122537.fb2 El vestido blanco de Cenicienta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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— ¡No faltaría más! ¿Esté casada?

— No.

— Hablas con mucha seguridad de una persona a quien no conoces.

— Soy un viejo y sabio cuervo.

— Pero ¿por qué debo olvidarla?

— Será lo mejor. Comprende que, a veces, te encuentras con una persona a quien te gustaría volver a ver, pero las circunstancias hacen que nunca más des con ella.

— Tú me subestimas.

— Es posible.

Salieron al pasillo. La muchedumbre llenaba la sala. La orquesta recibía a las máscaras tocando una melodía moderna, de desgarrado ritmo.

— ¡Vendrá al tablado! — gritó Pavlysh.

— Tal vez — dijo Salias.

El torrente humano se esparcía por el ancho túnel. Reflectores con cristales de distintos colores deslizaban sus rayos por el gentío, produciendo la impresión de una noche estival al aire libre. Era difícil creer que todo aquello sucedía en la Luna, a treinta metros de su muerta superficie.

Unos diez minutos después, Pavlysh logró escapar de las locuaces enfermeras y se dirigió hacia el tablado. Veía sobre su cabeza las redondeadas patas del piano y los zapatos del pianista, que apretaban ya uno ya otro pedal, como si el hombre condujera un antiguo automóvil.

A Marina Kim no se la veía. ¡Imposible que hubiera prometido acudir con el único fin de desentenderse de Pavlysh!

Un monje de negra sotana con el capucho caído sobre las cejas se acercó a Pavlysh y le preguntó:

— ¿No me has reconocido, Slava?

— ¡Bauer! — exclamó Pavlysh —. Claro que sí. Gleb Bauer. ¿Qué haces aquí, trasto viejo? ¿Hace mucho que te retiraste del mundo?

— No te burIes del prójimo, hijo mío — dijo Gleb —. Aunque no hay Dios, yo soy su representante en la Luna.

— ¿Baila usted, monje? — preguntó, con voz imperiosa, una mujer que llevaba un escamoso disfraz de ondina —. ¿No ha oído el anuncio de que esta vez sacan las damas?

— Acepto gustoso su invitación — respondió Bauer —. Procure no inducirme a pecado sin necesidad.

— Allá veremos — dijo la ondina.

— Slava — pidió Bauer, al alejarse con su pareja del tablado —, no te marches.

— Te esperaré — prometió Pavlysh.

Unos mosqueteros entraron empujando un barril de sidra e invitaron a sentarse a las mesas a todos los que desearan probarla. La cabeza de Bauer sobresalía de todas en la muchedumbre. Un alquimista con estrellas de papel de plata pegadas a su atuendo subió de un salto al tablado y se puso a cantar. Alguien encendió al lado una luz de bengala. Marina seguía sin aparecer.

Pavlysh resolvió esperar hasta el final. A veces era muy tozudo.

La joven había ido allí para encontrarse con el capitán de la «Aristóteles». Pero él no había querido siquiera verla y no permitió a su tripulación quedarse para asistir al baile de máscaras. Era un hombre cruel. O se sentía muy dolido. Debería preguntar a Bauer, que conocía a todos, el nombre del capitán. Salias sabía algo, pero se salía por la tangente. En fin, no importaba, lo obligaría a confesar cuando se quedaran solos en la habitación.

Pavlysh decidió volver a la escalera. Si Marina acudía, la recibiría allí. Pero, después de haber dado unos pasos, volvió la cabeza y vio que Bauer había regresado junto a las tablas y miraba alrededor, al parecer, buscándolo a él. Hacia Bauer se había abierto paso el retaco con ojuelos de ratoncillo y, alzado de puntillas, lo reprochaba con voz imperiosa y seria. Bauer descubrió por fin a Pavlysh y lo llamó con la mano. Pavlysh volvió a deslizar la mirada por las parejas. Cenicienta no estaba allí.

— ¿Es médico? — preguntó Spiro, el gordinflón, cuando Pavlysh se hubo acercado —. Yo lo tomé por Galagan. Incluso le encomendé una tarea. En fin, yo me voy. Póngalo al corriente usted mismo. Debo dar urgentemente con Sidorov.

— Vamos, Slava — dijo Bauer —, te lo contaré todo por el camino.

Sobre sus cabezas tronaba la orquesta, y las patas del piano temblequeaban. Alrededor bailaba la gente. No obstante, Pavlysh percibió cierta nota ajena en el alborozo general. Entre las máscaras habían aparecido varios hombres sin disfrazar, que se movían presurosos y diligentes. Buscaban en aquella aglomeración a las personas a quienes necesitaban, les deslizaban unas palabras al oído, las parejas se deshacían, y los bailarines con quienes aquellos hombres habían hablado abandonaban la sala.

