122537.fb2
— ¿Donde? — preguntó Dimov.
— Ha venido sin que yo lo llamara. Ande y demuestre ahora que no existe la telepatía.
La ventana se hallaba delante mismo de Pavlysh. Por la orilla, mojada y negra porque la nieve se había derretido, se acercaba lentamente un enorme pájaro blanco. Como el que Pavlysh viera el día de su llegada.
Ierijonski ya se había equipado y estaba abriendo la escotilla. Dimov se caló también la careta.
— Pavlysh, quédese aquí. No se aparte de la radio. Si hay algo urgente, me llama. Voy a hablar con Alan.
— De la Estación comunicaron que un flayer había salido en busca de los submarinistas. Preguntaban que había de nuevo en el refugio. Pavlysh respondió que, por el momento, nada.
En el exterior, Dimov conversaba con el pájaro. Este apenas si le llegaba a la cintura, pero sus alas, aun plegadas, tenían unos tres metros, y sus puntas se apoyaban en la ancha cola. La cabeza era pequeña, de pico corto e inmóviles ojos azules.
Otra sacudida hizo retemblar la vajilla, que no habían retirado. Llamó Niels y dijo con su queda voz mecánica:
— Oye, Van, ¿en donde se encuentra la Gruta Azul?
— Van ha salido en la canoa. Seguramente habrá ido allí. Yo no sé exactamente en donde esta la gruta esa.
— ¡Ah! ¿es Pavlysh? Entonces, anota los parámetros exactos del epicentro.
Tras la ventana, Dimov se arrebujaba en su cazadora. Tenía mucho frío. El pájaro, bamboleándose, corrió torpemente a una larga mole pétrea que se adentraba en la laguna, extendió las alas y se convirtió al instante en una vela de seis metros. Antes de que hubiera llegado a la punta de la mole, el viento contrario lo elevó al aire, y, para no perder el equilibrio, batió con fuerza las alas y fue cobrando altura.
Dimov se entretuvo en el adaptador y luego abrió la escotilla, dejando entrar una nube de vapor. Trataba de dominar el temblor que lo sacudía.
— Creía que me moría — dijo —. ¡Bravo por Alan!
— ¿Por qué? — preguntó Pavlysh.
— No le gustaron las olas en aquel sector. Él tiene su teoría, que podríamos llamar gráfica. Adivina el carácter y el lugar del terremoto que se avecina por el dibujo de las olas. Para el, eso no es difícil, desde arriba se ve todo. Tiene unas discusiones de espanto con los sismólogos. Alan cree que su teoría es la panacea universal, pero ellos la consideran algo así como adivinar por los posos de café. Seguramente tienen razón, por algo son especialistas… ¿No me ha llamado nadie?
— Niels pidió que le transmitiera los datos del pronostico.
— ¡Venga!… ¡Sí, bravo por Alan! ¡Venir precisamente aquí! ¿Sabe, Pavlysh? yo tengo más fe en los pájaros que en nuestra canoa. Si Alan no hubiese venido, habría tenido que enviarlo a usted en el flayer.
— Habla la Cima. La Cima llama al refugio — dijo el receptor.
— ¿Quién escucha?
— El refugio escucha — respondió Pavlysh.
Dimov se acerco.
— Aquí Saint-Venan. Salimos.
— Bien — dijo Dimov —. No se olviden de tomar consigo la radio.
— ¿Comprende? — agrego Dimov, volviéndose hacia Pavlysh —, nuestras emisoras son buenas para los geólogos y otros habitantes de tierra firme. Se la cuelgan de pecho y andando. Pero son incomodas para las bioformas. A la más mínima, procuran deshacerse de ellas. En efecto, ¿para qué quiere una bioforma volante trescientos gramos de peso? Para ella, cada gramo es superfluo.
Pflug regreso al refugio. Estuvo un buen rato afanado en el adaptador, suspiraba, hacía ruido con sus botas y, por fin, se metió con dificultad por la escotilla.
— Ha sido un día pasmoso — dijo cuando disponía sobre la mesa sus trebejos —. Tres normas, tres normas, por lo menos. Ejemplares rarísimos, y ellos mismos salen a la orilla.
Vio que Pavlysh estaba atendiendo la radio y dijo:
— Vi como partía la canoa. Pero no me dio tiempo de preguntar nada. ¿Aún no han llegado los submarinistas?
— Prepara, por si las moscas, el botiquín — dijo Dimov.
— Seguramente, yo haré eso mejor — observo Pavlysh, usted quede por ahora al cuidado de la radio.
— En primer lugar — objeto Dimov —, Pflug, como radista, es una calamidad. En segundo, sospecho, Pavlysh, que usted no es mejor veterinario. Se olvida de que, biológicamente, nuestros amigos y colegas no figuran entre los antropoides.
— Si — dijo Pflug —, cierto, por más lamentable que sea. Pero estoy seguro de que no ocurrirá nada malo.
Abrió un cajón que había en un ángulo, junto al tabique, y se puso a tomar de allí brillantes instrumentos y preparados, mirando al mismo tiempo los botes con sus trofeos.
Llegó un despacho del flayer que volaba desde la Estación, había recorrido ya cincuenta kilómetros. Por el momento no había descubierto nada en el océano.
Pavlysh veía por la ventana que Goguia corría ladera abajo. Lo seguía Niels, cargado de aparatos de control.
— ¿Qué hay de la canoa? — preguntó Dimov.
Pavlysh se puso en comunicación con ella.
— Todo el tiempo emitimos señales — dijo Van —. Por ahora no responden. ¿Qué hay de nuevo ahí?
— Nada.
— ¡Refugio! — interfirió la monótona y alta voz de un pájaro.
Pavlysh todavía no había aprendido a distinguir las voces de las bioformas. Por lo visto, todas usaban dispositivos de fonación de un mismo tipo.
— ¡Refugio! ¡Veo a Sandra!
— ¿En dónde? — preguntó Pavlysh.
— Al suroeste de Monte Torcido. A treinta millas. ¿Me oye?
— ¿Qué hace? — grito Ierijonski —. ¿Qué le pasa?
— Se mantiene a flote, pero no me ve.
— Canoa — dijo Dimov —, díganos cual es su cuadricula.
— 13-778 — dijo Van —. Al noroeste de la isla.