122537.fb2 El vestido blanco de Cenicienta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Pavlysh miró atrás. Un gran pájaro blanco descendía lento hacia Dimov, y Pavlysh estuvo a punto de gritarle: «¡Cuidado!» Pero Dimov había visto al pájaro y no se disponía a ocultarse. El pájaro describió un circulo sobre la cabeza de Dimov, que levanto la mano, como si saludara.

El pájaro tenía alas muy grandes y cuerpo pequeño densamente cubierto de plumas.

— ¿Les da usted de comer? — preguntó Pavlysh.

— Claro que sí.

Vanchidorzh tenía la desagradable costumbre de carraspear sarcásticamente. Y no se sabía si era que reía o si estaba enfadado.

Un poco más alto que el primero, apareció otro pájaro. Extendió las alas y planeó blandamente, posándose en un peñasco al lado de Dimov. El tendió la mano y le dio unas palmaditas en el cuello.

— Vamos — repitió Vanchidorzh.

El interior de la cueva era cómodo. Sus espaciosas salas habían sido convertidas en habitaciones y locales de trabajo, y Pavlysh recordó las antiguas ilustraciones a la novela de Julio Verne La isla misteriosa, a cuyos héroes gustaba trabajar cómodamente. Pavlysh pensó que en su habitación habría una ventana, abierta en el muro, por la que penetraría el aire del océano.

Dimov dijo:

— De vivienda no estamos muy bien. El mes pasado llegaron seis fisiólogos y ocuparon todos los cuartos disponibles, tendrá que vivir en la misma habitación que Van. ¿No tiene nada en contra?

Pavlysh miro a Vanchidorzh, pero este se había vuelto de cara a la pared.

— Yo, claro, no objeto. Pero, ¿no estorbaré?

— Yo paso muy poco tiempo en la habitación — dijo al punto Van.

La habitación era espaciosa, y no tenía nada que ver con las celdas que había en otras estaciones. En la roca habían practicado una alta y angosta ventana, por la que entraba la luz del sol.

— Ahí tiene su cama — dijo Van, señalando hacia un lecho de verdad, bastante ancho, cómodo, cuya cabecera era una lapida verdosa con caprichosas tallas.

— ¿Y usted? — preguntó Pavlysh. En la habitación no había otra cama.

— Ahora traigo una. No me dio tiempo. Nadie le esperaba.

— Por eso dormiré en la cama que traiga usted — dijo Pavlysh —. La hospitalidad no debe acarrear sacrificios.

Se apartó de la ventana. Todo a lo largo de una pared de la habitación había un obrador. En el yacían tablas de piedra semitransparente, rosa y verde claro. Nefrita, adivino Pavlysh. En una de las tablas se veía el esbozo de un pájaro de anchas alas. La nefrita despedía una luz cálida, reflejando la del sol. Una concha que parecía la mitad de una nuez gigantesca proyectaba en el techo irisados destellos nacarinos. Van dispuso las cartas en rimeros. Había una mesa pegada a otra pared, frente a la cama. Sobre ella podían verse varios anaqueles. En un montoncillo de microfilmes que se alzaba en el segundo anaquel se apoyaba una fotografía de Marina Kim en marco de nefrita, había sido tallado con mucho arte, y la pupila se perdía en la contemplación del historiado dibujo. Pavlysh reconoció inmediatamente a Marina, aunque en su memoria la joven vivía con la peluca blanca, que comunicaba a su semblante un algo ilógico, realzando la falta de correspondencia entre el corte de los ojos, la línea de los pómulos y los abundantes bucles blanco. El verdadero pelo de Marina era hirsuto, negro, corto.

Pavlysh se volvió hacia Van y vio que este había dejado de sortear el correo y lo estaba observando.

Se abrió la puerta y entro un hombre que vestía una bata azul y un gorro de cirujano del mismo color.

— Van — dijo el hombre —, ¿han traído el correo? ¿sí?

— ¿Qué tal van las cosas? — preguntó Van —, ¿se siente mejor?

— Las aletas son las aletas — respondió el hombre de la bata azul —. Eso no se cura en un día. ¿Qué hay del correo?

— Ahora voy — respondió Van —. Ya queda poco.

— ¿Hay algo para mi?

