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Índigo empezó a comprender hacia dónde quería ir a parar Thia, e intentó imaginar a Grimya en el papel de perro pastor... o ganadero. Sin comprometerse, respondió:

—Grimya es muy inteligente. Sí, creo que podría hacerlo. ¿Por qué lo preguntas?

—Como creo haber mencionado ya, mi futuro esposo tendrá seis parcelas propias. Esto es suficiente para criar un rebaño rentable, y un perro de fiar para cuidarlo resultaría una gran ventaja. —De repente en los ojos de Thia apareció un curioso destello que Índigo no había visto jamás en ellos—. Se mencionó un regalo, doctora Índigo, lo que te agradezco enormemente. A lo mejor podrías considerar apropiado darme un perro con habilidades parecidas al tuyo...

Cuando la muchacha terminó de hablar, Índigo percibió algo tan inesperado que la sobresaltó. Por primera vez desde que conocía a Thia acababa de detectar algo más que fría y pragmática lógica en su voz; por difícil que resultara de creer, por un instante Thia había hablado con ilusión.

Entonces, mientras seguía contemplando a la adolescente, vio algo que le puso la carne de gallina.

La imagen de una niña empezaba a materializarse en la habitación. Se encontraba justo detrás de la silla en la que estaba sentada Thia y era una figura vaga e insustancial, un espectro, que permitía ver claramente la puerta a través del delgado cuerpecito. La visión sonrió, y unas manos espectrales, como las manos de los niños que la habían visitado aquí dos días antes, se extendieron hacia ella en un gesto de desvalida súplica, los oscuros ojos llenos de muda añoranza. Y, aunque los cabellos eran diferentes, más largos y suaves y no cortados de forma austera, la fantasmal criatura tenía el rostro de Thia.

De los labios de Índigo escapó un sonido; un estertor inarticulado que no pudo contener ni controlar. Thia —la auténtica Thia— se puso de pie de un salto.

—Doctora, ¿sucede algo?

El fantasma se había desvanecido, desaparecido como si jamás hubiera existido. Pero había existido; ella lo había visto.

—Creo que me he atragantado con un poco de comida.

Thia se dirigió hacia la mesa con enérgica eficiencia y cogió un frasco que descansaba sobre ella.

—Yo recomendaría agua para eliminar la obstrucción.

Índigo no la contradijo, tomó el frasco y bebió mientras se esforzaba por recuperar el control de su mente y su cuerpo.

—Gra... —Tragó, tosió, volvió a tragar—. Gracias, Thia. Sí, sí; eso es suficiente, ya estoy bien ahora. —Contempló cómo la muchacha volvía a dejar el frasco sobre la mesa, intentando en vano hacer que el repentino regreso a la normalidad concordara con lo que acababa de ver. En su cabeza, una voz interior gritaba salvajemente en silencio: ¡No! ¡No dejaré que me manejes! ¡Nopermitiré que me gobiernes! ¡Déjame..., déjame tranquila!

—Hablábamos de perros. —Thia volvió a sentarse.

—¿De... perros!

—Sí. —dijo Índigo, parpadeando.

Thia sonrió, y todo rastro de aquella otra Thia momentáneamente melancólica había desaparecido, como si acabaran de borrar de improviso la pizarra de escribir de una criatura. La muchachita ya no pensaba ahora en compañía, amistad o amor. Volvía a ser ella misma, y para ella, como para cualquier buen ciudadano de Alegre Labor, un perro no era otra cosa que una propiedad potencialmente valiosa.

—Aceptaría encantada el regalo de un perro, doctora Índigo —dijo con tranquila indiferencia—. Un animal de esta índole creo que resultaría un bien muy útil.

La tarde, calurosa y húmeda, volvía sofocante la habitación de la casa de Huni, y cuando por fin se despidió el último paciente Índigo estaba tan agotada que todo lo que deseaba era irse a dormir. Thia se había ido ya tras lanzar una nueva indirecta a modo de recordatorio sobre el regalo prometido, y la actividad en el piso inferior también había cesado, Índigo abandonó la casa tan rápido como le fue posible. Con la inquietante experiencia vivida aquella mañana y la anterior visita espectral fresca en su mente no sentía el menor deseo de permanecer en el dispensario más tiempo del necesario; la lúgubre habitación la desasosegaba, y se sintió agradecida de poder salir al ambiente algo más fresco y respirable de la plaza.

