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—¿Cantar... ? —dijo al fin Calpurna.
—Sí. —La perplejidad de Índigo igualaba la de ellos—. No pretendo poseer un gran talento, pero... —Su voz se apagó. Hollend y Calpurna le sonreían, pero era la sonrisa de unos padres indulgentes enfrentados al insondable razonamiento de una criatura de muy corta edad con la que naturalmente hay que ser indulgente.
—Bueno —declaró Hollend al cabo—. Eso es muy considerado de tu parte, Índigo.
—Sí —intervino rápidamente Calpurna, como agradecida por la iniciativa de su esposo—. Muy considerado. Y desde luego, si deseas tocar y cantar, te escucharemos con agrado. Pero... —Ella y Hollend intercambiaron una mirada por encima de la inclinada cabeza de Koru—. Realmente no es necesario, Índigo. Quiero decir... bueno, la música y el canto carecen de utilidad, ¿no es así? —Dedicó a Índigo una extraña y pálida sonrisita—. ¿Y qué valor tiene algo que carece de utilidad?
Aunque seguramente habrían puesto enérgicas objeciones al término, las personas que ascendían la colina con "toda solemnidad en dirección a la Casa del Benefactor tenían todo el aspecto de peregrinos que se aproximan a un santuario, Índigo, Grimya y Koru adelantaron a tres personas que iban solas y a un pequeño grupo que subía con dificultad en medio del seco y polvoriento calor, y cada rostro mostraba la misma expresión de embelesada ansiedad fortalecida por una bien marcada aureola de farisaica piedad. Ninguno llevaba las bandas blancas de los extranjeros, pero todos excepto una mujer de mediana edad condescendieron a devolver la educada inclinación de cabeza que Índigo les dedicó al pasar. A juzgar por lo que Koru le había dicho, parecía que las visitas regulares a la Casa eran casi una obligación para todo hombre o mujer que tuviera una posición que mantener, y a los extranjeros que también realizaban la ardua ascensión de la colina se los tenía en mayor aprecio —o como mínimo se los despreciaba menos— a causa de ello. Por qué era esto así, y qué tradición tácita atraía a la población de Alegre Labor hasta la Casa una y otra vez durante toda su vida, seguía siendo un misterio para Índigo. Desde luego el lugar carecía de significado religioso, ya que, como no había tardado en empezar a aprender, los conceptos espirituales no tenían cabida aquí. Hollend y Calpurna no pudieron ofrecer otra explicación que no fuera decir que sencillamente se trataba de una tradición, y Koru era demasiado joven para sentirse interesado en el cómo y el porqué. Pero, obsesionada aún por su sueño, la muchacha no podía desprenderse de la sensación de que algo extraño, funesto y —por el momento— inexplicable se encontraba tras la pared desnuda que durante tantos años había ocultado la Casa a la mirada casual.
Siguieron avanzando, alejándose de los otros caminantes. Las empalizadas de Alegre Labor habían quedado atrás ya, y la colina de la Casa, curiosamente simétrica, dominaba la vista, elevándose por encima de la amplia extensión marrón verdosa de campos cultivados. Del edificio en sí poco resultaba visible, ya que la cima de la colina estaba rodeada por una elevada pared de piedra coronada por brutales púas de hierro; sólo la puntiaguda cúspide incrustada de moho se dejaba ver por encima de estas defensas. Koru ascendía por el sendero a paso muy rápido, y aunque Grimya no tenía ninguna dificultad en mantenerse a su altura Índigo empezó a rezagarse. En estas latitudes el otoño venía precedido a menudo por una oleada de calor, y cuando por fin consiguió ascender los últimos metros de pedregosa carretera en pos de Koru el sudor resbalaba abundante bajo sus finas ropas. Había una pequeña puerta de madera encajada en la pared en el punto donde finalizaba la carretera, y un cierto número de visitantes madrugadores aguardaba ya que llegara la hora fijada en que la puerta se abriría para dejarlos entrar. Según el joven de expresión adusta y altiva que Índigo había encontrado esa misma mañana en la Oficina de Tasas para Extranjeros, las visitas de la Casa las realizaban guías autorizados del comité dos veces al día. La primera visita se iniciaba una hora antes del mediodía; la segunda, tres horas antes de la puesta del sol. Una joven pareja que llevaba bandas blancas sonrió a Índigo y a Koru con timidez; los demás hicieron como si no existieran a excepción de algunas miradas desconcertadas y ligeramente reprobadoras en dirección a Grimya, a todas luces preguntándose qué utilidad posible podía tener su presencia allí.
