122646.fb2
—Ellani los ha visto, aunque finge que no. Como quiere creer lo que todo el mundo le dice, está asustada, y por eso se enoja tanto si intento hablar con ella de esto. Creo... —Con expresión repentinamente furtiva, se arrastró más cerca de Índigo—. Creo que sabe que hay algo que la sigue, y ha estado intentando hacer que se vaya.
—¿Lo ha dicho ella?
—No. Pero la he visto mirar por encima del hombro a veces como si notara que hay algo detrás de ella, y luego se marcha escalera arriba y no quiere hablar con nadie durante horas, y a veces la he oído llorar. Creo...
Un peculiar sonido procedente de Grimya, medio gruñido y medio gañido ahogado, lo interrumpió a mitad de la frase. Alertada en ese mismo instante por una veloz pero desesperada advertencia procedente del cerebro de la loba, Índigo levantó la cabeza.
Ellani estaba en el umbral, al pie de la escalera, donde no llegaba la luz de la lámpara. Su rostro mostraba una expresión de furia e indignación y, mientras Koru se volvía al ver la reacción de Índigo, Ellani cruzó la habitación y agarró al chiquillo por los cabellos.
—¡Eres un mentiroso horrible y repugnante! —chilló—.
Contando historias a mis espaldas... Te pegaré, te mataré...
—¡Ellani!
Índigo se puso en pie de un salto, dejando caer el arpa al suelo al incorporarse para separar a las dos criaturas. Grimya, prefiriendo mantenerse al margen, se escabulló rápidamente a un rincón mientras Índigo separaba a Ellani de su hermano. Koru se acurrucó asustado en tanto Ellani retrocedía tambaleante; entonces la chiquilla se revolvió de improviso contra Índigo.
—¡Déjame! —gritó, el rostro contorsionado por lágrimas de rabia mientras intentaba deshacerse de las manos de Índigo que la sujetaban—. ¡Eres tan mala como él! ¡He oído todo lo que has dicho, y son todo mentiras!
—¡No, no es verdad! —le espetó Koru, recuperada la confianza ahora que no estaba bajo ataque directo—. ¡Es cierto y sabes que lo es! Simplemente finges que no lo es.
—¡No es verdad! ¡Eres tú quien... !
—¡Basta! —La voz de Indigo sonó enojada; sacudió a Ellani y luego señaló a Koru con la mano libre—. ¡Tú también, Koru, cállate! —ordenó con severidad.
Se produjo un silencio lleno de resentimiento, mientras los niños clavaban la vista en ella y luego se miraban entre sí. Entonces, con tiesa dignidad, Ellani se desasió de su mano.
—Me disculpo por haber perdido los nervios —dijo con una vocecilla tensa y distante; sus ojos, al encontrarse con los de Índigo, reflejaban un odio total—. Iré a mi habitación hasta que regresen mis padres. —Luego una desagradable sonrisita triunfal afloró a las comisuras de sus labios—. Pero cuando regresen pienso contarles exactamente lo que ha sucedido. Koru volverá a oír hablar de esto, Índigo... ¡y tú también!
Sin esperar una respuesta dio media vuelta sobre sus talones y, con la cabeza bien erguida, abandonó la estancia.
—Así pues estoy seguro, Índigo, de que comprendes nuestros sentimientos. —Hollend se negaba a mirar a la joven directamente a los ojos durante más de unos segundos cada vez—. Sencillamente no podemos permitir que este tipo de cosas vuelva a suceder, y Koru es un chiquillo muy impresionable. No estoy de acuerdo en ser demasiado estricto con los niños, pero me parece que ha llegado el momento de poner fin a esto.
—Lo comprendo, claro. Sólo siento haber sido la responsable de todo este trastorno.
—Tú no tienes la culpa, Índigo —dijo Calpurna con firmeza—. Koru fue totalmente responsable de ello, y debe aprender que estas estúpidas ideas no se le van a tolerar más. Ahora —se puso en pie—, no se hable más. Los niños deben de dormir ya, así que en mi opinión deberíamos irnos a la cama y dar el asunto por finalizado.
