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— ¿Me permitirán que de un paseo por los alrededores? — preguntó Pavlysh —. Lo sé todo y no me alejare mucho de la casa, no me bañare en el mar ni luchare contra los dragones. Contemplaré el ocaso y volveré enseguida.
— Vaya — dijo Van —, pero no se ocupe de investigaciones por su cuenta, aunque antes no había aquí dragones.
Pavlysh se dirigió hacia al adaptador.
El sol se apretaba contra la ladera del monte, que cubría la mitad del cielo. La nevada era más espesa, y Pavlysh hubo de bajarse la visera. Los copos de nieve golpeaban con fuerza en el casco, por lo que el mundo parecía nubloso, como si Pavlysh se abriera paso a través de una nube de moscas blancas. Se volvió de lado al viento y bajó hacia el agua. La laguna, protegida por los arrecifes, aparecía calma, las olas invadían lentamente la orilla, haciendo crujir el hielo del borde de la playa, y, al retroceder, dejaban allí algas, pequeñas conchas y jirones de espuma. Tras la playa de guijarros se enhiestaban los negros dientes de las rocas, y las piedras desprendidas parecían también negras porque el sol daba en los ojos; más arriba, en la ladera, se alzaban de la negrura unas claras vedijas de vapor y alborotaba rítmicamente un cráter secundario, escupiendo cuajarones de humeante barro. Esta fluía hacia la orilla en arroyuelos ondulados como humo de tabaco y se enfriaba junto al agua. Si en aquella isla había seres vivos, estarían acorazados y serían capaces de tragar las sales minerales de las caldas. O bien bajarían a la orilla para recoger lo que el mar arrojaba parcamente a ella.
Pavlysh caminaba a lo largo de la orilla. El viento le daba en la espalda, lo empujaba. La cúpula de la casita disminuía rápidamente y apenas si se veía ya entre las rocas y las piedras. Pavlysh caminaba con la misma velocidad con que rodaba el sol hacia la ladera del monte. Se disponía a llegar a la lengua de tierra para ver como el astro se ocultaba tras el horizonte. El monte se cernía detrás como una gran fiera somnolienta. Las nubes habían desaparecido, como si se hubiesen apresurado en pos del sol hacia donde había luz y calor. El hielo de la orilla ya no cedía a los débiles golpes de las olas, no se rompía ni se acumulaba en larga cenefa de fragmentos a lo largo del borde de la playa, sino que cubría la laguna como si fuera aceite, y solo en algún que otro lugar de la aceitosa superficie mate podían verse manchas del color del cielo del ocaso. Pavlysh resolvió que debía ya volver sobre sus pasos.
De la ladera del monte se desprendió una piedra, pasó junto a el dando saltos, fue a parar al mar y levantó un surtidor de agua y de pedacitos de helado aceite. Pavlysh miró hacia arriba: ¿no sería un alud? No; la piedra se había desprendido porque del monte bajaba lentamente el dueño y señor de aquellos lugares. Por lo visto, había decidido regalarse con los moluscos de la orilla.
El dueño y señor del lugar ofrecía un aspecto un tanto estremecedor, pero no puso atención alguna en el intruso.
Pavlysh no pudo observarlo como lo habría deseado porque aquel ser se movía por la sombra de la ladera. Se parecía, más que a cualquier otra cosa, a una tortuga de un metro de altura. Sus patas no se veían.
Comprendió Pavlysh que la tortuga no se dirigía simplemente a la orilla, sino hacia el refugio, cortándole el camino de regreso. Se detuvo indeciso. Tal vez fuera una coincidencia casual, y la tortuga no lo hubiera descubierto, aunque también pudiera ocurrir que lo fingiese.
La tortuga llego a una pequeña torrentera de unos dos metros y al instante aparecieron de debajo del caparazón dos brillantes tentáculos que recordaban sierpes; se asió con ellos a las desigualdades de las piedras, salto con facilidad, pendió por un segundo, balanceándose suspendida de los tentáculos, y pasó a la plazoleta junto al geyser. Pavlysh comprendió que la tortuga tenía varias patas, gruesas, fuertes y ágiles.
