cuáles son tus sensaciones? —me preguntó—. ¿Es algo místico? -me hizo un montón de preguntas así.

—No lo sé —le contesté—. Es muy bonito, pero no lo sé.

Los efectos de la droga desaparecieron en unas siete horas, pero mi sistema nervioso estaba emocionado y las luces seguían explotando tras de mis ojos cuando traté de irme a dormir. Y así, permanecí sentado toda la noche y leí las novelas de Llama Estelar de Marcus, las dos, antes del amanecer.

No hay imperio galáctico. No existirá nunca un imperio galáctico. Todo es caos. Todo se produce al azar. Los imperios galácticos son pueriles fantasías de poder. ¿Creo realmente en esto? Si no es así, ¿por qué lo digo? ¿Acaso disfruto abatiéndome a mí mismo?

—¡Mira allí! —susurró el mutante.

Carter miró. Toda una esquina de la habitación había desaparecido, fundido, como si se hubiera borrado. Carter podía ver la calle en el exterior, el tráfico, el propio interior del edificio.

—¡Mira allá! —dijo el mutante—. ¡Mira!

La silla había desaparecido.

—¡Mira!

El techo se esfumó.

—¡Mira! ¡Mira! ¡Mira!

La cabeza de Carter giró de un lado a otro. Todo se iba esfumando y desapareciendo, ante la orden del inexorable mutante de ojo dorado.

—¿Ves las estrellas? —preguntó el mutante, chasqueando los dedos.

—¡No! —gritó Carter—. ¡Eso no!

Pero ya era demasiado tarde. Las estrellas también habían desaparecido.

A veces, me deslizo hacia lo que considero como la experiencia de la ciencia ficción en la vida cotidiana. Quiero decir que puedo estar sentado ante mi mesa mecanografiando un informe, o esperando el metro mientras termina la larga fila de gente sudorosa, cuando siento de pronto un zumbido, una precipitación, un movimiento ascendente del alma, similar al que sentí la vez en que tomé la droga y, bruscamente, me veo a mí mismo desde una perspectiva completamente nueva… como un visitante procedente de algún otro tiempo, de algún otro lugar, aislado en un mundo de seres extraños, conocido como Tierra. Todo me parece extraño y desconcertante. Noto entonces esa sensación de doblez, de déja vu, como si ya hubiese leído algo sobre esta estación de metro en alguna novela de ciencia ficción, como si ya hubiera visto este despacho descrito en una lejana historia de fantasía, hace muchísimo tiempo. De este modo, el mundo real se transforma para mí en algo de ciencia ficción durante veinte o treinta segundos, en cualquier momento. La textura se desliza; lo sólido se tensa. En ocasiones, cuando me ha sucedido eso, pienso que es mucho más excitante que el conseguir que un mundo de fantasía se convierta en algo «real» mientras leo. Y, a veces, pienso que me estoy separando en varios componentes.

Mientras estábamos durmiendo se había producido una tragedia a bordo de nuestra poderosa nave estelar. Nuestro capitán, nuestro líder, nuestro guía durante dos generaciones completas, ¡había sido asesinado en su cama!

—¡Permíteme verlo de nuevo! —insistí, y Timothy me tendió el holograma.

¡Sí! ¡No cabía la menor duda! Podía ver las manchas de sangre en su espeso pelo blanco. Podía contemplar la helada máscara de angustia sobre su rostro de rasgos fuertes. ¡Muerto! ¡El capitán estaba muerto!

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté—. ¿Qué ocurrirá?

—La guerra civil ya ha comenzado en el puente E —me informó Timothy.

Quizás lo que temo realmente no es tanto una mareante multiplicidad de futuros como la ausencia de futuros. Cuando yo termine, ¿terminará conmigo el universo? La nada, la vaciedad, la nulidad que nos espera a todos, el túnel que conduce no a todas partes sino a ninguna… ¿es ése el único destino? Si es así, ¿hay alguna razón para sentir temor? ¿Por qué iba a tenerlo? “La nada es paz. Nuestra nada que tiene su arte en la nada, cuyo nombre es la nada, tu reino de la nada, tu voluntad será nada, en la nada, como es en la nada. No grites nunca de nada, porque nada está contigo”. Ése es Hemingway; él sintió la nada presionándole desde todas partes. Hemingway no escribió nunca una palabra de ciencia ficción. Finalmente, se desplazó cariñosamente a sí mismo hacia la gran nada con un tiro de escopeta.

Mi amigo León me recuerda de alguna forma a Henry Darkdawn en la clásica trilogía Cosmos, de De Soto. Si hubiera dicho que me recordaba a Stephen Dedalus, o a Raskolnikov o a Julien Sorel, no habrían necesitado, naturalmente, mayores descripciones para saber lo que quiero decir; pero Henry Darkdawn se halla probablemente fuera de su experiencia literaria. La trilogía de De Soto trata sobre la formación, expansión y ocaso de un movimiento casi religioso que abarcó varias galaxias entre los años 30.000 a 35.000 d.C., y Darkdawn es un profeta carismático, humano pero inmortal -o, en cualquier caso, de una extraordinaria longevidad-, que combina en sí mismo las funciones de Moisés, Jesús y San Pablo: profeta, intermediario con elevados poderes, organizador, líder, y finalmente mártir. Lo que hace que la serie sea tan hermosa es la forma en que De Soto se introduce en el interior del carácter de Darkdawn, de modo que no es simplemente un alejado bajorrelieve —el Profeta—, sino un ser humano cálido, que respira como nosotros. O sea, se le ve con verrugas y todo: un concepto sofisticado para la ciencia ficción, que tiende a presentarnos pesadas estatuas marmóreas en lugar de protagonistas vivos.

León, desde luego, es muy poco probable que haya encontrado un culto que se extienda por la galaxia; pero posee buena parte de la intensidad que yo asocio con Darkdawn. Extrañamente, es bastante alto —yo diría que un metro ochenta y cinco—, y tiene un buen aspecto convencional; las personas de su tipo no suelen poseer un elevado voltaje interno, según he observado. Pero, a pesar de sus ventajas físicas naturales, algo debe haber comprimido y redirigido el alma de León cuando era joven, porque es un triste meditador, un soñador, alguien que respira fuego, saliendo siempre con planes visionarios para la reorganización de nuestro despacho, de nuestro personal y cosas así. Suele ser él quien deja las revistas de ciencia ficción sobre mi mesa, como regalos; pero también es quien me lanza los más divertidos aguijonazos por leer lo que él considera no es más que basura. En eso mismo se puede observar su naturaleza contradictoria. Es timido y agresivo, tenaz y vulnerable, confidencial y vacilante; tiene en él toda la loca mezcla humana, todo está en él.