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Nadie deseaba ni admitiría desear quedarse atrás, de modo que la pequeña fila de a dos siguió a tía Nikku hasta el último tramo de escalera que se perdía en la mohosa penumbra sobre sus cabezas. De improviso, Koru extendió el brazo y agarró la mano de Índigo.

¡Ya, verás, Índigo! —le dijo con vehemencia en un aparte— ¡Esta es la mejor parte de todas!

Índigo reprimió una automática advertencia de que tuviera cuidado mientras el chiquillo salía disparado hacia adelante y empezaba a subir, sin prestar atención a las muecas de censura de sus mayores. Ella lo siguió a un paso más sosegado y apropiado al resto del grupo... Y entonces, al acercarse a los últimos escalones, volvió a sentir la misma hormigueante oleada de poder que la había asaltado al aproximarse al edificio. Su mano se cerró con fuerza alrededor de la barandilla y atisbo a lo alto, en un intento de ver más allá de la lenta hilera de personas que ascendían delante de ella. Lo que fuera que se encontrara allí arriba poseía la clave de este misterio, y el corazón se le aceleró con una opresiva sensación de nerviosismo cuando por fin ella y Grimya llegaron al último piso.

En un primer instante pareció como si allí no hubiera nada que mereciera la penosa ascensión desde el piso inferior. La enorme habitación que ocupaba todo el piso estaba rodeada por los seis lados por altas ventanas, tan mugrientas como las otras, que sólo dejaban pasar un débil hilillo de luz, e incluso a pesar de la intensa penumbra Índigo pudo darse cuenta de que carecía casi por completo de muebles. En un ángulo entre dos de las ventanas había algo alto y oval, cubierto con una funda, Índigo no sabía lo que era ni tuvo oportunidad de preguntar, ya que tía Nikku empujaba ya a sus pupilos en dirección al único otro objeto de la sala, que se encontraba en el centro exacto de la habitación.

—Ahora por fin —dijo, y su voz resonó bajo el cavernoso techo que ascendía hasta la cúspide del tejado— hemos llegado ante el último objeto, un objeto que hace que los corazones de los miembros del Comité de la Casa se hinchen con el orgullo del éxito. Con nuestras propias habilidades hemos mantenido esta reliquia en las mismas condiciones en que estaba cuando el Benefactor nos la legó al marcharse. Y es el único..., repito, el único artículo de sus objetos personales que ha sobrevivido al deterioro producido por el paso de los siglos y que puede exhibirse aquí para el bien de todos. —Con un gesto bien aprendido y casi melodramático tía Nikku se hizo a un lado para mostrar el orgullo y alegría del comité... y una sacudida psíquica atravesó el cuerpo de Índigo como la afilada hoja de un cuchillo.

En el centro de la habitación se alzaba una peana que, como todo lo demás en aquel mausoleo, estaba acordonada, pero esta vez con dobles cuerdas como para recalcar que éste no era un artículo corriente sino algo de un valor especial. Sobre la peana había un almohadón, en sí mismo una rareza en Alegre Labor. Y sobre el almohadón descansaba una corona. Estaba hecha de un metal que parecía bronce, y muchas de las afiladas y uniformes puntas que la adornaban estaban rotas o desgastadas por el tiempo. Debía de tener muchos siglos de antigüedad.

Índigo aspiró involuntariamente por entre los apretados dientes mientras su sueño regresaba a su memoria con tremenda claridad. Volvió a ver el rostro del hombre bajo d flequillo de cabellos grises, los ojos oscuros con su engañosa suavidad, la nariz aguileña, la boca de pimpollo. Casi le parecía oír su voz tal y como la había oído en el sueño, tajante y fría, exigiendo saber su nombre y su propósito al venir a Alegre Labor.

Y en su mente, como ecos fantasmales, resonó el sonido de unas risas infantiles...

Tía Nikku no tuvo el menor inconveniente en contestar a las preguntas de Índigo una vez terminada la visita. Resultaba evidente que nada le gustaba más que exhibir sus conocimientos, y pareció considerar que el interés de la extranjera por el Benefactor aumentaba sobremanera su propio prestigio. Pero los esfuerzos de Índigo por descubrir lo que realmente quería averiguar se vieron obstaculizados por la implacable apreciación de la diminuta mujer sobre lo que era pertinente y lo que no.