— En la mina se ha producido una explosión — dijo quedamente Bauer —. Dicen que no es nada terrible, pero hay quien ha sufrido quemaduras. No se va a anunciar. Que continúe la fiesta.

— ¿Queda eso lejos?

— ¿No has pasado nunca por allí?

— Es el primer día que estoy aquí.

Ante el ascensor se habían reunido unas cinco o seis personas.

Pavlysh comprendió en seguida que sabían todo lo que estaba ocurriendo. Todos se habían despojado de las caretas, y con ellas había desaparecido el despreocupado espíritu de la fiesta. Unos mosqueteros, un alquimista, un hombre de Neanderthal embutido en piel sintética y una bella dama de honor se habían olvidado de que se hallaban en un baile de máscaras y llevaban disfraces. Pero el baile de máscaras era ya cosa del pasado… Y la música, cuyas ondas sonoras llegaban hasta el ascensor, y el denso ruido de la sala no eran más que el fondo de la adusta realidad…

Ya amanecía, cuando Pavlysh se hallaba junto a las camillas que habían sacado del compartimiento de sanidad de la mina y esperaba a que el lunabus se situara del modo más conveniente para meter en el a los lesionados. A través de la transparente cúpula, lucía la Tierra, rayada, y Pavlysh advirtió que sobre el Pacífico se formaba un ciclón. El conductor saltó de la cabina y abrió la puerta trasera del lunabus. El hombre había enflaquecido en el transcurso de aquella noche.

— ¡Menuda nochecita! — dijo —. ¿Son tres?

— Sí, tres.

Cubrían las camillas unas fundas inflables de plástico. Los tres hombres, que estaban de guardia en el piso inferior de la mina, habían sufrido quemaduras de pronóstico grave y dormían. Aquel mismo día los evacuarían a la Tierra.

Salias, las mejillas recubiertas de la rojiza pelambre que le había crecido aquella noche, ayudó a Pavlysh y al chofer a introducir las camillas en el lunabus. Él se quedaría en la mina, y Pavlysh acompañaría a las víctimas hasta Lunaport.

Una hora después, Pavlysh quedó, por fin, libre y pudo regresar al gran túnel de la ciudad. habían apagado los reflectores y, por ello, los globos, las guirnaldas de flores y los farolillos, ya sin luz, parecían algo ajeno, que había ido a parar allí incomprensiblemente. El piso estaba sembrado de confeti y de pedazos de serpentina. En algún que otro lugar se veían cofias de papel y antifaces perdidos por las máscaras, había allí también un chafado chapeo de mosquetero. Un robot-basurero se afanaba en un rincón con su recogedor, desconcertado porque nunca había visto tal desorden.

Pavlysh se acercó al tablado. Unas horas atrás se hallaba en el mismo lugar esperando a Marina Kim. Alrededor había entonces mucha gente, y Bauer, enfundado en su negra sotana, bailaba con una verde ondina…

Pegada con papel engomado a una pata del piano veíase una esquela. En ella podía leerse en grandes letras cuadradas: «PARA EL HÚSAR PAVLYSH».

Pavlysh tomó la esquela de una punta y tiró de ella. Súbitamente el corazón se le encogió de espanto, al pensar que hubiera podido no volver allí. En la hoja de papel había unas líneas torcidas escritas por mana presurosa:

«Perdone que no pudiera venir a tiempo. Me descubrieron. La culpa de todo la tengo yo misma. Adiós, y no me busque. Si no le olvido, procuraré dar con usted dentro de dos años.

Marina».

Pavlysh releyó la esquela. Parecía proceder de una vida distinta, incomprensible. Cenicienta lloraba en el rellano de la escalera. Cenicienta dejaba una esquela en la que comunicaba que la habían descubierto y pedía que no la buscara. Aquello semejaba más bien propio de una antigua novela gótica saturada de misterios. La negativa de un encuentro debía ocultar grito mudo pidiendo ayuda, pues los raptores de la bella desconocida habían espiado cada uno de sus pasos, y, llena de temor por su elegido, bañada en lágrimas, la infeliz joven había tenido que escribir, al dictado de un canalla tuerto, aquella carta. Mientras, el elegido…

Pavlysh se sonrió irónico. Los románticos misterios eran fruto del abonado terreno del baile de máscaras. Tonterías, tonterías…

Cuando hubo regresado a la habitación de Salias, Pavlysh se duchó y se tendió luego en el diván.