Mientras los últimos rezagados alcanzaban el muro, se escuchó el sonoro chasquido de un cerrojo al otro lado del portillo y la puerta se abrió para mostrar a una mujer diminuta vestida con un severo capote negro y pantalones, con una banda roja sobre el hombro. La mujer no les dirigió ningún saludo de bienvenida, limitándose a decir en tono conciso y bien aprendido:
—Represento al Comité de la Casa del Benefactor, y soy Vuestro guía autorizado. Me llamo tía Nikku. Agradeceré paguéis vuestra entrada y me sigáis.
Sin una sonrisa, se detuvo ante cada uno de los visitantes, con la palma de una mano extendida hacia arriba, y comprobó el valor de cada pieza a medida que le eran entregadas antes de ocultar la recolecta en una bolsa de cuero, provista de un buen cierre.
Índigo y sus dos acompañantes se encontraban entre los últimos de la fila, y al llegar ante ellos tía Nikku señaló Grimya.
—Habéis traído un animal. ¿Con qué propósito?
Índigo hizo una cortés reverencia pero sus ojos brillaron de enojo.
—¿Existe alguna regla que prohíba a los animales entrar a la Casa? —replico.
—No existe ninguna; pero no veo la necesidad de que animal entre Koru, saliendo al paso de posibles problemas, intervino con rapidez.
—La perra está bien adiestrada. Por favor, tía Nikku... También él se inclinó ante la menuda mujer—. Esta nueva extranjera es la doctora Índigo; se aloja con mi padre, Hollend el agantiano. Insistimos, desde luego, en pagar también la cuota adecuada para el animal. —
Y con gran lomo sacó una pieza de gran valor y se la tendió a la mujer.
No obstante su tierna edad, Koru sabía cómo tratar a estas gentes, pensó Índigo cuando tras sólo un segundo de vacilación tía Nikku tomó la pieza y la deslizó al interior de uno de sus propios bolsillos en lugar de añadirla a su abultada bolsa.
—Es una solicitud justa —asintió con un cortés movimiento de cabeza—. Siempre y cuando el animal sea limpio y no haga ruido, su presencia será aceptada.
Reprimiendo una sonrisa, Índigo contempló cómo se alejaba con aire de importancia hasta ponerse a la cabeza de la cola.
—Vamos a empezar —anunció—. Por favor, seguidme. Las preguntas pertinentes pueden hacerse una vez terminada la visita. —Sin dirigir ninguna otra mirada en dirección a Índigo y sus amigos, hizo que los visitantes cruzaran el portillo y penetraran en los terrenos situados al otro lado del muro.