La idea de que pudiera existir algún retrato o escultura del Benefactor pareció desconcertar a tía Nikku. De la misma forma en que Thia se había mostrado anonadada ante la idea de utilizar joyas como adorno, tía Nikku no encontraba que fuera necesario realizar un retrato de nadie, vivo o muerto, ya que tal cosa no podía poseer la menor utilidad. No, dijo; no se conocían detalles sobre el aspecto físico del Benefactor, y tales detalles carecían de importancia. Todo lo que importaba era que en estatura, energía y vigor había marcado un ejemplo a seguir por todas las personas sensatas. ¿Había sido qué? ¿Un rey? Tía Nikku no estaba familiarizada con la palabra. ¡Ah, un gobernante! Sí, así era, pues en aquella época era la costumbre en la Nación de la Prosperidad que el mando se heredase, pasando de padres a hijos. De todos modos, el Benefactor había comprendido que ésta no era la forma correcta de hacer las cosas. Y, cuando le llegó el turno de tomar el mando, abrazó y reveló la gran verdad de que tan sólo bajo los auspicios de muchas mentes sabias reunidas en comités podrían efectuarse auténticos progresos. Fue así como decretó que, a partir de ese momento, la gente no tendría un único gobernante sino muchos guías, y estos jefes deberían ser escogidos no por su linaje sino por sus méritos. De su brillante ejemplo había surgido, pues, enmienda y mejora, y la supresión de todo aquello que no contribuyera directamente a la superación mediante un trabajo diligente.

Al llegar a este punto Koru empezó a mostrarse inquieto, de modo que, cuando tía Nikku finalizó su sermón e inclinó la cabeza para solicitar la siguiente pregunta, Índigo vaciló cortés, dio las gracias y se despidió. Una vez de regreso por la polvorienta carretera, con otros miembros del grupo filtrándose más despacio por el portillo tras. ellos, Koru dijo:

—Hiciste muchas preguntas, Índigo. ¿Te interesa realmente tanto el Benefactor?

—No, en realidad, Koru, no —sonrió Índigo—. Es sólo que me gusta aprender cosas. Lo siento si te aburriste.

El niño parpadeó sorprendido.

—No me aburrí. Pero yo podría haberte dicho todas las cosas que dijo tía Nikku. Yo también hice esas preguntas cuando mis padres me trajeron aquí. Tuvimos un guía diferente pero nos contó exactamente lo mismo.

—¡Oh! —exclamó Índigo—. Comprendo. —Miró de reojo al chiquillo que caminaba junto a ella—. ¿Te importó volver a escucharlas?

—Ni una pizca. —Koru sonrió ampliamente—. Me gustan. —De improviso levantó la cabeza, y sus ojos, que eran muy brillantes y tan azules como los de Calpurna, se clavaron en los de ella llenos de inocente alegría—. Creo que el Benefactor debió de ser una especie de persona mágica, ¿no te parece?

Grimya lanzó un curioso sonido, rápidamente truncado, al tiempo que Índigo se detenía.

—¿Mágica? —repitió—. ¿Por qué lo dices, Koru?

Una leve nube ensombreció el rostro del chiquillo, como hubiera advertido de repente haber cometido un terrible error.

Bueno, claro —se apresuró a añadir—, todo el mundo sabe que no existen cosas como la magia...

Grimya, consciente de lo que pensaba Índigo en aquellos momentos, intervino en silencio: «Sí; sé sincera».

Índigo se agachó y tomó las manos de Koru entre las MI y as.

—Yo no, Koru. Yo creo en la magia.

—¿Tú crees? —Parecía todavía indeciso, no muy seguro de sí mismo.

—Sí.

El chiquillo reflexionó sobre sus palabras, cauteloso todavía pero deseoso de confiar en ella; deseoso, comprendió ella, de confiar en alguien que compartiera su misma creencia. Por fin el deseo venció a la cautela.

—Bueno... —Arrastró un pie por el polvo—. Bueno..., es esa corona, ¿sabes? La corona del Benefactor. Es mágico; lo percibo. Y siempre creo que..., que si me dejaran tocarla, o sostenerla, yo... —Su voz se apagó y sus mejillas enrojecieron—. Es estúpido. Pero si tan sólo pudiera tomarla, creo que podría ver en el interior de otro mundo, donde las cosas son diferentes y la gente es más feliz.

Sabiduría inconsciente de labios de un niño... Con una punzada de dolor y pena Índigo pensó: «¿Es esto lo que la vida en este país ofrece a todos los que caen bajo su influencia? Tristeza, desánimo; la incapacidad de conocer o experimentar cualquier otro placer aparte de la lúgubre satisfacción del lucro material». Pensó en Thia y su desapasionada y limitada satisfacción ante la perspectiva de un matrimonio con un esposo a quien no había visto nunca pero que disfrutaba de gran mérito en la comunidad y tenía posibilidades de ser rico. Pensó en tío Choai, astuto y codicioso y dispuesto en todo momento a utilizar a otros para la propia promoción. Pensó en Calpurna y Hollend, atrapados en la misma telaraña seductora y ahora incapaces ya de disfrutar del placer por el placer. Sin arte, sin música, sin juegos. Nada que hiciera la vida agradable. Incluso Ellani había sucumbido a la infección, a pesar de no tener más que diez u once años. De todas las almas que había encontrado en Alegre Labor tan sólo Koru mantenía encendida en su interior una brillante chispa. ¿Y cuánto tiempo pasaría, se preguntó Índigo, antes de que la presión resultara excesiva y, también él, se perdiera?

