122646.fb2 Espectros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

Espectros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

—Entonces, pi... piensas —dijo la loba con su voz gutural— que únicamente los niños tienen estos extrrraños dobles?

—Sí; o a lo mejor... —Otra posibilidad acechaba en un rincón del cerebro de Índigo pero no se veía capaz de enunciarla—. No lo sé, Grimya. Puede que ésos sean los únicos que vemos.

Grimya permaneció silenciosa un buen rato. También ella había presenciado estas manifestaciones, no sólo en compañía de Índigo sino también en la de Koru, pues sin nada que pudiera interesarle en la casa del médico se había aficionado a acompañar al niño a los campos de labor, donde encontraba abundantes oportunidades de ser útil. Lo que no sabía era si Koru había visto a los fantasmas. Además, existía otra cosa; algo que empezaba a desconcertarla.

—¿En qué piensas? —preguntó por fin Índigo.

Grimya parpadeó y clavó la mirada en el espacio cuadrado de la ventana en el que sólo se veía la tenue luz de las estrellas.

—Pen... saba dos cosas —repuso despacio—. Primero, me preguntaba cómo es que nosotras vemos a estas criaturas fantasmales mientras que otros no lo hacen. Y luego, también me preguntaba cómo es que Koru no parece tener Uno de estos dobles.

Índigo la miró sorprendida al darse cuenta de que era cierto. De todos los niños de Alegre Labor, Koru era desde luego el que tenía más probabilidades de atraer un gemelo fantasma; sin embargo, hasta el momento tal gemelo no había hecho su aparición.

—He pas... sssado muchas horas con Koru en los campos —añadió la loba, volviendo la cabeza para mirar a Índigo—. Pero jamás he visto nada.

—No; ni yo tampoco. No obstante, es mucho más criatura que Ellani; uno pensaría, ¿no te parece?, que sería más lógico que fuera él quien tuviera un doble espectral y no ella.

—A menos —acotó Grimya, pensativa—, que no necesite uno.

Índigo volvió a clavar la mirada en ella. —¿Qué quieres decir, Grimya? La loba sacudió la cabeza.

—No lo sé. No es más que una idea, ¡y no sé por qué! se me ha ocurrido. Pero parece que a lo me... jor Koru no ha crecido lo suficiente para que esto le suceda. —Se lamió el hocico, como hacía a menudo cuando se sentía perpleja—. Cuando yo era un cachorrillo, no necesitaba buscar cosas de que maravillarme; lo encontraba en todas las cos... sas. Fue cuando crrrecí que la sensación de asombro empezó a des... saparecer a medida que aprendía que E la vida puede ser muy du... ura. Ahora, lo que yo me pregunto es si estas personas que tienen mentalidad de niños han aprendido también que la vida es du... ura.

—¿Y Koru no? —Índigo empezó a comprender lo que quería decirle.

—Ssssí. Al menos, ésa es la única respuesta que se me ... ocurre.

No obstante el calor de aquella noche de otoño, Índigo sintió de repente un terrible escalofrío. No era por lo que Grimya había dicho, no era nada lógico o explicable; pero sintió, sin saber cómo o por qué, que alguna inteligencia cuya naturaleza aún no entendía se reía de ella con suavidad pero de buena gana.

—¿Entonces qué son? —susurró, y el escalofrío apareció en su voz, proporcionándole un peculiar tono tembloroso que no pudo reprimir—. ¿Qué son esas criaturas espectrales?

—No podemos estar seguras —respondió Grimya con un débil gemido—. Pero si lo que he dicho es cierto... entonces crrreo que son los fantasmas de lo que estas personas podrían haber sido.

Como si la misma inteligencia que se había reído en el cerebro de Índigo hubiera decidido ahora fastidiarla y burlarse de ella, los fantasmas empezaron a aparecer más a menudo y con mayor nitidez. Casi todos los niños o adolescentes con los que Índigo se encontraba, en la calle, en la plaza o en su propio dispensario, eran seguidos por un sonriente gemelo que la llamaba, que le suplicaba, que le enviaba un silencioso llamamiento al que ella daba la espalda con energía mientras el corazón empezaba a latirle con fuerza otra vez. Y por la noche los niños fantasma regresaron. Grimya fue la primera en oírlos, y se despertó bruscamente de su sueño para correr a la ventana. Con las patas delanteras sobre el alféizar, clavó los ojos en actitud defensiva e inquieta en la vacía oscuridad por la que nada se movía; luego se volvió para mirar al interior de la habitación y se encontró con Índigo, también despierta, que escuchaba el pequeño coro de voces que le susurraban: «Ven con nosotros, ven a jugar, juega con nosotros». A la mañana siguiente empezaron a ver breves atisbos de menudas caritas tristes, pero a la vez ansiosas, que miraban furtivamente desde detrás de un puesto del mercado, o desde el centro de una gavilla de maíz, o que le sonreían desde los lóbregos rincones de la escalera mientras Índigo ascendía hasta su consulta en casa del médico. Tras tres o más días de lo mismo, en los que los rostros y las llamadas se volvieron más nítidos si cabe, Índigo comprendió que aquella inteligencia, ese algo, se iba apoderando despacio pero sin tregua de ella.

