122537.fb2 El vestido blanco de Cenicienta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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Lo despertó el timbre del videófono. Pavlysh se levantó apresuradamente y miró el reloj. Eran las ocho y veinte. Salias no había vuelto allí. En la pantalla sonreía Bauer, con su planchado uniforme de navegante de la Flota de Altura, rozagante, afeitado, diligente.

— ¿Has dormido un poco, Slava? ¿No te he despertado?

— Dormí unas tres horas.

— Oye, Pavlysh, he hablado con el capitán. Vamos, cargados, a Epístola. En el rol de la nave hay una vacante de médico. Puedes volar con nosotros. ¿Qué me dices?

— ¿Cuándo salís?

— La canoa se va al punta de partida a las diez. ¿Te dará tiempo?

— Sí.

— Muy bien. Por cierto, he dicho ya al jefe de movimiento que vuelas con nosotros de médico de a bordo.

— ¿Quiere decirse que toda la conversación fue pura formalidad?

— Naturalmente.

— Gracias, Gleb.

Pavlysh desconectó el videófono y se puso a escribir una nota para Salias.

Al cabo de medio año, cuando regresaba a la Tierra, Pavlysh hubo de detenerse en el planetoide Askor. Allí debía arribar la nave «Praga» con equipos para las expediciones que trabajaban en aquel sistema. De Askor, la «Praga» daría el Gran Salto a la Tierra.

Pavlysh llevaba en el planetoide dos días. Conocía ya a todos y todos lo conocían a él. Iba de visita, tomaba té, dio una charla acerca de los progresos de la reanimación y jugar una simultánea de ajedrez en la que, para vergüenza de la Flota de Altura, perdió la mitad de las partidas. Pero la «Praga» no llegaba.

Pavlysh se dio cuenta de una extraña peculiaridad de su persona. Si llegaba a algún sitio en donde había de pasar un mes, los primeros veintiocho días transcurrían sin que se diera cuenta, pero los dos últimos se prolongaban una tediosa eternidad. Si lo destinaban a algún sitio por un año, vivía normalmente once meses y medio. Esta vez le ocurría lo mismo. Casi medio año no había pensado en su casa, no tenía tiempo para ello. Pero la última semana era un verdadero suplicio. Los ojos estaban cansados de ver nuevos prodigios, y los oídos de escuchar canciones de mundos lejanos… ¡A casa, a casa, a casa!

Pavlysh mataba el tiempo en la cantina, leyendo la inmortal obra de Maquiavelo La historia de Placencia, que era el tomo más voluminoso de la biblioteca. La geólogo Ninochka, tras el mostrador, fregaba perezosamente unas copas. En la cantina hacían guardia todos, por turno.

El planetoide se estremeció. Parpadearon las bombillas del techo.

— ¿Quién ha llegado? — preguntó Pavlysh, con tímida esperanza.

— Un carguero local — respondió Ninochka —. De cuarta clase.

— No saben atracar — dijo el mecánico Ahmet, que, sentado a un velador, engullía unas salchichas.

Pavlysh exhaló un suspiro. Los ojos de Ninochka expresaban viva compasión.

— Slava — dijo la joven —, es usted un enigmático peregrino a quien el viento estelar lleva de un planeta a otro. No recuerdo en dónde leí de un hombre así. Es usted cautivo de la mala suerte.

— Muy bien dicho. Soy cautivo, peregrino y mártir.

— Si es así, no sufra. La suerte decidirá todo por usted.

La suerte apareció en la puerta de la cantina encarnada en un hombre bajo y grueso de penetrantes ojuelos negros. Se llamaba Spiro, y Pavlysh lo recordaba.

— Bien — dijo Spiro con la voz de un hombre recién llegado de la galaxia vecina —, ¿qué se puede tomar aquí? ¿Qué ofrece este salón a un solitario cazador?

Ninochka dejó en el mostrador una copa de limonada, y Spiro se acercó, anadeando.

— ¿No tienen nada más sustancial? — preguntó —. Prefiero el ácido nítrico.

— Ya no queda — le explicó Ninochka.

— Hace poco llegaron unos piratas cósmicos de la Estrella Negra — terció Pavlysh en la conversación —. Se soplaron tres barricas de ron y luego hicieron saltar por los aires el alambique. Pasamos a la ley seca.

— ¿Qué? — preguntó, alarmado, Spiro —. ¿Piratas?

Quedó inmóvil, la copa de limonada en la mano, pero, al punto, reconoció a Pavlysh.

— Oye — dijo —, yo te conozco.

En aquel mismo instante farfulló el altavoz, y el jefe de movimiento pronunció:

— Pavlysh, sube aquí. Doctor Pavlysh, ¿me oyes?

Las palabras de Spiro alcanzaban a Pavlysh y lo empujaban por la espalda.

— ¡Te espero aquí! No se te ocurra ir a ninguna parte. No sabes la falta que me haces. No puedes imaginártelo.

El pequeño y siempre nostálgico tamil que llevaba ya dos anos trabajando allí de jefe de movimiento, dijo a Pavlysh que la «Praga» tardaría, por lo menos, unos cinco días.

Pavlysh aparentó que la noticia no lo afectaba, pero temía que no podría sobrevivir aquello. Bajó a la cantina, haciendo sonar las herraduras de su calzado.

Spiro se hallaba en medio del local, con la copa vacía. Sus ojos negros despedían centellas, como si quisiera quemar el plástico del mostrador.

— ¿Qué calamidad es ésta? — preguntaba a Ninochka —. Les voy a arrancar la cabeza a todos. ¡Frustrar una empresa tan importante! ¡Engañar a los camaradas! ¡Algo inaudito! Eso no había ocurrido nunca en toda la historia de la flota. Simplemente han olvidado, ¿comprendes? han olvidado en Tierra-14 dos contenedores. ¡Fíjate bien, no uno, sino dos! ¿Qué te parece?

— ¿Era importante el cargamento? — preguntó Pavlysh.

— ¿Importante? — a Spiro le tembló la voz. Pavlysh temió que pudiera echarse a llorar. Pero Spiro no lo hizo. Miraba a Pavlysh. Y este se sintió como un ratón en el que hubiera puesto sus ojos un gato famélico —. ¡Galagan! — dijo Spiro —. Tú eres nuestra salvación.

— Yo no soy Galagan; soy Pavlysh.

— Cierto, Pavlysh. Tú y yo liquidamos las consecuencias de la explosión en una mina de la Luna. Cientos de víctimas, un fuego volcánico. Yo te saqué de entre las llamas, ¿cierto?

— Casi.

— ¿Ves? estás en deuda conmigo. En Sentipera hay en el segundo almacén unos contenedores de reserva. No sabía que habrían de hacerme falta, pero no los di a nadie. Tú volarás a Sentipera y perderás un día en sacárselos a Guelenka. Primero te dirá…

— No le calientes la cabeza — dijo Ninochka —. ¿Crees que no está bien claro para todos que los contenedores no son tuyos?

— ¡Son míos!

— ¡Naranjas de la China! — dijo Ahmet.