El mercado había finalizado su actividad por aquel día, lo que, pensó Índigo mientras miraba al cielo, era natural ya que el sol se había puesto y el cielo había adquirido un amenazador tinte metálico que anunciaba tormenta. Los puestos vacíos del mercado semejaban esqueletos, abandonados en medio de aquella pegajosa atmósfera en la que no soplaba una gota de aire. Ninguna luz brillaba aún en las ventanas de Tas casas, no obstante la falsa penumbra, y de no haber sido por el distante cloquear de las gallinas y la momentánea visión de una mujer solitaria que se alejaba apresuradamente por una de las callejuelas toda la ciudad habría parecido abandonada.

Índigo empezó a cruzar la plaza. Una leve brisa efímera sopló veloz procedente del sudoeste, y a lo lejos le pareció oír un trueno ahogado. Una vez en la calle principal la joven se encontró ya con otras personas que también se apresuraban hacia sus hogares para llegar a ellos antes de que empezara a llover; un muchacho desgarbado pasó a grandes zancadas por su lado sin dedicarle ni un vistazo, una pareja de mediana edad la adelantó andando sobre la acera destinada a las personas de más categoría, y delante de ella una jovencita, con la banda blanca de extranjera casi fluorescente bajo la luz de la tormenta, corría en dirección al enclave, Índigo apresuró el paso a un trotecillo, con la esperanza de alcanzarla. Las puertas del enclave tenían vigilantes durante las horas más bulliciosas del día, y, aunque en teoría sus residentes podían entrar y salir con tanta libertad como quisieran, algunos guardas se deleitaban perversamente en mostrarse difíciles, y dos personas tendrían más posibilidades que una de escapar a pesados retrasos.

La jovencita andaba muy deprisa, y las puertas del enclave estaban ya ante ellas cuando Índigo se encontró lo bastante cerca como para llamarla. La muchacha hizo bocina con las manos, lista para gritar, pero de improviso se detuvo en seco mientras el corazón le daba un vuelco.

Allí donde un momento antes había habido una única figura corriendo delante de ella, había ahora de improviso dos. Y la segunda —cuyo aspecto era exactamente como una versión más joven e infantil de la primera, excepto por el hecho de que Índigo veía claramente las puertas a través de su cuerpo insustancial— volvió la cabeza y la miró.

Un rostro menudo, agraciado y delgado le sonrió con coquetería, y el fantasma saludó con una mano. El corazón de Índigo se detuvo y volvió a latir; la joven cerró los ojos con fuerza y ahogó un juramento.

Cuando volvió a mirar, el espectro había desaparecido.

—Estás muy silenciosa esta noche. —Calpurna cerró la puerta del horno de ladrillos situado junto al fuego de la cocina y sonrió por encima del hombro a Índigo, que se encontraba preparando las verduras para la cena de la familia—. ¿Fue un día agotador?

Índigo devolvió la sonrisa, a la vez que se obligaba a ocultar su preocupación.

—Podría haber sido mucho peor —dijo—. Sospecho que la mitad de mis pacientes sólo acudieron movidos por la curiosidad, para ver a la nueva curandera extranjera.

—No te preocupes —se echó a reír Calpurna—; la novedad pronto pasará y regresarán a sus taciturnas vidas. ¿Están ésas listas? Bien; ponías en la sartén, y encontrarás sal en el tarro de la última estantería de la alacena. Gracias. —Echó una rápida ojeada por la ventana al cielo, cada vez más encapotado. La tormenta no había estallado aún pero el retumbar de los truenos se oía cada vez más próximo y frecuente, y alguno que otro relámpago hacía bailar las sombras en la cocina—. Espero que Hollend tenga el suficiente sentido común como para traer a Koru a casa antes de que empiece a llover. Los tendremos a los dos en cama con pulmonía si los atrapa el aguacero.

—Yo misma temí que me atrapara —repuso Índigo, y una vez más centelleó en su mente la imagen de una jovencita de cabellos rubios ataviada con la banda de los extranjeros corriendo delante de ella por el sendero. Una y otra vez intentaba borrar la imagen de su cerebro, y una y otra vez ésta regresaba...

Se mordisqueó el labio inferior.

—Calpurna, ¿cuántas familias viven en el Enclave de los Extranjeros?

La mujer pareció algo sorprendida por el cambio de tema, pero no hizo preguntas.

—Oh... yo diría que una docena.

—¿Las conoces a todas?

—Bueno, todos nos hablamos, claro, porque estamos todos aquí aislados en cierta forma; después de todo, si tuviéramos que depender de los lugareños para la vida social... —Una ceja enarcada subrayó con elocuencia las palabras de Calpurna—. Pero no diría que muchos de ellos sean buenos amigos. ¿Por qué lo preguntas?