— Espera un instante.

— ¡Excelente! — exclamó el médico —. No esperaba de ti otra contestación. — Se acarició el corto bigote y se atuso la estrecha barba. Luego preguntó a Pavlysh —: ¿Llego en el carguero?

— Sí. En lugar de Spiro.

— Encantado, colega. ¿Por mucho tiempo? Se lo digo porque podemos encontrarle trabajo.

— Me agrada ver — dijo Pavlysh —, que, dondequiera que voy, me ofrecen trabajo en seguida, sin preguntarme siquiera que tal lo hago.

— Lo hace usted bien — replicó muy convencido el cirujano —. La intuición no nos engaña nunca. Yo me apellido Terijonski. Mi tatarabuelo era sacerdote.

— ¿Por qué debo yo saber eso?

— Me presento siempre así para evitar chanzas innecesarias. Es un apellido eclesiástico.

Pavlysh volvió a mirar la foto de Marina Kim, como si quisiera persuadirse de que no se había desvanecido. Pronto la vería. Tal vez al cabo de unos minutos. ¿Se asombraría? ¿Se acordaría del húsar Pavlysh? Claro que podía preguntar por ella a Van, pero no quería.

— Todo — dijo Van —. Vamos. ¿Viene usted con nosotros, Pavlysh?

Fueron a una espaciosa sala a la que daban luz varias ventanas abiertas en la roca. El piso estaba revestido de plástico azul. En la parte opuesta a la entrada había una larga mesa y dos hileras de sillas, y cerca de la puerta una mesa de ping pong con la red floja. Van dejo la saca sobre la mesa y, como si cumpliera un rito, fue sacando de ella montoncillos de cartas que disponía en fila.

— Ahora llamo a la gente — dijo Ierijonski.

— Ella misma vendrá — quiso disuadirlo Van —. No te apresures. Pero Ierijonski no le hizo caso. Se acercó a la pared, abrió la portezuela de un pequeño nicho y pulsó un timbre, cuyo intermitente sonido se esparció por los pasillos y las salas de la Estación.

Sobre la mesa de ping pong veíase una fila de retratos que recordaban los de los antepasados en alguna casona solariega. Aquello no era corriente. Pavlysh se puso a mirarlos.

El pomuloso cuarentón de tenaces ojos claros era Ivan Grunin. Al lado había un anciano con los ojos entoldados por espesas y mechosas cejas: Armen Guevorkian. El siguiente retrato pertenecía a un muchacho muy joven, de asombrados ojos azules y puntiagudo mentón. Algo unía a aquellos hombres y hacía que fueran queridos y respetados en la Estación. Habían hecho algo importante en la labor a que se dedicaban los demás y tal vez fueran amigos de Dimov o de Ierijonski… De un momento a otro acudiría la gente que hubiera oído la llamada. Entraría también Marina. Pavlysh se aparto de la mesa de ping pong, pero no quitaba ojo al largo sobre azul destinado a Marina. Yacía encima del montoncillo más pequeño.

Los primeros en aparecer fueron dos médicos que vestían batas azules como la de Ierijonski. Pavlysh procuraba no poner los ojos en la puerta y pensaba en cosas ajenas, por ejemplo, en si sería cómodo jugar al ping pong siendo tan pequeña allí la gravedad. ¿Habría que aumentar el peso de la pelota o bien habituarse a saltar lentamente? En Proyecto, los movimientos de la gente eran más suaves y espacios que en la Tierra.

Los médicos se precipitaron inmediatamente hacia la mesa, pero Van los detuvo:

— Esperad a que vengan todos. Ya sabéis…

Evidentemente, Van era un dogmático que adoraba los ritos.

A Pavlysh se le antojó por un instante que había entrado Marina. La chica aquella era también pelinegra, esbelta y cetrina, pero con eso terminaba todo el parecido. Tenía el pelo mojado y el blanco sari se había adherido en algunos lugares a su húmeda piel.

— Te vas a resfriar sin falta, Sandra — rezongo Ierijonski.

— Aquí no hace frío — dijo la joven.

Hablaba lentamente, como si se esforzara por recordar las palabras.

Luego aspiró profundamente, carraspeo y repitió, en voz más sonora: