122537.fb2 El vestido blanco de Cenicienta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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— Aquí no hace frío.

La sala estaba ya llena de gente. Vestían todos ropa de trabajo, como si se hubiera sustraído por un instante de sus ocupaciones para reintegrarse a ellas inmediatamente. Pavlysh volvía la cabeza a derecha e izquierda, creyendo que Marina se hallaba ya en la sala y él no la había visto entrar.

Van parecía estar oficiando. Acercó el rimero de cartas oficiales a Dimov; luego fue tomando cartas y paquetes postales del mayor montón y leía en voz alta los apellidos de los destinatarios. Era evidente que aquel rito constituía ya una tradición, pues nadie gruñía, de no ser Ierijonski, rebelde de nacimiento.

La gente se acercaba, recogía las cartas y los paquetes postales para sí y para los que no habían podido acercarse, y la muchedumbre que rodeaba a Van iba perdiendo densidad. La gente se acomodaba allí mismo lo mejor que podía, para leer las cartas, o se marchaba apresuradamente, para escuchar sola alguna grabación. Los montoncillos de la correspondencia iban desapareciendo. Marina Kim no figuraba entre los destinatarios cuyos apellidos leyera Van.

Este tomo el penúltimo paquete y lo tendió a Sandra, diciéndole:

— Para la estación marina. Ahí va un paquete postal para ti.

Luego puso la mano en el ultimo montoncillo de cartas, en el sobre azul para Marina Kim.

— ¿No ha venido nadie de la Cima? — preguntó, y añadió al punto —: Yo lo llevaré. «Naturalmente — pensó Pavlysh —, lo harás con sumo placer». Se dijo que Marina, sin el menor fundamento para ello, estaba haciendo de él, bizarro piloto de altura, un trivial celoso.

— Pavlysh, ¿me oye?

Dimov se hallaba al lado.

— Ahora debo marcharme, pero, cuando regrese, le dedicaré media hora, para preguntas y respuestas. Adivino que, por ahora, no tiene ninguna pregunta que hacerme. Le aconsejo que acompañe a Sandra. Va abajo, a la estación marina.

— Yo me sumo — dijo Ierijonski. Luego se volvió hacia sus colegas y agrego —: Algunos, en vez de reintegrarse a sus puestos de trabajo, se acercan con fines egoístas a nuestro visitante. Responderé por él. No es de la Tierra. Sabe menos que nosotros de lo que sucede allí, no practica el deporte y no colecciona sellos. Es una persona poco interesante y poco enterada. Todo lo demás lo sabrán por el durante la cena.

Una vez que hubo dado fin a su monólogo, deslizó al oído de Pavlysh:

— Es por su propio bien, colega. Lejos del terruño, la gente se vuelve charlatana.

Mientras caminaban por un largo túnel inclinado, al que daban luz las escasas lámparas del techo, desarrolló su pensamiento:

— Si nuestro trabajo fuera intenso, si nos acecharan peligros a cada paso, no advertiríamos el correr del tiempo. Pero el trabajo es monótono, en los laboratorios no abundan las distracciones… Y por eso nos atrae la gente nueva.

— No estás del todo en lo cierto, Erico — dijo Sandra —. Es arriba donde reina la tranquilidad. Otros tienen un trabajo distinto.

La escalera de caracol que empezaban a bajar giraba en torno a un poste vertical, en el que se hallaba el ascensor. Pero prefirieron ir a pie.

— Soy un filosofo de tres al cuarto — continuo Ierijonski —. Debo decide, colega, que las circunstancias de mi trabajo inducen a pensar en abstracto. El carácter, aparentemente prosaico, de nuestra vida presente oculta la presión de futuros cataclismos y torbellinos. Pero, repito, todo eso lo percibimos tan solo como el fondo, y a todo fondo, incluso al más exótico, se habitúa uno muy pronto. Si, Sandra ha dicho que la vida de otros no es aquí tan tranquila. Tal vez… ¿A que hora lo espera Dimov?

— Dentro de treinta minutos.

— Entonces, le mostraremos el acuario y regresaremos en seguida. Escuchar a Dimov es muy interesante, pero no soporta la falta de puntualidad.

— Es extraño — observó Pavlysh —, aquí se habla de Dimov como si fuese un autócrata, cuando produce la impresión de ser una persona muy blanda y delicada.

— Con nosotros hay que mostrarse autócrata obligatoriamente, aunque sea con guantes de cabritilla. Yo, en lugar de Dimov, habría escapado ya de esta taifa de intelectuales. Hay que poseer un aguante increíble.

