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El pasado martes, justo antes de la cena, Helene se dirigió a la cocina para comprobar la marcha del horno. León se disculpó y se dirigió al cuarto de baño. Solo, permanecí un momento ante una estantería de libros, comprobando, de acuerdo con mi forma automática de hacer las cosas, si tenían algo de ciencia ficción, y después seguí a Helene a la cocina para llenar mi vaso de la jarra de martini preparado que había en el refrigerador. De repente ella se acercó a mí, apretándome estrechamente, buscando mis labios. Susurró mi nombre; introdujo las puntas de sus dedos en mi espalda.
—¡Eh! —dije, blandamente—. Espera un momento… ¡Acordamos que no volveríamos a empezar otra vez con lo mismo!
—¡Te deseo!
—No, Helene —rogué con suavidad, tratando de liberarme—. No compliques las cosas, por favor.
Logré zafarme. Ella se apartó de mí bajando la cabeza y de mal humor regresó al horno. Al volverme, vi a León en el umbral de la puerta. Tuvo que haber sido testigo de toda la escena. Sus ojos oscuros brillaban con lágrimas medio contenidas; sus labios se estremecían. Sin decir una sola palabra, me cogió la jarra, se llenó su vaso de martini y lo bebió de un trago. Después se dirigió hacia la sala de estar… y diez minutos después estábamos hablando de asuntos de la oficina, como si nada hubiera ocurrido.
Sí, León, tú eres un Henry Darkdawn hasta el último centímetro de tu cuerpo. Los profetas fueron creados de la misma materia que tú, León. De la misma materia que tú están hechos los mártires cósmicos.
Ya nadie pudo decir cuál era la diferencia. El lustroso y viscoso androide había absorbido por completo la personalidad de su creador.
Permanecí al borde del acantilado, contemplando con horror aquella cosa roja e hinchada que había sido el sol otorgador de vida de la Tierra.
La horda de robots…
La nave espacial extraña, hundiéndose en una frenética espiral…
Riendo, ella abrió su puño. La bomba Q estaba en el centro de la palma de su mano.
—Diez segundos —dijo ella.
¡Qué calor hace esta noche! Un malsano guante de humedad me envuelve. Sé que no podré dormir. Noto una terrible presión a mi alrededor. ¡Sí! ¡El haz de luz verde! ¡Al fin, al fin, al fin! Meciéndome, elevándome, haciéndome flotar a través de las ventanas abiertas. Muy alto, sobre la ciudad a oscuras. Adelante, adelante, a través del vacío, fuera del espacio y del tiempo. Hacia el túnel. Dejándome abajo. Aquí. Aquí. Sí, exactamente como yo había imaginado que sería: las paredes de ónice, el brillo apagado sin fuente, la bóveda curvada muy por encima de mi cabeza, las silenciosas figuras extrañas pasando junto a mí. Aquí. El túnel, por fin. Doy el primer paso hacia adelante. Y otro. Y otro. Estoy lanzado en mi viaje.