122537.fb2 El vestido blanco de Cenicienta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

El vestido blanco de Cenicienta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

— ¡Son más que míos! — exclamo, indignado, Spiro —. Sin ellos, todo esta perdido. Sin ellos, pararía el trabajo de todo el laboratorio. La vida científica de todo un planeta quedaría paralizada.

— Si es así, vuela por tus contenedores — le aconsejo Ninochka.

— ¿Y quién llevará el cargamento a Proyecto? ¿tú?

— Sabes perfectamente que aquí todos estamos ocupados.

— Eso, precisamente, es lo que yo digo.

Spiro se acerco al velador al que se había sentado Pavlysh y dejó caer ante este una gran y apretada saca.

— Esto es para ti — dijo.

La saca se abrió, y de ella cayeron unas cuantas cartas y unos paquetes postales. Sobres, microfilmes y videocasetes se esparcieron lentamente por la pulida superficie del velador, amenazando con volar al piso. Pavlysh y la cantinera se apresuraron a recoger todo aquello para meterlo de nuevo en la saca.

— Siempre trata así el correo — observo Ninochka —. Arma cada vez un guirigay de miedo y luego lo deja todo tirado y se larga.

Spiro era un tipo divertido. Pavlysh recogía las cartas. Sentía que no podría soportar otra semana en el planetoide. ¿Y si arriesgaba y volaba a Sentipera?

— Aquí tiene otra carta — dijo Ninochka, pasando a Pavlysh un sobre con una videohoja. En el sobre ponía: «Proyecto-18. Laboratorio central. A Marina Kim».

Pavlysh releyó tres veces las señas, lentamente, y luego, con mucho cuidado, metió el sobre en la saca.

— Haremos así — dijo Spiro —: yo saldré ahora mismo para Sentipera. ¡Dios me libre de tener que regresar sin los contenedores! ¡Tú no conoces a Dimov! Y lo mejor que te puede ocurrir es que no llegues a conocerlo. Me quedan veinte minutos. Ahora te doy una lista de los cargamentos y te mostraré en donde se halla mi goleta. Luego, el hortelano te suministrará verduras, lo cargarás todo y lo llevarás a Proyecto. No te preocupes, el carguero tiene control automático y no pasará de largo. ¿Está claro? Y mira, no opongas resistencia, todo está ya decidido, y tú no tienes derecho a fallarle a un viejo amigo.

Spiro amenazaba, imploraba, persuadía, manoteaba e iba y venía precipitadamente por la cantina, descargando sobre Pavlysh aludes de frases y signos de admiración.

— ¡Acabe de una vez y escúcheme! — bramó Pavlysh con todo el volumen de su potentísima voz —. ¡Estoy de acuerdo en volar a Proyecto! ¡He resuelto, sin necesidad de sus argumentos, volar a Proyecto! ¡En resumidas cuentas, tal vez soñara hacía mucho con volar a Proyecto!

Spiro quedó de una pieza. Sus negros ojuelos se humedecieron. Sintió que se le hacía un nudo en la garganta, pero logró dominar su emoción y dijo rápidamente:

— Si es así, vamos. Vivo. El tiempo apremia.

— Hace bien en ir — dijo Ninochka —. Yo misma habría ido, pero no tengo tiempo. Dicen que hay allí un océano precioso…

El carguero salió hacia el planeta Proyecto-18 por el lado sin iluminar, y pasaron unos minutos antes de que el Sol, hacia el que volaba raudo el aparato, vertiera su luz sobre el infinito y liso océano. Pavlysh amortiguo las sobrecargas y paso a órbita estable. Luego, haciendo chasquear el conmutador, comunicó con la Estación.

Sabía que la Estación observaba el vuelo del carguero y esperaba el familiar susurro indicador de que la franja quedaba libre para el piloto.

En la faz del océano surgieron unos puntos oscuros. Un seco ruido salía del receptor.

— Estación — dijo Pavlysh —. Estación, aterrizo.

— ¿Qué te pasa con la voz, Spiro? — preguntaron de abajo.

— No soy Spiro — explico Pavlysh —. Spiro se fue a Sentipera.

— Esta claro — dijo la Estación.

— Paso al control manual — dijo Pavlysh —. El aparato va recargado. Temo que pueda pasar de largo.

A la derecha, en la pantalla que había sobre el panel, giraba lentamente el globo del planeta, y sobre él, un punto negro, el carguero se acercaba poco a poco a la lucecita verde de la Estación.

— No te duermas — aconsejo la Estación.