— Erico se equivoca otra vez — observo Sandra, a quien parecía agradar el poner en tela de juicio todas las opiniones de Ierijonski —. Dimov es, en efecto, una persona simpatiquísima y blanda, pero nosotros comprendemos que a él pertenece siempre la última palabra. No tiene derecho a equivocarse, ya que, si se equivoca, puede suceder algo muy malo. Aquí no hay vida tranquila. Todo eso son figuraciones de Ierijonski.

Terminó el pozo. Pavlysh permaneció unos segundos reclinado en la pared, esforzándose por sobreponerse al mareo. Ierijonski se dio cuenta y le dijo:

— Procuramos movernos todo lo posible. En el trabajo no nos desplazamos de acá para allá…

— Según quien — dijo Sandra, hacia quien Pavlysh había ya vuelto la cabeza, esperando una nueva objeción —. Yo he de moverme mucho, y otros, también.

— Yo no hablo de vuestro grupo — explico Ierijonski —. Vuestro grupo es otra cosa.

— ¿Y Marina Kim? — preguntó Sandra.

A Pavlysh le dio un vuelco el corazón. Por primera vez, aquel nombre había sido pronunciado allí con toda sencillez y naturalidad, como el de Dimov o el de Van. Por lo menos, podía abrigar ya la seguridad de que Marina se encontraba allí y había de moverse. De aquellas palabras se desprendía, además, que no pertenecía al grupo de Sandra. Pero se hallaba en la Estación, cerca, y quizás en aquel mismo instante Van le estuviera entregando la carta de la Tierra.

— ¿Qué tiene que ver aquí Marina? — exclamó, asombrado, Ierijonski, y, como si pidiera su apoyo a Pavlysh, a quien, por lo visto, consideraba mejor informado, agrego —: ¿Acaso se puede comparar?

Pavlysh se encogió de hombros. No sabía si se podía comparar a Ierijonski con Marina Kim. Aunque aquello confirmaba también su sospecha de que Ierijonski llevaba una vida tranquila, y Marina, no. Ierijonski corría por las escaleras, para no perder la forma, y Marina no corría tal peligro.

— ¡Pero si él no conoce a Marina! — dijo Sandra.

— ¡Ah, si, me había olvidado por completo!

— La vi en cierta ocasión — explico Pavlysh —. Hace mucho, en la Luna, unos seis meses atrás.

— ¡No puede ser! — exclamó Ierijonski —. Se equivoca usted…

— ¿Si? ¿Es que has olvidado la que se armó en el instituto? — preguntó Sandra —. Tienes memoria de grillo.

Ierijonski nada objetó.

Entraron en un espacioso local de techo muy bajo, sustentado por pilares en alguno que otro lugar. La pared opuesta a la entrada era transparente. Tras ella verdeaba el agua.

— Aquí ve nuestro acuario — dijo Ierijonski.

— Los dejo — anunció Sandra —. Debo entregar las cartas y luego iré al trabajo.

— Suerte — le deseó Ierijonski con voz trémula —. No te fatigues demasiado.

Pavlysh se acercó a la pared transparente. Muy cerca pasó veloz una bandada de morralla, los rayos del sol se abrían paso a través del agua y se disipaban arriba, creando la impresión de una inmensa sala invadida de niebla, bajo cuyo techo lucían unas lámparas invisibles. Se mecían las largas manos de las algas. El fondo del océano descendía más y más profundo, y de allí asomaban, borrosos, los picos de unas rocas negras. Un tiburón enorme subió de la tenebrosa hondura y nadó lento y majestuoso hacia el cristal. Lo seguía otro un poco menor.

De un lado, de una portilla que Pavlysh no veía, había aparecido Sandra. Vestía un ligero equipo de goma, aletas y grandes gafas. No veía los tiburones, y Pavlysh temió por ella. La joven nadó directamente hacia un tiburón.

— ¡Sandra! — gritó Pavlysh, precipitándose hacia el cristal.

El tiburón menor dio la vuelta con gracioso movimiento y se dirigió hacia Sandra. La elegancia de su movimiento denotaba una terrible fuerza primitiva.

— ¡Sandra!

— Tranquilízate — dijo Ierijonski, de cuya presencia Pavlysh se había olvidado por completo —. A mi también me da miedo a veces.

El tiburón y Sandra nadaban uno al lado del otro. Sandra decía algo al pez. Pavlysh habría jurado que le había visto abrir la boca. Luego Sandra ascendió un poco y se tendió en el lomo del tiburón, asiéndose a una aguda aleta, y el pez se deslizo inmediatamente a lo hondo. El otro escualo lo siguió.

Pavlysh se dio cuenta de que se hallaba en una postura incomoda, con la frente casi pegada al cristal. Se pasó la mano por la sien: se le había antojado que tenía el pelo revuelto. No era así. En fin de cuentas, todo lo que había visto era verosímil: allí amaestraban animales marinos.