La reacción inmediata de Índigo al obtener su primera visión clara de la Casa del Benefactor fue de sorpresa, seguida rápidamente de otra de desilusión. Por las ávidas descripciones de Koru había esperado una mansión espléndida y lujosa colocada en medio de suntuosos jardines y con un millar de ventanas reluciendo bajo el sol de la mañana. Desde luego la Casa era inusual, pues en lugar de seguir el acostumbrado estilo cuadrado de la arquitectura local estaba construida en forma de hexágono con cuatro pisos, cada piso ligeramente más pequeño que el inmediato inferior y toda la estructura rematada con un tejado voladizo que se elevaba hasta un punto central, a modo de extravagante sombrero picudo. Pero a pesar de su poco corriente estructura el edificio carecía de adornos y era del todo funcional, y los jardines que lo rodeaban no eran jardines de arbustos, césped y árboles sino simplemente una superficie de varios acres de terreno cultivado en los que las cosechas de verduras crecían en reglamentadas hileras. Sin duda, la Casa era grande según los criterios de Alegre Labor, pero aparte de su tamaño y su insólita configuración no había nada en ella que la distinguiera como residencia de un grande y noble gobernante. En realidad, pensó Índigo, en muchos de los países que ella había visitado —en Khimiz, por ejemplo, o incluso en las tierras de labrantío del continente occidental, modestamente prósperas—, el hogar de cualquiera que tuviera un rango superior al de pequeño vinatero o
comerciante menor habría sido construido a mucha mayor escala que esto.
Grimya, que había captado sus pensamientos y los compartía, miró a su alrededor con aire de desconcierto.
«Esto es muy extraño», dijo en silencio. «No hay nada , de grandioso en esta casa. ¿Por qué siente la gente tanta veneración por ella?»
Sí, ¿por qué? Pues lo cierto es que existía un aire de veneración, casi de arrobo, en las expresiones y comportamientos de sus camaradas visitantes, que no coincidía con impresión que Índigo había sacado de los habitantes de Alegre Labor. Incluso los dos jóvenes extranjeros parecían haber quedado atrapados en la atmósfera reinante y, cogido subrepticiamente de la mano, contemplaban el edificio con ojos muy abiertos y llenos de respeto. Tía Nikku, no obstante, no estaba dispuesta a tolerar ociosidad. Dio unas enérgicas palmadas para llamar al orden a sus pupilos y luego empezó a andar a paso ligero un sendero de listones de madera, uno de los varios se entrecruzaban por encima de los lechos de verduras para mantener limpios los zapatos de los visitantes. Tres o cuatro trabajadores laboraban en los cultivos pero ninguno levantó la mirada al paso del grupo, y tía Nikku tampoco les prestó atención. Había iniciado un monólogo que Índigo, situada casi al final de la fila, no podía entender muy bien pero que parecía girar en torno a la productividad del suelo y la diligencia del Comité de la Casa para mantener los niveles más altos. Tras abandonar sus esfuerzos por oír mejor, Índigo se concentró en el escrutinio de la Casa que se alzaba ahora ante ellos. A medida que se aproximaban a la abierta puerta principal, la muchacha decidió que los criterios del comité, por muy profusamente que los alabara tía Nikku, dejaban bastante que E desear; pues, aunque el edificio estaba en buen estado, poco había hecho —si es que se había hecho algo— para mostrarlo en todo su esplendor. Las paredes estaban sin pintar, lo mismo que la puerta, y las ventanas se veían tan mugrientas que resultaba evidente que nadie se tomaba la molestia de limpiarlas. Resultaba otra paradoja, por tanto, que el mayor orgullo y alegría de Alegre Labor se viera desfigurado y menoscabado por tan simple y no obstante fundamental abandono... «Y, sin embargo —se dijo—, puede que esto en sí mismo no sea más que una nueva confirmación de la actitud local. » Después de todo, si la Casa ya no estaba habitada, ¿de qué podía servir limpiar sus ventanas? Simplemente un gasto inútil de tiempo y esfuerzo, como tantas otras cosas que podrían haber convertido en más agradable la vida en este curioso país.
«Existe una palabra para lo que piensas», dijo Grimya, y su voz mental sonó ligeramente desaprobadora. «Pero no puedo recordarla. »
Índigo frunció los labios en una mueca divertida, consciente de lo que quería decir la loba, de cuál era la palabra, y de que no podía ocultar nada a su amiga durante demasiado tiempo.