Índigo asintió, pero no obstante las apaciguadoras palabras de Calpurna sabía que en aquellos momentos no era santo de la devoción de sus anfitriones. Puede que no la culparan a ella directamente de lo sucedido, pero estaba claro que no podían comprender por qué ella había animado a Koru en lo que consideraban insensatas y censurables fantasías. Ellani les había relatado con desconcertante exactitud todo lo que había escuchado, y Koru había recibido una severa y deshonrosa reprimenda de ambos progenitores antes de ser enviado hecho un mar de lágrimas a su habitación. Para mortificarlo aún más, Calpurna le había hecho prometer que nunca pondría en un aprieto a Índigo ni la comprometería pidiéndole que tocara el arpa y cantara para él, y, sobre todo, jamás volvería a incitar a su invitada a hablar de cosas tan disparatadas e inexistentes como fantasmas de otros mundos.
Ellani, mientras seguía a su hermano con toda seriedad escalera arriba, había lucido una expresión farisaica que dejaba bien claro lo satisfecha que se sentía de lo llevado a cabo aquella noche. No había dirigido la palabra directamente a Índigo desde el regreso de sus padres, pero era evidente que creía que no había hecho más que lo que era su obligación.
—No la comprendo —dijo Índigo a Grimya, cuando todos estuvieron en la cama por fin y la casa quedó en silencio—. Parecía..., no sé, casi vengativa. No creí que Ellani tuviera un lado así.
«El miedo es algo muy poderoso», observó Grimya en silencio. «Puede crear rabia de la nada, y transformar a los seres más amables en crueles. » Volvió la cabeza hacia su amiga. «Las dos lo sabemos por propia experiencia. »
—Supongo que es cierto. Pero es tan joven... —Suspiró—. Tengo que intentar arreglarlo, Grimya. Debo intentar que las cosas se arreglen entre los dos niños, y entre Koru y sus padres.
«Se fue a la cama llorando», dijo Grimya. «No es justo que sea él quien tenga que sufrir cuando no ha hecho nada malo. »
—Estoy de acuerdo. Intentaré compensarlo de alguna forma, aunque la Madre sabe cómo podré hacerlo.
Aunque Hollend y Calpurna no se lo habían dicho directamente a ella, se habían mostrado muy claros: no habría más música para Koru, ni canciones, ni cuentos, ni juegos o pasatiempos inocentes. Eso, pensó Índigo mientras se tumbaba lentamente en la cama para intentar dormir, dejaba muy pocas cosas con las que alegrar el corazón de un chiquillo.
Pensaba que no podría dormir aquella noche, pero el sueño llegó por fin y cuando despertó se encontró con que una desvaída luz diurna se filtraba ya a su habitación desde un cielo descolorido y encapotado. Grimya no estaba; abajo se oía ruido y, como no sabía qué hora era, Índigo se vistió deprisa y descendió por la escalera.
Se encontraba casi al final de la escalera cuando se dio cuenta de que se escuchaban muchas voces en la sala principal. Oyó a Calpurna, con voz aguda y agitada, y luego unas voces desconocidas que se expresaban en la lengua local. Al cabo de un segundo la puerta de la calle dio un golpe; enseguida se abrió la puerta interior y aparecieron dos personas. Una, un desconocido, atravesó la habitación corriendo hasta la cocina; la otra era Ellani.
Ellani vio a Índigo y se detuvo. La expresión de la chiquilla dejó perpleja a Índigo, que preguntó vacilante:
—Ellani..., ¿qué sucede? ¿Pasa algo?
—Oh, sí, claro que pasa algo. —Ellani la miró con franco disgusto—. Koru se ha ido. No ha dormido en su cama. Ha desaparecido... ¡y es todo culpa tuya!
Fue Grimya quien alertó a la familia. Se había despertado al amanecer, como siempre, y se había encaminado en silencio al diminuto dormitorio de Koru, pensando que a lo mejor lo encontraría despierto y esperando poder animarlo un poco. Koru no estaba allí, y con sólo una mirada a la cama, pulcra e intacta, la loba comprendió al instante que la ausencia del niño no se debía simplemente a que se había levantado antes incluso que ella y salido al exterior.
