122537.fb2 El vestido blanco de Cenicienta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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Dimov conectó la pantalla del mapa.

— Setenta y cinco millas — pronunció —. Incluso si salen exactamente a la cuadricula, necesitarán para ello media hora.

— Desconecto hasta otra — dijo Van.

— Media hora — repitió en voz baja Dimov y, al instante, se puso en comunicación con los pájaros —. ¿Podéis ayudarle?

— No — respondió una voz —. Estoy sola aquí. No podría levantarla. Creo que ha perdido el conocimiento.

Pavlysh se puso apresuradamente el mono.

— ¿Donde está la máscara?

— Lleva la mía — dijo Pflug —, ahí la tienes.

Dimov vio que Pavlysh había casi terminado de equiparse.

— ¿Conoces este flayer?

— Naturalmente.

— Iré con él — dijo Goguia, el sismólogo —. ¡Qué bien que no me diera tiempo de quitarme el equipo!

Dimov repitió:

— Treinta millas al sud-sudeste. — Luego se volvió hacia el micrófono —. Dentro de dos minutos saldrá un flayer. De aquí a diez minutos estará ahí. La canoa tardaría media hora.

Cuando Pavlysh hubo cerrado la escotilla exterior, se asombró de que la luz hubiera cambiado tanto. El sol lo cubría ya una neblina rojiza, y el negro monte aparecía iluminado por detrás, como si hubieran instalado allí un potente reflector de teatro.

El sismólogo montó en el avión el primero, con suma agilidad. Pavlysh levantó la pierna para seguirlo pero en aquel mismo instante se abrió la puerta del refugio y salió apresuradamente Pflug, que no se había puesto ni el mono ni la careta. Abrió la boca, para tragar aire, y arrojó hacia ellos un pequeño contenedor con un botiquín.

— Ahora, agárrese — dijo Pavlysh, sentado ante el cuadro de mando, al tiempo que miraba por el cristal lateral como Dimov ayudaba a Pflug a meterse de nuevo en el refugio —. Cuando cuente a sus nietos el día de hoy, no se olvide de decirles que el aparato lo conducía el ex-campeón de Moscú de acrobacia aérea en flayer.

— No me olvidare — respondió el sismólogo, asiéndose a los brazos del sillón.

Pavlysh salió del viraje y dio toda la velocidad para dejar a la izquierda la columna de humo rosáceo y parduzco que se alzaba en la parte de la isla más alejada del refugio.

Unos siete minutos después vieron un solitario pájaro blanco que describía círculos a unos doscientos metros sobre las olas.

Al descubrir el flayer, el pájaro cobro altura y quedó inmóvil en el aire, como si quisiera mostrar el punto en que se hallaba Sandra. Pavlysh descendió y quedo a unos diez metros de las crestas de las olas. Pero incluso desde tal altura no vio de golpe a Sandra: su cuerpo se perdía entre las salpicaduras que el viento arrancaba al alborotado mar.

— ¿Ve? — preguntó el sismólogo, asomándose del aparato.

El viento arrastraba el flayer, y hubo que poner en marcha el motor, para no perder de vista a Sandra. Pavlysh sacó la escala, que se desenrolló blandamente y sumergió el extremo en el agua a cosa de un metro de Sandra.

— ¿Qué hay por ahí, Pavlysh? ¿Por qué callas? — dijo la radio.

— No tenemos tiempo para hablar. La hemos encontrado y vamos a subirla.

El pájaro pasó muy cerca de la cabina. En su pecho se veía el ovalado estuche negro de la emisora. El ave ascendió un poco, y su sombra le tapaba el sol a Pavlysh de vez en cuando.

El sismólogo tomó un rollo de cable y bajó hacia el agua. Pavlysh concentró toda su atención para no dejar que el viento apartara el flayer a un lado. Sandra, los brazos extendidos, se mecía en las olas, como en una cuna, y se habría dicho que sus movimientos eran conscientes.

Goguia, asido a la escalera con una mano, trataba con la otra de echar el lazo a Sandra. No lo conseguía. Pavlysh lamentó no poder abandonar el gobierno del aparato. Él lo habría hecho todo mucho más de prisa. Se veía que Goguia jamás había practicado el alpinismo. El cable se escapó otra vez. Al sismólogo le faltaba una mano para hacerlo pasar por los hombros de Sandra. A Pavlysh se le antojó que las oleadas de la desesperación que invadía al sismólogo llegaban a la cabina del flayer.