«¿Cínica? Sí, quizá lo soy, Grimya. Pero, cuanto más me relaciono con las gentes de por aquí, más me cuesta no pensar de esta forma. »
Un peculiar sonido que era el equivalente de Grimya de un suspiro humano resonó en su cerebro.
«Lo sé. Aun así, no creo que piensen y se comporten como lo hacen adrede. Sencillamente no conocen otra forma de actuar. »
«No quieren conocerla», respondió Índigo con firmeza. «Eso es lo peor. Incluso los extranjeros que han vivido aquí cierto tiempo parecen haberse contagiado de la misma enfermedad, el... »
«Índigo», la interrumpió Grimya.
La vanguardia del grupo había llegado a la puerta principal de la Casa, y de improviso la
loba se detuvo, las orejas muy erguidas al frente y el hocico olfateando ansioso.
«¿Qué es?», inquirió la muchacha. «¿Qué sucede?»
«Vi algo, junto a la puerta. Se movía demasiado rápido para resultar claro, y ahora ha desaparecido. Pero tenía todo el aspecto de un niño pequeño. »
Un hombre de edad situado tras ellas carraspeó intencionadamente, e Índigo se dio cuenta de que también ella se había detenido y obstaculizaba el paso a las personas situadas a su espalda. Disculpándose con una inclinación, se hizo a un lado para dejar paso y luego miró a Grimya.
«¿Estás segura de que no lo imaginaste?» «Totalmente segura. Y además huelo algo. No un olor exactamente, pero un..., un... » Intentó hacerse con la palabra pero no lo consiguió. «Ya sabes lo que quiero decir. »
Índigo lo sabía. Algo psíquico; ahora también ella lo sentía mientras contemplaba la entrada situada ya tan sólo a pocos metros. La atmósfera de la Casa se desparramaba exterior, en dirección a ellos..., y rezumaba poder. Se volvió hacia la loba, con expresión anonadada. «Grimya, ¿qué... ?»
—¡No pierdan el tiempo, por favor! —La sonora voz reprobadora de tía Nikku interrumpió la pregunta a medio formular, y al levantar Índigo la cabeza se encontró con una severa mirada de la menuda mujer que la contemplaba desde el umbral—. ¡Todos los visitantes deben mantenerse juntos y no retrasar la visita!
Una vez más Índigo realizó una profunda reverencia. —Mis disculpas. —Y en silencio, dirigiéndose a la loba, lió: «No digas nada más por el momento, Grimya. Pero manténte alerta. Sospecho qué podemos encontrar mucho más lo que ninguna de las dos esperábamos».
—Y ante vosotros podéis ver el lecho en el que el Benefactor descansaba cada noche. Agradeceré toméis nota de este lecho no ocupa más lugar del estrictamente necesario, y también que está situado de tal forma que permite a su ocupante levantarse y llegar a la escalera que conduce a los pisos inferiores sin desperdiciar más que un mínimo de energía.
Tía Nikku hizo una breve pausa para que sus oyentes absorbieran esta información, antes de continuar con su prendido y monótono discurso. —Es un hecho demostrado documentalmente que el Benefactor no necesitaba más que dos horas de sueño cada noche, con lo que ahorraba mucho tiempo que luego podía utilizar en cosas útiles. Este ejemplo es uno que todos haríamos muy bien en seguir, ya que es bien conocido las horas ocupadas en dormir son horas perdidas, y horas perdidas no proporcionan ningún provecho al ocioso. El Benefactor dejó bien claro que quizá no todos tendrían la fuerza necesaria para emularlo en esto, pero esforzarse es ganar, y se le reconoce el mérito a todo aquel que hace lo que puede.