Se resistió; luchó contra ello con todas sus fuerzas. Fuera lo que fuera o lo que quisiera, ella estaba decidida a no atender a sus impertinencias. Los demonios podían atormentar sus sueños pero ya no poseían el poder de manipularla. No se dejaría tentar, no aceptaría el desafío. Había acabado con los demonios —había hecho esa solemne promesa en la Isla Tenebrosa— y ya no quería saber nada más de ellos. Todo lo que quería, todo lo que ansiaba, era paz; paz para recuperar su resolución interior, y obtener las fuerzas y la orientación necesarias para embarcarse en su nueva misión: la búsqueda de Fernán.

Para aumentar sus tribulaciones, pero a un nivel más prosaico, había habido algún problema con referencia a la viuda del doctor Huni. Según Thia, y tal y como había pronosticado, la anciana vivía ahora con su hija menor, pero al parecer el arreglo no había resultado muy satisfactorio, ya que la viuda —cuyo nombre, averiguó Índigo, era Mimino— se dedicaba a regresar a su antigua casa. No intentaba entrar en ella sino que se limitaba a permanecer en la plaza del mercado a una prudente distancia de la puerta, con los ojos fijos en el piso superior donde trabajaba la muchacha. En dos ocasiones, al descubrirla allí, Índigo bajó y salió a la plaza, con la intención de hablar con ella e invitarla a entrar en la casa que había sido su hogar durante tantos años. Pero en cuanto aparecía en la puerta Mimino sacudía la cabeza como si la reprendiera, realizaba una curiosa reverencia ladeada a modo de disculpa y se alejaba a toda prisa antes de que Índigo pudiera acercarse lo suficiente para hablar. Thia se encogía de hombros ante la preocupación de Índigo y decía que, como la anciana estaba senil, era un ser inútil, y que la doctora no debía malgastar su tiempo con alguien que ya no tenía ningún valor, y por último inquina si estaba lista para recibir al siguiente enfermo. Pero la diminuta y triste figura de Mimino siguió persiguiendo a Índigo igual que lo hacían los niños fantasmas, y ésta no podía olvidar la expresión melancólica de los ojos de la viuda mientras montaba guardia fuera de la casa que en una ocasión había sido su hogar.

Dos noches más tarde, Hollend y Calpurna fueron convocados —no existía, dijo Calpurna con acritud, otra definición para ello— a una recepción organizada por el Comité de Extranjeros. Tales acontecimientos se celebraban tres o cuatro veces al año y eran, como añadió Calpurna con aún mayor rencor, una excusa para que los tíos y tías de las esferas superiores aceitaran los engranajes del comercio extranjero que mantenía en pie su miserable comunidad, y exigieran el pago por los favores realizados y las concesiones hechas. Hollend, más optimista que su esposa, dijo que el acontecimiento era sencillamente una rara oportunidad de comer comida pasable a cargo del comité y de preparar el camino para nuevas y provechosas transacciones. Pero no era lugar para niños, de modo que ¿sería Índigo tan amable de cuidar de Koru y Ellani aquella noche, ocupándose de su cena y asegurándose de que se acostaran a su hora?

Índigo aceptó encantada, pues le pareció que sería una mínima forma de recompensar a los agantianos por la hospitalidad que hasta la fecha le habían impedido retribuir. En aquellos momentos tenía amasada una pequeña fortuna en fichas, pues tío Choai había regresado a la casa y, con gran aparatosidad, le había hecho entrega del pago por sus servicios como médica; todo en Alegre Labor tenía su precio y las artes curativas no eran una excepción, aunque Índigo sospechaba que un buen porcentaje de las cuotas de los pacientes iba a parar a los amplios bolsillos de tío Choai. Pero Hollend y Calpurna siguieron sin querer aceptar una sola pieza como recompensa. Ella era su invitada, dijo Calpurna, y también su amiga. Incluso en esta tierra incivilizada conservaban las pautas de comportamiento de Agantia, y una invitada y amiga no pagaba dinero por su estancia.

Los anfitriones de Índigo abandonaron la casa bajo un cielo que se tornaba negro no sólo por la puesta de sol sino también por la proximidad de otra tormenta. Calpurna masculló que parecerían dos pollos mojados cuando regresaran, pero Hollend le recordó con sensatez que en esa época del año no podían esperar otra cosa y que ello no perjudicaría a las cosechas, Índigo contempló cómo se alejaban hacia las puertas del enclave discutiendo alegremente, y luego cerró la puerta. En el interior de la casa encontró a Koru que iba de ventana en ventana, cerrando y asegurando con sumo cuidado los postigos interiores. — ¿Crees que es buena idea, Koru? —le preguntó con una sonrisa—. Hace bastante calor esta noche; no queremos asfixiarnos.

El chiquillo volvió la cabeza hacia ella con una mezcla de inquietud y turbación, y Ellani, que cosía sentada a la mesa, dijo despectiva:

—Le dan miedo las tormentas. Uno pensaría que ya es lo bastante mayor para eso, pero no es así.

Las mejillas de Koru enrojecieron, e Índigo lanzó a Ellani una penetrante mirada.

—Bueno, la verdad es que no creo que sea nada de lo que avergonzarse, Ellani. —Señaló a la loba, que había entrado tras ella—. Las tormentas también ponen nerviosa a Grimya.

Y en silencio añadió: «Por favor, perdona la mentira, cariño, pero lo hago por Koru».

«No me importa», comunicó Grimya. «Aunque no comprendo por qué se muestra Ellani tan cruel. No es propio de ella. »

Una expresión de alivio apareció en el rostro de Koru, que se iluminó como si amaneciera, y el niño repuso con valentía:

—Estaré bien, Índigo. Grimya y yo nos consolaremos mutuamente.

—Eso está bien, —Índigo le sonrió—. Ahora, lo mejor será que nos ocupemos de la cena. Ellani, ¿te importa dejar tu costura y preparar la mesa? —No, Índigo.

Ellani seguía contemplando a Koru, y su rostro mostraba una expresión sorprendente: entre enojada y resentida, pensó Índigo, y con un inexplicable atisbo de temor. Desconcertada pero no deseando provocar un escándalo haciendo preguntas a la chiquilla, se dirigió a la cocina. La tormenta estalló mientras comían. Incluso a través e los postigos el primer fogonazo de luz irrumpió tan súbitamente en la habitación que Koru dio un salto y volcó el vaso de zumo de frutas diluido. Mientras el trueno retumbaba por encima del techo de la casa, Ellani levantó los ojos al cielo en un gesto de exasperación, y se puso en pie.

—Iré a buscar un trapo —anunció en el tono de voz de quien está hastiado de la vida—. Eres tan torpe...

Grimya dirigió a Índigo una significativa mirada mientras la chiquilla abandonaba la habitación con aire enojado; luego lanzó un ahogado gemido y, colocándose bajo la mesa, se apretó contra las piernas de Koru. El niño se inclinó a acariciarla.

—Estoy bien —dijo al cabo con voz débil—. De verdad. Es que me sobresaltó.

—Lo comprendo. Escúchame, acaba tu cena deprisa y buscaremos algo que hacer que te impida pensar en la tormenta.

Ellani regresó entonces y se habría puesto a limpiar la mesa con gran teatralidad de no haber sido porque Koru le arrebató el trapo y tozudamente se puso a hacerlo él mismo. Volvió a dar un respingo cuando un segundo relámpago centelló en la habitación pero se mordió el labio inferior, llevó el trapo de regreso a la cocina y se sentó de nuevo a la mesa para terminar su comida. La cena concluyó en una atmósfera de hostilidad tácita entre las dos criaturas, e Índigo se sintió agradecida cuando por fin se pudo limpiar la mesa y buscar otra distracción. Ellani volvió a tomar su costura y se sentó cerca de la lámpara más grande, donde la luz era mejor.

—Bien —dijo Índigo—, ¿ahora qué os gustaría hacer?

—Koru debería irse a dormir dentro de poco —le respondió Ellani.

Koru la miró con ansiedad.

—No quiero irme a la cama. ¡No podría dormir, Elli, no podría, no hasta que haya pasado la tormenta!

—¡No seas tan estúpido! No son más que truenos, no pueden hacerte daño. Piensa en nuestros padres; ellos tendrán que venir andando desde la Casa del Comité en medio de la tormenta, pero ¡no tienen miedo!

Índigo decidió que había llegado el momento de poner fin a la discusión.

—No, Ellani —dijo, aunque sin dureza—, me parece que podemos hacer una excepción por una vez, especialmente ya que tu madre no está aquí. Con toda seguridad la tormenta no durará mucho —el estrépito de un nuevo trueno desmintió sus palabras, pero ella continuó adelante— y hasta que pare encontraremos una forma de distraernos con algo.

—Muy bien, como quieras —respondió Ellani con un encogimiento de hombros—. ¿Qué hacemos?

—Bueno... tengo mi arpa arriba. Podría tocarla para vosotros, y a lo mejor podríamos cantar algunas canciones.

—Yo no sé ninguna canción —replicó Ellani.

—¡Yo sí! —El rostro de Koru se iluminó—. Yo sé una...

Su hermana se revolvió contra él.