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— El año pasado hice practicas de reanimación asesorado por Singh — explicó Pavlysh —. Mis vacaciones largas las he pasado en Corona. Hacen allí trabajos interesantes. De un gran futuro.
— Si no me equivoco, Singh esta en Bombay.
— En Calcuta.
— ¿Ve? el mundo no es tan grande. Sandra trabajo en tiempos con él.
— Seguramente, después que yo.
— De Corona tengo una idea muy vaga. Y no porque no me interese. Me falta tiempo. Así que no me censure si le hablo de nuestro trabajo un poco más prolijamente de lo que pueda parecerle necesario. Si cuento algo que ya sabe, ármese de paciencia. No puedo soportar que me interrumpan.
Dimov sonrió turbadamente, como si pidiera perdón por su insoportable carácter.
— Cuando se organizó nuestro instituto — continuó —, un bromista propuso que nuestra ciencia se llamara ictiandria. Aunque tal vez no fuera un bromista. En tiempos hubo un personaje literario que se llamaba Ictiandro, un hombre-pez, dotado de agallas. ¿No leyó ese libro?
— Si, lo leí.
— Claro que lo de ictiandria quedo en eso, en una broma. Los especialistas exigimos términos más científicos. Eso es nuestra debilidad. Y nos llamaron instituto de bioformación… Las nuevas ciencias suelen nacer en la cresta de una ola, por decirlo así. Primero se atesoran hechos, experimentos, ideas, y cuando su numero supera el nivel admisible, aparece una nueva ciencia. Dormita en la entraña de ciencias colindantes o lejanas, sus ideas flotan en el aire, de ella escriben los periodistas, pero aun no tiene nombre. Es pertenencia de unos cuantos entusiastas y extravagantes. Eso mismo ocurrió con la bioformación. Las primeras bioformas eran como los hombres-lobos. Monstruos fabulosos, nacidos de una fantasía primitiva, que veía en los animales sus parientes cercanos. El hombre todavía no se había desgajado de la naturaleza. Veía fuerza en el tigre, astucia en el zorro, perfidia o sabiduría en la serpiente. Su imaginación trasplantó almas humanas al cuerpo de los animales, y en los cuentos atribuía a estos cualidades propias del hombre. La cima de ese tipo de fantasía fueron los magos, los brujos, malvados hombres-lobo. ¿Me escucha?
Pavlysh asintió. Recordaba la promesa de no interrumpir.
— La gente quiere volar, y volamos en sueños. La gente quiere nadar como los peces… La humanidad, movida por la envidia, fue haciendo suyas las argucias de los animales. Apareció el aeroplano, que semejaba un pájaro, apareció el submarino, que recordaba un tiburón…
— Creo que la envidia no desempeñó ningún papel en esos descubrimientos.
— No me interrumpa, Pavlysh. Me lo prometió. Quiero, simplemente, hacerle ver que la humanidad seguía un camino equivocado. A nuestros antepasados puede justificarlos el que no tuvieran suficientes conocimientos ni posibilidades para marchar por el camino acertado. El hombre copiaba distintos aspectos de la actividad de los animales, imitando sus formas, pero el mismo quedaba inmutable. En cierta medida, el desarrollo de las ciencias hizo al hombre excesivamente racional. Retrocedió un paso, en comparación con sus antecesores primitivos. ¿Me entiende?
— Sí.
Era interesante, estarían destinadas aquellas conferencias solo a los visitantes o también los que trabajaban en la Estación habían de pasar aquella prueba? ¿Y Marina? ¿Qué ojos tenía? Se decía que, unos años después de la muerte de Maria Estuardo, nadie recordaba el color de sus ojos.
— ¡Pero tal situación no podía prolongarse hasta lo infinito! — casi gritó Dimov. Se había transformado. Su delgadez era consecuencia de su fanatismo. Y Pavlysh pensó que era un fanático con mucha delicadeza —. La medicina alcanzó determinados logros. Se dió comienzo al trasplante de órganos y a la creación de órganos artificiales. En nuestra vida fue creciendo el papel de la genética, de la construcción genética, de las mutaciones dirigidas. La gente aprendió a componer, a restaurar, a construir…
No, no es un fanático, se corrigió mentalmente Pavlysh. Es un pedagogo ingénito, a quien las circunstancias han rodeado de gente que lo sabe todo sin necesidad de él y no de sea escuchar sus conferencias, aunque lo aprecie mucho como jefe de la Estación. En los momentos peligrosos, Marina se escurría simplemente de la habitación y volaba a su Cima. Debería recorrer la Estación para ver si había una escalera o un ascensor que llevaría arriba. ¿Y si subía casualmente, si se presentaba casualmente en su laboratorio? Pero… ¿y si ella trabaja también con animales? Sandra con los tiburones, y Marina… ¡Marina con los pájaros!