—Es simplemente que otra persona entró en el enclave delante de mí. —Índigo esperó que su voz sonara indiferente y no levantara las sospechas de Calpurna—. Una chica, un poco mayor que Ellani, de cabellos rubios. Sencillamente me preguntaba quién sería.

—Cabellos rubios... ¿Más o menos a la altura de los hombros? Ah, entonces probablemente se trataba de Sessa Kishikul, la hija de los comerciantes de minerales. —Se produjo una pausa—. ¿Hablaste con ella?

—No.

Calpurna meneó la cabeza juiciosamente. —Es una criatura extraña. Bastante triste, en realidad. La familia proviene de Scorva; personas decentes, aunque tienden a ser algo reservados. Hay algo que no es normal en Sessa, me parece. —Se golpeó la sien—. En su cabeza. No sé cuál es la palabra adecuada, pero la pobrecilla debe de tener ya diecisiete años, y todavía tiene el cerebro de una criatura.

El pestillo de la puerta chasqueó en ese momento, y Ellani entró en la habitación. Dos pequeñas lecheras de metal se balanceaban de un balancín pasado sobre sus hombros, y mientras las depositaba con un suspiro de alivio sobre las baldosas del suelo anunció: —Padre y Koru vienen de camino. Los vi cruzar las puertas.

—Menos mal. Vamos, dame el agua. —Calpurna tomó los recipientes y añadió algunos sarcásticos comentarios sobre el Comité de los Extranjeros y su imposición de instalaciones tan primitivas e inconvenientes—. Ve a lavarte las manos; luego puedes poner la mesa. Oh, Ellani... Tú conoces a Sessa Kishikul ¿verdad?

—Sí —respondió Ellani con expresión cautelosa. —Claro que la conoces; das clase con ella. ¿Cuántos años tiene?

—No lo sé —repuso Ellani, encogiéndose de hombros—. Rosiris Pia dice que tiene dieciocho, pero no puede ser cierto. No se comporta como un adulto. De todos modos, nunca me relaciono con ella.

Tras tal aplastante declaración Ellani abandonó la cocina, y mientras lo hacía un rayo volvió a centellear en silencio en el exterior. Quizá se trató de una ilusión producto del momentáneo destello en la habitación —e Índigo intentó convencerse de que no podía haberse tratado de otra cosa— pero, por un instante, le dio la impresión de que otra Ellani la miraba por encima del hombro y le lanzaba una sigilosa sonrisa conspiradora.

Los acontecimientos de aquel día, como Índigo no tardó en descubrir, fueron sólo el principio y apenas una leve muestra de lo que tenía que venir. A partir de la mañana siguiente todas las horas de su actividad diaria se vieron implacable y alarmantemente perseguidas por cada vez más de aquellas visiones espectrales.

En un principio no encontró una pauta para las apariciones. Parecían manifestarse en cualquier momento y cualquier circunstancia, y no parecía existir un denominador común que uniera una con otra. Un muchacho que cruzaba la plaza del mercado con un rebaño de ovejas, golpeando a las que se desmandaban con un pesado bastón sin dejar de gritar a sus animales con voz ronca, tuvo de repente un gemelo que bailaba y saltaba a su lado. A un anciano con una banda azul que denotaba su categoría superior, al que guiaba por la calzada reservada un criado de rostro avinagrado, lo siguió por unos instantes una juvenil y transparente caricatura de sí mismo. Una madre, terriblemente recelosa de la forastera, pero impelida por la necesidad, le llevó a un niño con una pierna llagada para que se la curara, y por un momento Índigo tuvo la impresión de que eran dos los niños que tenía delante en lugar de uno solo. Durante todo aquel primer día las manifestaciones se volvieron más y más frecuentes, y con la llegada de la tarde los nervios de la muchacha estaban a punto de estallar. Ni en casa de Hollend pudo encontrar reposo, ya que en dos ocasiones vio a Ellani seguida por una sonriente melliza.

Finalmente se dio cuenta de que existía un denominador común, y ese denominador era la infancia.

—O más bien no la infancia en sí —dijo a Grimya; eran altas horas de la segunda noche y ambas se encontraban sentadas sobre la cama de la habitación—, sino una mente infantil. ¿Recuerdas lo que te conté sobre el anciano y su criado? Era evidente que apenas podía valerse; me da la impresión de que su mente debe de haber retrocedido a la infancia como sucede a veces con la gente mayor. Luego tenemos a la hija del comerciante de minerales, Sessa Kishikul. Calpurna dice que está enferma, que su cerebro es todavía el de una niña pequeña. Y todos los otros... —Se interrumpió, recapacitando. Ellani, Thia, el pastor, el paciente de la pierna llagada... Sí, tenía razón—. Todos los demás eran niños. Todos ellos.