En aquel instante, la bioforma-pájaro resolvió dar un arriesgado paso. Planeó blanda y rápidamente contra el viento y, aprovechando el instante en que Sandra se deslizaba por el lomo de una ola y su cuerpo había emergido un tanto, tomó con el pico el lazo del cable y lo paso en un abrir y cerrar de ojos por los hombros de Sandra.

— ¡Tira! — grito Pavlysh al sismólogo.

Goguia, conservando a duras penas el equilibrio en la escalera, tiró en seguida; el lazo se deslizo más abajo y sujetó a Sandra por los codos. El pájaro logró con dificultad escapar de la ola siguiente. Cuando pasaba ante el flayer, Pavlysh advirtió que había arrojado la emisora. Pavlysh levantó aprobatorio el pulgar, y el pájaro se elevo casi verticalmente.

Pavlysh ayudó a Goguia a meter a Sandra en la cabina. Habrían transcurrido veinte minutos desde que despegaran.

El altavoz se desgañitaba, pidiendo noticias y preguntaba que sucedía.

— Habla Pavlysh — dijo el piloto, conectando la emisora —. A Sandra la hemos subido al flayer. Esta inconsciente.

— Oye — dijo Dimov —, no la toquéis. Ponedle una careta de oxígeno y abrigadla bien.

El sismólogo sacó una careta y un balón de oxígeno de reserva. Sandra tenía los ojos cerrados, y su rostro parecía azul. El sismólogo le aparto el pelo, mojado, de la cara y se puso a ajustarle la careta. Las manos le temblaban a Goguia un poco. Pavlysh se dirigía en vuelo rasante hacia el refugio. Delante, como si fuese un faro, se alzaba una columna de humo. El pájaro volaba arriba en pos del flayer. La radio se hallaba conectada, y Pavlysh oyó que Dimov ordenaba a la canoa quedarse donde estaba y no regresar a la isla.

Pflug los esperaba en la orilla misma de la laguna. Sacaron cuidadosamente a Sandra del flayer y la llevaron, corriendo, al refugio. La escotilla estaba abierta, y, un minuto después, Sandra yacía ya en la mesa de operaciones. Dimov los esperaba con la bata y los guantes de goma puestos. Conectaron el diagnosticador, cuyos electrodos temblequeaban, meciéndose sobre la mesa.

— Me asistirá usted — dijo Dimov a Pavlysh.

Niels atendía la radio.

— Todo va bien — dijo —. No te preocupes, Erico. Ya sabes que si Dimov lo dice…

Sandra dormía. Su respiración era ya acompasada. Tenía el rostro encendido, y en sus sienes brillaban gotitas de sudor.

— ¿Qué le ha sucedido? — preguntó Pavlysh.

— Ha actuado el sistema protector. Si el organismo trabaja con sobrecargas extremas y surge peligro para la vida, el cuerpo cae en un estado parecido al sueño letárgico. Por ahora podemos solo suponer que el terremoto sorprendió a los submarinistas a gran profundidad. Sandra pudo emerger, aunque herida. Tiene fracturadas tres costillas y sufre una gran hemorragia interna. Nadaba hacia la base, pero se le acabaron las fuerzas. Por eso no tuvo más remedio que salir a la superficie. No podía hundirse: cuando se respira por las agallas, los pulmones son como una vejiga de aire. El metabolismo se redujo en varias veces. En cuanto perdió el conocimiento, afloró a la superficie del océano.

Sandra volvió en si enseguida; no sentía dolor.

— Dimov — pronunció trabajosamente —, los muchachos quedaron en la gruta.

— Tranquilidad, nena, no te pongas nerviosa — dijo Dimov.

— Estábamos en la Gruta Azul… comenzaron las sacudidas… Yo me encontraba un poco aparte… Stas dijo que estaba herido… Perdona, Dimov. ¿Lo sabe Erico?

Pavlysh tendió a Dimov una ampolla esférica. Dimov la aplicó al brazo de Sandra, y el líquido penetró en la epidermis.

— ¿Puedes dar las coordenadas?

— Si, claro, yo me apresuraba… seguramente me arrastró la corriente… veinte millas al sudoeste de la isla hay un grupo de escollos, y dos afloran a la superficie…