Grimya no perdió el tiempo. No quiso despertar a Índigo, le explicó más tarde, porque estaba cansada y necesitaba dormir; así pues corrió directamente a la habitación donde dormían Hollend y Calpurna, y gimoteó y arañó la puerta hasta que consiguió que despertaran; luego los condujo a la habitación de Koru para que vieran lo sucedido por sí mismos.
Índigo deseó que Grimya la hubiera despertado, pero ahora ya era muy tarde para lamentarse. Apenas si había transcurrido una hora desde que la loba había hecho su descubrimiento, pero toda la casa estaba ya alborotada. Lo primero que había hecho Hollend fue despenar a sus vecinos, y rápidamente habían registrado el enclave. Se tardó muy poco en comprobar que Koru no se encontraba allí, y tan pronto como esto quedó claro se envió corriendo a la Oficina de Tasas al larguirucho hijo mayor de uno de los vecinos para que comunicara la noticia de la desaparición de Koru. Dos tíos y una tía del Comité de Extranjeros hicieron su aparición casi de inmediato, y Hollend, con expresión sombría e interrumpido frecuentemente por la aturullada Calpurna, les relató lo sucedido la noche anterior y comunicó que había llegado muy a su pesar a la ineludible conclusión de que Koru había huido.
A pesar de toda su pomposidad y formalismos, cuando se trataba de una emergencia los funcionarios del Comité de Extranjeros estaban bien organizados y reaccionaban con rapidez. Cuando Índigo entró en escena se había reunido un pequeño ejército de adolescentes, trabajadores del campo e incluso algunos de los tíos y tías más jóvenes que no consideraban la tarea por debajo de su dignidad, y tío Choai, que parecía haberse hecho cargo, se dedicaba a dar instrucciones para el registro de Alegre Labor. Los vecinos de la familia en el enclave, informó Hollend a Índigo, habían formado ya un grupo de búsqueda propio y habían salido hacía pocos minutos. Toda ayuda sería bien recibida, agregó Hollend, y, tras una mirada a su rostro cansado y a Calpurna —despeinada y aturdida y próxima a la histeria—, Índigo no hizo ningún intento de consolarlos y se limitó a decir:
—Dime dónde puedo ser más útil.
Se la asignó a uno de los grupos que partían a registrar los campos que rodeaban Alegre Labor, un grupo escogido por su juventud y energía. La sorprendió ver que Thia se encontraba en él; al ver a Índigo, la adolescente le dedicó una grave inclinación y sacudió la cabeza de una forma que venía a expresar tanto educada simpatía por Hollend y Calpurna como tácita desaprobación por la precipitada huida de Koru.
Habían abandonado la casa y se acercaban a las puertas del enclave cuando una menuda figura solitaria hizo su aparición, cojeando decidida hacia ellos, Índigo se asombró al reconocer en ella a Mimino, la viuda del doctor Huni, y se sobresaltó aún más cuando mientras el grupo pasaba a toda prisa junto a la anciana ésta gritó con voz aguda:
—¡Doctora!
Todo el mundo volvió la cabeza, enarcando las cejas. Índigo dejó el grupo y fue al
encuentro de Mimino.
—Señora... —Le dedicó una cortés reverencia—. ¿En qué puedo ayudaros?
La mirada de Mimino se movió de un lado a otro y al fin se fijó en un punto algo a la derecha de Índigo.
—A casa de mi hija ha llegado la noticia sobre el pequeño extranjero —dijo furtivamente—. Por lo tanto se me ha ocurrido que la doctora no estará en su puesto hoy. Si lo deseas, esperaré en la plaza para informar a los pacientes de la doctora del motivo de su ausencia.
Índigo se sintió conmovida por la preocupación que Mimino intentaba sin demasiado éxito ocultar.
—Sois muy amable, señora. Pero no quisiera causaros ninguna molestia.
—No es molestia. —Por un instante, y con curioso candor, Mimino la miró directamente a los ojos—. No tengo otra cosa que hacer. Y me alegraría, por el bien del pequeña, ser de alguna utilidad.
Índigo vaciló un instante; luego, llevada por un impulso, extendió los brazos y aferró las arrugadas manos de la anciana.