122537.fb2 El vestido blanco de Cenicienta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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— ¿Por qué, Sherlock Holmes?

— Lo siento. Cuando se está de mal humor, se intuyen las desgracias de los demás.

— No sufro ninguna desgracia — dijo Pavlysh —. Es un pequeño contratiempo. Volaba a Corona, y en la Tierra me dijeron que mi nave partiría de la Luna después del baile, como todas. Pero se marchó antes. Ahora no se cómo llegar a mi destino.

— ¿Debía usted volar en la «Aristóteles»?

— ¿También sabe eso?

— Es la única nave que salió el día del baile — dijo Marina —. Yo me apresuré también para tomarla. E hice tarde, lo mismo que usted.

— ¿La esperaba allí… alguien?

Pavlysh no sospechaba antes que pudiera disgustarlo tanto el cuadro que le pintaba su imaginación: Marina corría hacia la escalera de la nave, junto a la que la esperaba, con los brazos abiertos, un corpulento capitán… o navegante.

— Habría podido quedarse — dijo Marina —. Nadie lo habría censurado. No quiso verme. Despegó a la hora exacta. Seguro que la tripulación se sintió descontenta. Como ve, soy yo la culpable de que usted no haya partido aún para Corona.

— Creo que exagera usted — objeto Pavlysh, esforzándose por vencer sentimientos atávicos, indignos de un hombre civilizado.

— ¿No le parezco una mujer fatal?

— En absoluto.

— No obstante, soy una delincuente.

Pavlysh apagó el cigarrillo e hizo la más tonta de las preguntas:

— ¿Lo quiere?

— Confío en que él me quiere también — respondió Marina —, aunque ahora empiezo a dudarlo.

— Eso suele ocurrir — dijo Pavlysh con voz hueca.

— ¿Por que se ha disgustado? — preguntó Marina —. Hace diez minutos que me vio usted por primera vez en su vida, y esta ya dispuesto a obsequiarme con una escena de celos. Es necio, ¿verdad?

— No puede serlo más.

— Es usted divertido. Ahora me quito la peluca, y se desvanecerá el encanto.

— Precisamente quería pedirle eso.

Pero a Cenicienta no le dio tiempo a quitarse la peluca.

— ¿Qué haces aquí? — clamó con mucha prosopopeya un patricio romano que llevaba una blanca máscara de teatro —. Fue un milagro que se me ocurriera bajar por la escalera.

— Le presento a mi viejo amigo Salias — dijo Pavlysh, levantándose —. Me ofreció cobijo aquí y me proporciono mi disfraz.

— No he sido yo, sino mis bondadosas enfermeras — objeto Salias, tendiendo la mano —. Soy esculapio.

— Marina — se presento la chica.

— Creo haberla visto en alguna parte.

Marina levanto lentamente la mano y se despojo de la blanca y rizosa peluca. El hirsuto y corto pelo negro transformo al instante su rostro, introduciendo en el armonía. Marina sacudió la cabeza.

— Sí, nos vimos, doctor Salias — dijo —. Y usted lo sabe todo.

— La peluca la favorece — observo Salias, que era de natural bondadoso y blando.

— ¿Quiere usted decir que, con ella, es más difícil reconocerme?

— ¿No sería una falta de tacto que yo me mezclase en asuntos ajenos?

— ¡Perfecto! — rió Marina —. Lo tranquilizaré. Mi aventura toca a su fin. Por cierto, hace ya un buen rato que converso con su amigo, pero casi no se nada de él. Aparte de que es muy divertido.

— ¿Divertido? Yo diría más bien que es un mal educado — dijo Salias, muy contento del cambio de tema.

— Un húsar bien educado jamás se haría pasar por un bello príncipe.

— Ni siquiera es húsar — comento Salias —. Es, simplemente, el doctor Slava Pavlysh, de la Flota de Altura, médico de a bordo, un genial biólogo fracasado, una persona trivial.

— Tenía yo razón — dijo Marina.

— No se lo discutí — asintió Pavlysh, admirando francamente a la chica.

Salias dejo escapar una tosecilla.

— Debe usted marcharse ya — dijo Marina.

— ¿Y usted?

— También. Están dando las doce.

— Se lo pregunto en serio — dijo Pavlysh —. Aunque comprendo…

— No comprende usted absolutamente nada — replicó Marina —. Procuraré acercarme al tablado de la orquesta, pero primero iré a la habitación para recoger mi careta.

Marina levantó un tanto los bajos del largo vestido blanco y corrió escaleras abajo. En su otra mano se agitaba la peluca blanca, recordando una fierecilla viva de largo pelo.

— ¡La esperaré! — le gritó en pos Pavlysh —. Daré con usted aunque cambie de apariencia, incluso junto a la cocina de una pobre choza.

Marina no respondió.

Salias tiro a Pavlysh de la manga.

— Oye — dijo Pavlysh, cuando subían ya la escalera —, ¿es verdad que la conoces?

— No; no la conozco. Lo mejor será que la olvides.