La tortuga había fingido. No era ni torpe ni lenta. Únicamente aparentaba serlo. Cauteloso, para no llamar la atención del monstruo, Pavlysh tomó a lo largo de la orilla, confiando en que la tortuga solo llegaría a cortarle el camino. Como si hubiera adivinado las intenciones del hombre, la tortuga se deslizó veloz pendiente abajo, ayudándose con sus tentáculos y extremidades, y entonces Pavlysh, presa de un miedo irracional ante la fuerza cruel y primitiva que emanaba del monstruo, echó a correr. Sus pies resbalaban en los guijarros, y la nieve le azotaba la visera.
Corría por el borde mismo de la orilla, el hielo crujía bajo sus pies, y se le antojó ver por un segundo una cara en la negra portilla del refugio… Si lo habían visto, abrirían la puerta.
La escotilla estaba abierta. Pavlysh la cerró rápido, apoyó contra ella la espalda y se esforzó por recuperar el aliento. Ya no le faltaba más que apretar el botón, dejar entrar el aire al adaptador y abrir la escotilla interior. Cuando lo contara todo, seguro que Van le diría: «Ya le advertí que fuera prudente».
Pero Pavlysh no tuvo tiempo de tender la mano hacia el botón de la toma de aire, cuando se dio cuenta de que la escotilla exterior se abría lentamente.
Lo más sensato en aquel instante habría sido cerrarla. Tirar de la palanca y cerrarla. Pero Pavlysh había perdido la presencia de espíritu. Vio que un brillante tentáculo negro se había asido al borde de la escotilla. Y se precipitó adelante para abrir la escotilla interior y ocultarse en el refugio. Sabía que la escotilla interior no se abriría hasta que el adaptador se hubiese llenado de aire, pero confiaba en que los de dentro sabrían ya todo lo que estaba sucediendo y, por ello, desconectarían el equipo automático.
La escotilla no cedía. El adaptador se puso más oscuro. La tortuga llenaba toda la portilla exterior. Pavlysh se volvió, apretó la espalda contra la escotilla interior y levantó las manos a la altura del pecho, aunque comprendía que los tentáculos de la tortuga serían más fuertes que su brazos. Todo lo decidirían unos segundos, ¿habrían comprendido por fin allí dentro lo que ocurría?
En el adaptador se encendió la luz. Pavlysh veía que la tortuga cerraba la escotilla exterior, asiéndose a ella con un tentáculo. Otro descansaba sobre el interruptor. Resultaba que la luz la había encendido la tortuga.
— Lo vengo siguiendo desde el géiser mismo — dijo la tortuga —. ¿Es qué no se dio cuenta? ¿Tal vez se asustara?
El aire llenaba, ruidoso, el adaptador. La voz de la tortuga salía de un hemisferio que tenía en el caparazón.
— En el exterior no puedo gritar — explicó la tortuga —, mi aparato de fonación es poco potente. ¿Es usted nuevo aquí?
La escotilla interior se corrió a un lado. Pavlysh no pudo conservar el equilibrio, y la tortuga lo sostuvo con un tentáculo.
— ¡Cómo corría usted! — dijo Van, sin ocultar su alegría maligna —. Sí, ¡cómo corría! Las formas de vida locales infunden espanto a la intrépida Flota de Altura.
— No corría, lo que hacía era replegarse planificadamente — observó Pflug. Llevaba puesto un delantal. De las cazuelas salía un apetitoso humillo. Los platos estaban ya puestos en la mesa —. ¿Vas a cenar con nosotros, Niels?
La tortuga respondió con sorda voz mecánica:
— No me tomes el pelo, Hans. ¿Es que no te imaginas las ganas que tengo a veces de darme un atracón? ¿O de sentarme a la mesa como las personas? Es sorprendente: el organismo no lo necesita, pero el cerebro lo recuerda todo, hasta el sabor de las cerezas o del jugo de abedul. ¿Has bebido alguna vez jugo de abedul?
— ¿Acaso en Noruega hay abedules? — preguntó, sorprendido, Ierijonski.
— En Noruega hay muchas cosas, comprendidos abedules — respondió la tortuga. Luego, tendió hacia Pavlysh un largo tentáculo, le toco con el la mano y dijo —: Considere que ya nos conocemos. Soy Niels Christianson. No quise asustarlo.
— Me tiemblan las piernas — dijo Pavlysh..
— A mi también me hubieran temblado. La culpa la tengo yo, por no haberle hablado de Niels — dijo Ierijonski —. Cuando uno vive aquí un mes tras otro, se acostumbra de tal modo a las bioformas y a todo lo que lo rodea, que lo considera algo corriente… ¿Sabes, Niels? estoy enfadado contigo. ¿Por que tocaste el diagnosticador? ¿Te preocupa tu salud? ¿Qué te hubiera costado llamarme a la Estación? Habría venido enseguida. Por cierto, Dimov esta también enojado contigo. Hace tres días que no comunicas.
— Estaba en el cráter del volcán — dijo Niels —, regrese hace una hora. Utilicé el diagnosticador porque hube de trabajar en condiciones de grandes temperaturas. Luego te lo contaré todo. Ahora, decidme que hay de nuevo. ¿Ha llegado el correo de la Tierra?
— Tengo una carta para ti — respondió Pflug —. Cuando termine de guisar, te la daré.
— Bien. Mientras, utilizare la radio — dijo la tortuga y se deslizó hacia el aparato, que se hallaba en un rincón —. He de hablar con Dimov y con los sismólogos. ¿Hay algún sismólogo ahora en la Estación?
— Todos están allí — respondió Van —. ¿Qué pasa? ¿Habrá terremoto?
— Un terremoto catastrófico. Puede que toda esta isla salte por los aires. No, hoy la presión es todavía soportable. Quisiera cotejar algunas cifras con los sismólogos.
Niels conectó la emisora. Llamó a Dimov y, luego, a los sismólogos. Soltaba cifras y formulas con tanta rapidez como si las tuviera dispuestas por capas en su cerebro, atadas cuidadosamente con hilo de palomar, y Pavlysh pensó en lo pronto que se desvanecía el miedo. Acababa de decirse, mentalmente: «Niels ha conectado la emisora», pero hacía quince minutos huía a todo correr, para que Niels no se lo tragara.
— Drach se parecía a él. Y Grunin también. ¿Recuerda que Dimov le habló de ellos? — dijo en voz baja Ierijonski.
— Al amanecer vendrá un flayer con un sismólogo — anunció Niels y desconectó la radio —. Dimov ha pedido que advierta a los submarinistas.
— ¿Puedes localizarlos? — preguntó Van a Ierijonski.
— No — Ierijonski parecía preocupado —. Sandra nunca toma consigo la radio. Dice que la estorba.
— ¿En donde vive usted, Niels? — preguntó Pavlysh.
— No necesito vivienda — respondió Niels. No duermo. Y apenas si como. Todo el tiempo estoy en movimiento. Trabajo. A veces vengo aquí, cuando me siento muy solo. Mañana quizás vaya con ustedes a la Estación.
Cenaron rápidamente y luego se tendieron en unos colchones en el compartimiento trasero del refugio. Niels se quedo en el delantero, junto a la radio. Leía. Al retirarse para dormir, Pavlysh lo miró. Aquel hemisferio de un metro de altura, cubierto de rasguños, mordido por el calor y los ácidos, golpeado por las piedras, se había arrimado a la pared, sujetaba contra ella con dos tentáculos un libro y pasaba de vez en cuando la página con otro, que aparecía rápido como un rayo de debajo del caparazón y volvía a ocultarse en el.
En el dormitorio reinaba la penumbra. Pflug resoplaba. Ierijonski dormía como un bendito, las manos cruzadas sobre el vientre. Van hizo sitio a Pavlysh.
— Ya es hora de dormir — dijo Niels tras el tabique.
— ¿Te preocupas por nuestro régimen de vida? — le preguntó Van.
— No — contesto Niels —. Simplemente me agrada poder decir unas palabras a alguien. No formulas u observaciones, sino algo corriente. Por ejemplo: Masha, pásame la compota. O bien esto otro: Van, duerme, que mañana hemos de levantarnos temprano.
Pavlysh lo estuvo pensando unos minutos y, luego, preguntó a Van:
— ¿Esta Marina Kim muy lejos de aquí?
Van no respondió. Seguramente había agarrado el sueno.