Siguió adelante y el grupo la siguió obedientemente, pasando junto al lecho situado sobre la acordonada plataforma. Sus rostros, incluso los de los extranjeros, mostraban la adecuada expresión de respeto; uno o dos asintieron sabiamente en silencio como saboreando la indisputable verdad de la homilía de tía Nikku. Índigo, en cambio, contempló pensativa la cama desprovista de mantas y sin duda muy incómoda, que se sostenía sobre seis patas achaparradas, y volvió a sentir la punzante sensación de inquietud que había ido creciendo en su interior desde que habían penetrado en el edificio.
No había prestado la menor atención a la ronroneante conferencia de tía Nikku y muy poca a los frecuentes apartes, impacientemente murmurados, de Koru. En su lugar había intentado que sus otros sentidos más sutiles confirmaran lo que ojos y oídos le decían. Y
empezaba a alcanzar una conclusión inquietante, aunque no por completo inesperada.
Al parecer la Casa del Benefactor no era más que un museo, un monumento conmemorativo a un hombre cuya vida había compendiado todo aquello que era más querido por los habitantes de Alegre Labor. La afirmación de Calpurna de que el lugar había sido conservado tal y como era cuando el Benefactor murió no era exactamente cierta, ya que el Comité de la Casa o sus antecesores se habían cuidado de asegurarse de que las reliquias a su cuidado quedaran escrupulosamente resguardadas de dedos curiosos o codiciosos por barreras de cuerda que obligaban a los visitantes a seguir una ruta estrecha y claramente marcada a través de las muchas habitaciones del edificio. Durante casi dos horas Índigo y Grimya habían seguido en silencio a tía Nikku mientras ésta conducía al grupo primero por la cocina, lavandería y salas de abluciones de la planta baja, y después lo hacía ascender por una escalera sin barandilla y que crujía de forma alarmante hasta las salas de trabajo del piso superior, para luego pasar al segundo piso donde se encontraban los dormitorios del Benefactor, sus criados y sus invitados. Todos los pisos eran monótonamente iguales, el mobiliario y los objetos que se exhibían no resultaban más interesantes que los que podían hallarse en cualquier vivienda local, y la escasa luz solar que conseguía penetrar por las altas y sucias ventanas proyectaba una pátina deprimente sobre todo lo expuesto. Pero, a pesar de la insipidez, a pesar de la monotonía, Índigo sabía con una intuición tan infalible como cualquiera de sus sentidos físicos que lo que veían no era más que una ínfima parte de la auténtica escena. Grimya también se daba cuenta, y también, sospechó, lo percibió Koru, aunque no de forma consciente. Durante el desarrollo de la visita había ido vigilando al niño, y ahora creía tener una idea de por qué había estado tan ansioso regresar a este lugar. No eran los objetos lo que le fascinaba, y desde luego tampoco los discursos de tía Nikku. Era la atmósfera de la Casa. Koru todavía no había sido víctima del progresivo virus materialista que impregnaba Alegre Labor; al contrario que sus padres, e incluso que su hermana, era aún lo bastante joven como para ser inmune a la infección de desánimo y tristeza. Había visto los niños fantasmas. ¿Los veía ahora? ¿Sentía al menos presencia? Pues ellos se encontraban allí; ocultos en las sombras, invisibles y silenciosos y reacios a dejarse ver, pero allí estaban. E Índigo creía firmemente que esta isa estaba inextricablemente vinculada a ellos y cualquiera que fuera el reino desconocido y sobrenatural que habitaran.
Un ruido seco la sobresaltó, devolviéndola bruscamente a la realidad, y descubrió que tía Nikku volvía a dar palmas para llamar la atención de todos los reunidos.
—Con esto concluimos la inspección del segundo piso anunció la diminuta mujer—. Nos dirigiremos ahora a la última etapa de nuestra visita subiendo la escalera hasta el último piso. Esta escalera es muy empinada, y aquellos que no se sientan con fuerzas suficientes pueden elegir quedarse aquí si así lo desean. No obstante, a aquellos que posean la energía y la fuerza de voluntad necesarias les aguarda un gran privilegio.