Pavlysh había quedado pensativo y se perdió unas cuantas frases.
— …la suerte deparo a Guevorkian el papel de aglutinador. El reunió en un todo los ejemplos que acabo de describir. Formuló las tareas, la dirección y los objetivos de la bioformación. Naturalmente, no lo tomaron en serio. Una cosa es introducir pequeños cambios parciales en el cuerpo humano, y otra, su transformación radical. Pero si en el siglo pasado los científicos habían de demostrar durante decenios que los asistía la razón, y los genios que se adelantaban a su época eran reconocidos como tales allá por los ochenta anos, Guevorkian tenía a su disposición la base oceánica de Nairi, donde trabajaban ya doce submarinistas dotados de agallas;
— ¿Sandra es submarinista? — dijo Pavlysh.
— Naturalmente — dijo Dimov, asombrado de que no lo supiera —. ¿No se ha dado cuenta de que tiene una voz especifica?
— Sí, pero no atribuí a eso ninguna importancia.
— Sandra vino aquí hace poco. En tiempos trabajaba en Nairi. Pero de nuevo me interrumpe, Pavlysh. Le estaba hablando de Guevorkian. Resultaba una paradoja. Necesitamos hombres-peces. Dotamos de agallas a los submarinistas, para quienes en el océano hay muchísimo trabajo. Los periodistas escriben ya con suma ligereza acerca de las razas de hombres marinos, pero nosotros, los científicos, comprendemos que es todavía temprano para decir eso, por cuanto el sistema doble de respiración hace el organismo tan complejo, que resulta muy difícil mantener su equilibrio. Guevorkian se opuso desde el principio mismo a que las agallas de los submarinistas fueran para siempre una parte de su organismo. No, decía, el cuerpo humano debe ser tan solo la envoltura que la razón considere necesario adoptar. Una envoltura que, en caso de necesidad, se pueda abandonar para reintegrarse a la vida normal. ¿Percibe ahora la diferencia entre los submarinistas y las bioformas?
Pavlysh guardó silencio. Por cierto, Dimov no esperaba respuesta y continuó:
— Bioforma es un hombre cuya estructura corporal ha sido modificada de manera que pueda cumplir del mejor modo posible su trabajo en condiciones en las que no puede actuar el hombre normal.
Pavlysh había oído hablar por primera vez de Guevorkian unos quince años atrás, en sus tiempos de estudiante. Luego, las polémicas y las pasiones se encalmaron. Aunque bien podía ser que él se ocupara de otros problemas.
— Las discusiones se desplegaban en torno al problema número uno — decía Dimov —. ¿Qué necesidad había de modificar la estructura del cuerpo humano, lo que era caro y peligroso, cuando se podía idear una maquina que cumpliese todas aquellas funciones? ¿Quieren ustedes crear un Ícaro? — nos preguntaban nuestros adversarios —. ¿Un Icaro con alas de verdad? Lo adelantaremos volando en un flayer. ¿Quieren crear un hombre cangrejo, que pueda bajar a la Tuscarora? Podemos sumergir allí un batiscafo. Pero…
Dimov hizo una pausa, pero Pavlysh destruyó todo el efecto al terminar la frase:
— ¡El cosmos no es la continuación del océano terrestre!
Dimov carraspeó, guardó silencio, como un actor que se sintiera dolido porque algún frescales le apuntara desde el patio de butacas: «¡Ser o no ser!». La verdad es que era un actor que había ensayado aquella frase durante varios meses.
— Dispénseme — dijo Pavlysh, comprendiendo cuan imperdonable había sido su réplica —, yo, de pronto, recordé fragmentos de las discusiones de aquellos tiempos.
— Tanto mejor. — Dimov se había recobrado ya —. Ha dicho usted que el cosmos no es el océano terrestre. Por lo tanto no le costara trabajo adivinar donde encontró apoyo Guevorkian.
— En la Dirección Cósmica.