En el fondo de su corazón Índigo creía saber qué se ocultaba tras esta terrible enfermedad, y sólo pensar en ello le provocaba un horrible y helado sentimiento de desesperación. Si estaba en lo cierto, el destino le había jugado una broma terrible, ya que parecía que aquello de lo que huía y que la había empujado a refugiarse en este país había estado aquí todo el tiempo, esperándola; esperando para desafiarla a retomar la misión que tan duramente había intentado abandonar, Índigo había encontrado a su sexto demonio.

En un principio se negó a pensar en ello, intentó incluso negarse a aceptar lo que sabía que era la verdad. Grimya sabía lo que pensaba pero no dijo nada, ya que éste era un dilema que Índigo debía resolver sin que nadie interviniera. Además, la loba no estaba muy segura sobre sus sentimientos acerca de esta cuestión. Hasta hacía un año había sido distinto, pero eso fue antes de su estancia en la Isla Tenebrosa. Grimya seguía reviviendo en sus pesadillas los días pasados en aquella tierra húmeda y sofocante; para ella, la Isla Tenebrosa había sido un infierno en vida, y había sentido un terrible impulso de aullar de puro alivio el día en que por fin pusieron pie en la cubierta de la nave que las iba a conducir lejos de aquellas costas fétidas y plagadas de enfermedades. Pero, antes de marcharse, Índigo había tomado una decisión y dado un paso que había puesto fin a la pauta que sus vidas habían seguido durante más de medio siglo.

Hacía ya mucho tiempo, Índigo había recibido un regalo; un guijarro en cuyo centro vivía y se movía una diminuta e inquieta chispa dorada. Durante cincuenta años ella y Grimya habían ido allí adonde les indicaba la piedra-imán, en pos de los demonios que la mano impulsiva de la misma Índigo había liberado de la Torre de los Pesares, para encontrarlos y destruirlos. Antes de llegar a la Isla Tenebrosa la muchacha jamás se había cuestionado lo que debía hacer, pero aquella prueba y sus repercusiones lo habían cambiado todo. La noche que abandonaron definitivamente la ciudadela del farallón, la muchacha había arrojado la piedra-imán desde lo alto de la elevada escalera al fondo del enorme lago resplandeciente que yacía a sus pies. Era una irónica ofrenda a la siniestra deidad del lago, una forma de dar las gracias por la lección aprendida y, mientras el agua emitía un momentáneo destello al aceptar el tributo, Índigo había tomado una decisión: ya no volvería a dejarse conducir, no volvería a dejar que la mandasen, pues empezaba a comprender tanto la naturaleza como el alcance de sus propios poderes, y tenía intención de utilizarlos para una causa que le importaba más que la caza de demonios. Al derrumbarse la Torre de los Pesares, su amor, Fenran, había quedado atrapado en un limbo de tormentos situado fuera de las dimensiones físicas del mundo; vivo pero fuera del alcance de la muchacha. Durante cincuenta años, mientras se esforzaba por cumplir su misión, Índigo siempre había creído que sólo cuando los siete demonios hubieran sido destruidos podían esperar ella y Fenran volver a reunirse. Pero en la «Isla Tenebrosa había averiguado que esto no tenía por qué ser necesariamente así... y que la elección entre continuar con su misión o dedicarse a un nuevo objetivo era suya y sólo suya.

Para Índigo la elección había estado muy clara. Así pues había dado la espalda a la piedra-imán y a lo que ella consideraba su tiranía y, dejando de lado todo pensamiento de demonios, había jurado que se dedicaría a la única cosa que le importaba más que nada en el mundo: encontrar a Fenran y liberarlo. En la Nación de la Prosperidad había buscado una tregua, tiempo para descansar y recuperarse y preparar sus planes. Pero ahora parecía que, por muy fuerte que fuera su voluntad, aquellas viejas obligaciones no estaban dispuestas a renunciar a su dominio sobre ella, y un nuevo demonio le había seguido los pasos y se alzaba ante ella.

En un primer arrebato de cólera —cólera que, sabía, era íntima compañera del temor— Índigo decidió que no se dejaría arrastrar. Se había hecho un juramento a sí misma y a Fenran; mantendría ese juramento, y ningún demonio ni niño fantasma ni benefactores muertos tiempo atrás la desviarían del sendero escogido. Así pues al día siguiente de su desafortunada visita a la Casa se sumergió en un torbellino de trabajo. Era un desafío, y también la forma más segura de que disponía para deshacerse de los pensamientos, temores y conjeturas que se amontonaban en su cerebro.