— Pierda cuidado — dijo Pavlysh —. Soy de la Flota de Altura. He volado más que Spiro en cargueros como éste.

Abajo se deslizó atrás un grupo de islas esparcidas por la plana faz del océano. En el horizonte se veía la Estación, envuelta en tenue neblina. El carguero perdía altura demasiado lentamente, y Pavlysh desconectó el equipo automático y frenó. Sintió como si lo hundieran en el respaldo del sillón.

Pavlysh volvió a hacer chasquear el conectador del panel de comunicación.

— ¿Qué debo ponerme? — preguntó —. ¿Qué tiempo hace ahí?

Conectó el videófono. En la pantalla surgió la ancha y plana cara de un hombre con la cabeza rapada. Tenía los ojos estrechos de por si y, además, los entornaba; sus finas cejas parecían dos pajaritas. En general, hacía recordar a Gengis Khan cuando le dieron la noticia de que sus miliarcas preferidos habían sido derrotados ante los muros de Samarcanda.

— ¿A quien se le ocurre enviar a gente así? — preguntó Gengis Khan, refiriéndose, por lo visto, a Pavlysh.

— He ahorrado media tonelada de combustible — respondió modestamente Pavlysh —. He llegado con una hora de anticipación. Supongo que no he merecido sus reproches. ¿Qué se ponen ustedes cuando salen al aire libre?

— Spiro dejó lo suyo ahí — dijo Gengis Khan.

— Dudo mucho de que pueda caber en su equipo.

— Bien — dijo Gengis Khan —, dentro de tres minutos me tendrá ahí.

Pavlysh soltó los cinturones, se levantó del sillón, extrajo de un nicho lateral la saca del correo y se sacudió el polvo. Moverse no costaba trabajo: la gravitación en aquel planeta no pasaba de 0,5. La portezuela de la cabina de dirección se corrió a un lado y entró Gengis Khan, vistiendo un mono con calefacción y una máscara de oxígeno que le tapaba media cara. En pos suyo se introdujo un hombre alto y magro, de ojos pálidos bajo espesas cejas negras.

— Buenas — dijo Pavlysh —. Me encontraba por azar en el planetoide, cuando Spiro tuvo que desplazarse a Sentipera. Me pidió que le echase una mano. Soy el doctor Pavlysh.

— Yo me apellido Dimov — se presentó el hombre flaco —. Dimitr Dimov. Dirijo aquí la sección de nuestro instituto. Somos colegas, ¿si?

Señaló con fino y largo dedo de pianista la sierpe y el cáliz en el pecho de Pavlysh, precisamente encima de las cintas con los nombres de las naves en las que había prestado servicio.

— Vanchidorzh — presentó Dimov a Gengis Khan, y agregó al punto —: Vístase, vístase. Le estamos muy agradecidos. Siempre surgen algunas dificultades con Spiro. Es una bellísima persona, bondadoso y con muy buenas dotes administrativas. Nos costó mucho lograr que lo enviaran aquí de la Luna.

Gengis Khan, es decir, Vanchidorzh, dejó escapar un «hem», expresando así su desacuerdo con las últimas palabras del jefe. Dimov ayudó a Pavlysh a sujetar bien la máscara de oxígeno.

— Confío en que pase aquí unos días.

— Gracias — dijo Pavlysh.

Conectó la calefacción del mono y se ajustó el casco. El oxígeno afluía normalmente. El traje de Dimov le quedaba un poco estrecho, pero no se sentía incómodo. Pavlysh quiso preguntar por Marina Kim, pero se abstuvo. Cenicienta ya no lograría escapar.

Salieron a la superficie de la isla, lisa como si la hubiesen pulido. A unos cien metros, tras un vallejo, se alzaban rocas cortadas a pico. Al otro lado comenzaba el océano, y las olas rompían contra la negra orilla, levantando surtidores de blanca espuma. Pavlysh se ajustó el casco laringofónico para oír el fragor de la resaca, pero llegaba muy apagado, no respondía a la altura de las olas: los sonidos se amortiguaban en el aire enrarecido. Una nube gris semi transparente ocultó por un segundo el sol, y las sombras, antes muy acusadas y espesas, semejaron perder densidad.

Vanchidorzh se había adelantado, llevando sobre el hombro la saca con el correo. Dimov había quedado atrás: cerraba la portezuela del carguero. Vanchidorzh entró en la sombra de una roca y se disolvió en ella. Pavlysh lo siguió y viose ante una puerta metálica que se deslizaba lentamente a un lado, abriendo la entrada a una cueva.

— Pase — dijo Vanchidorzh —, si no, vamos a enfriar la cámara.