— En Exploración de Altura. No podría usted imaginarse cuantas solicitudes recibimos después de que Guevorkian hubo publicado su informe básico. Acudían a él de distintos confines, a veces de los más inesperados, cirujanos y biólogos. Pero aquellos años fueron difíciles. Todos querían obtener resultados inmediatos, y en aquel entonces no admitíamos a voluntarios. Pero surgió el perro de gran profundidad. Mejor dicho, el cangrejo-perro. Después siguieron tres años de experimentos, hasta que pudimos afirmar con toda seguridad que garantizábamos a la bioforma-hombre el retorno a su semejanza anterior. Y hace ocho años dimos comienzo a los experimentos con personas.
— ¿Quién fue la primera bioforma?
— Fueron dos. Seris y Sapeev. Eran bioformas de gran profundidad. Trabajaban a una hondura de diez kilómetros. Pero no habrían podido convencer a los escépticos de no haber sido por un azar. ¿No recuerda como se salvó un batiscafo en la depresión submarina de Filipinas? ¿No?
— ¿Cuándo fue eso?
— Veo que no lo recuerda. Pero, para la bioformación, el caso hizo época. El batiscafo perdió la dirección. Fue a parar a una fisura y lo cubrió un alud submarino. La comunicación se cortó. Fue uno de esos casos en los que los medios técnicos no pueden ayudar. Pero nuestros muchachos llegaron al batiscafo. No sé en donde, tengo unas fotos y unos recortes de periódico de aquellos tiempos. Si le interesa, se los mostraré…
Lo lleva todo consigo, pensó Pavlysh. Y habla de esos acontecimientos como si fueran historia antigua, cuando no han pasado desde entonces más de siete anos.
— Por entonces, en el instituto se preparaban ya unos cuantos voluntarios. ¿Comprende? incluso en las condiciones actuales, el proceso de la bioformación es sumamente complejo. Por ejemplo, trabajo con nosotros Grunin. Voluntario, navegante de la Flota de Altura. Debía actuar en un planeta donde la presión es diez veces mayor que en el nuestro, la radiación supera en cien veces la norma admisible, y la temperatura en la superficie alcanza los trescientos grados sobre cero. Añada a ello tempestades de polvo y continuas erupciones volcánicas. Naturalmente, se habría podido enviar a ese planeta un robot capaz de soportar tales condiciones o un pasaportodo tan complejo que el hombre sería en el lo que una mosca en un cerebro cibernético. No obstante, las posibilidades del robot y las del hombre en el pasaportodo habrían sido limitadas. Grunin consideraba que podría recorrer el mismo aquel planeta. Palpar con sus propias manos, ver por sus propios ojos. Era un investigador, un científico. Nosotros, naturalmente, pusimos en claro a que condiciones debía responder el nuevo cuerpo de Grunin y que sobrecargas habría de soportar. Computamos el programa de dicho cuerpo, buscamos análogos en los modelos biológicos y calculamos también las tolerancias máximas y mínimas. Sobre la base de tales estudios nos pusimos a construir a Grunin. Lo hicimos…
Dimov se callo.
— ¿Pereció Grunin? — preguntó Pavlysh.
— Todo no se puede adivinar. Y a quien menos se puede culpar de ello es a Guevorkian. Al crear la bioforma sobre la base de un hombre concreto, debemos recordar que en el nuevo cuerpo queda su cerebro. Toda bioforma es un hombre. Ni más ni menos… Luego vino Drach, y también pereció.
Pavlysh recordó el retrato de Drach en la sala grande de la Estación. A Grunin no pudo recordarlo, pero a Drach, sí, debido, por lo visto, a que era muy joven y de expresión confiada.
— Regresó — dijo Dimov —. Se debía retransformarlo, es decir, devolverle su apariencia humana. Todo debía terminar sin novedad. Pero en Kamchatka, por desgracia, empezó la erupción de un volcán y había que volar el tapón que se había formado en la chimenea, había que meterse en el cráter, penetrar en la chimenea y volar el tapón, ¿comprende? Pidieron a nuestro instituto que ayudara. Guevorkian se negó en redondo. Pero Drach oyó casualmente la conversación. Fue y lo hizo todo, pero no logro volver.
— No querría yo ser bioforma — dijo Pavlysh —. A mi parecer, es inhumano.
— ¿Por qué?
— No sabría explicarlo. Lo creo una aberración. El hombre tortuga…