Tío Choai se sintió a la vez sorprendido y satisfecho al enterarse, por intermedio de la Oficina de Tasas para Extranjeros, de que la doctora Índigo estaría lista para recibir pacientes en la casa de la plaza del mercado a la mañana siguiente. Thia, que fue a recogerla puntualmente después de la hora del desayuno, le transmitió el mensaje de que tío Choai se felicitaba por la expeditiva recuperación de Índigo, y confiaba —una ligera alusión, pero inconfundible— en que no se produciría una repetición de su desafortunada enfermedad. Mientras se dirigían a la plaza mezcladas con los primeros grupos de personas, Índigo era consciente de alguna que otra mirada disimulada pero llena de curiosidad por parte de la adolescente, y sospechó que Thia lo sabía todo sobre su «lapsus», aunque la muchacha era demasiado educada y reservada para hacer referencia a ello o preguntar.

En la casa del médico la viuda de Huni volvió a recibirlas con una reverencia antes de acompañarlas a la vacía habitación de lo alto de la escalera. La anciana tenía una expresión rígida y retraída esa mañana y se veía una gran actividad en la planta baja: muebles y objetos que se sacaban, hombres que discutían en voz baja pero enérgica. Cuando Índigo preguntó qué sucedía Thia se encogió de hombros con indiferencia y dijo que la viuda de Huni tenía que buscarse nuevo alojamiento aquel día, y sin duda estaba ocupada en vender aquellos objetos domésticos que le quedaban después de que sus hijos e hijas se hubieran llevado la parte que les correspondía.

—¿Adónde irá? —Índigo se detuvo ante la puerta de la habitación del médico y se volvió para contemplar el ajetreo del piso inferior.

Thia volvió a encogerse de hombros, antes de responder: —Eso dependerá de cuántas piezas reciba. Probablemente tendrá suficientes para pagar su alojamiento en casa de su hija menor.

—¿Quieres decir... que tiene que pagar a sus propios hipara que le den cobijo? Thia le dirigió una perpleja mirada. —Claro; es demasiado vieja para trabajar. ¿De qué otra forma podría resultar valiosa si no? —Inspeccionó el astroso dispensario con ojo crítico—. Habrá muchos pacientes esperando. ¿Llamo al primero?

Índigo estuvo ocupada todo el día. En su primera incursión en su nuevo papel había tropezado con muchas suspicacias, pero ahora daba la impresión de que la actitud de la gente había variado un poco. De hecho tuvo toda impresión de que muchos de sus pacientes venían impelidos más por la curiosidad de ver a la médica extranjera que por una auténtica necesidad de sus conocimientos curativos, aunque también era cierto que ningún poder en la tierra habría podido arrancar tal confesión de ninguno de ellos, y se preguntó qué historias habría estado esparciendo tío Choai sobre sus habilidades. Thia se lo tomó todo con tranquilidad, como era de esperar, y, con aire satisfecho que recordaba a tía Nikku, parecía dar por sentado que la popularidad de Índigo aumentaba su propia reputación.

Al mediodía Índigo volvió a decretar una pausa para descansar y tomar algo —esto, informó a Thia, era una costumbre suya a la que todo el que trabajara para ella debía acostumbrarse— y mientras comían (Calpurna había avituallado a Índigo con carne y pan) Thia la sorprendió al empezar a hablar de improviso motu propio.

—Doctora Índigo, ¿se me permite hacerte una pregunta? Índigo levantó la cabeza, sobresaltada, y se tragó precipitadamente la comida que tenía en la boca.

—Desde luego, Thia. ¿Qué quieres saber?

La jovencita inclinó la cabeza con cuidada gratitud.

—Me han dicho —empezó tras una pequeña pausa— que posees un animal. Una perra.

—Es cierto. Se llama Grimya.

—¿El animal tiene un nombre? Ah; eso es... muy interesante. Lo que me gustaría preguntar es ¿para qué te sirve este animal?

Índigo ocultó una leve sonrisa con la mano, gesto que disimuló fingiendo aclararse la garganta.

—Grimya tiene muchas utilidades y aptitudes, Thia. Es una cazadora experta, con lo que puede facilitarme carne; es también mi guardiana, lo que me permite aventurarme por lugares que de lo contrario no resultarían muy seguros para una mujer sola.

—Tal necesidad, claro está, no se plantea en Alegre Labor —dijo Thia con una sonrisa—, aunque comprendo que en otras zonas las normas de conducta son diferentes. —Se produjo otro silencio, y luego agregó—: ¿Podría un animal como ella..., como esta Gri... —forcejeó con el desconocido vocablo—, esta Grimya, ser también útil para vigilar ganado, o incluso conducirlo?