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—Te estoy agradecida, Mimino —dijo—. Gracias. Eres muy amable.

Mimino liberó las manos e intentó quitar importancia al hecho con un gesto de humildad.

—No, no. No es nada. —Pero se la veía agradecida—. Lo que importa es que se encuentre al pequeño. Te deseo buena suerte, doctora Índigo. —Luego, ante el total asombro de la muchacha, le dedicó una sonrisa que iluminó todo su rostro como una estrella—. Sí, te deseo buena suerte. Y, sin esperar la respuesta que hubiera podido darle Índigo, se dio la vuelta y se alejó cojeando en dirección a las puertas del enclave.

Los grupos de búsqueda regresaron a la Oficina de Tasas para Extranjeros poco después de la puesta del sol, y muy sombríos informaron de su fracaso. No se había encontrado ni rastro de Koru; nadie en la ciudad ni en los campos en varios kilómetros a la redonda lo había visto ni podía proporcionar ninguna pista de dónde podría estar. Incluso el finísimo olfato de Grimya había resultado inútil, ya que la lluvia no había cesado hasta casi el amanecer y había borrado cualquier rastro que hubiera podido dejar el niño.

Índigo, por su parte, no había esperado otra cosa, pues a medida que transcurría el día se había ido convenciendo más y más de saber adonde había ido el chiquillo... o, al menos, adonde había pensado ir. Mientras peinaba los campos con sus compañeros, con Grimya avanzando silenciosa a su lado, su mirada se había sentido atraída con frecuencia hacia el sur a la lejana y solitaria colina donde se alzaba la Casa del Benefactor tras su elevado muro. No comunicó sus sospechas ni siquiera a Grimya, y en un principio intentó hacerlas a un lado, diciéndose que era imposible, que aunque Koru hubiera intentado llegar a la casa la barrera que significaba el muro era suficiente para derrotar a un adulto, y aún más a una criatura de ocho años. Además, otro grupo recorría la zona que rodeaba la colina, de modo que si Koru estaba allí sin duda lo encontrarían.

Pero ahora se había hecho ya de noche, se había dado por finalizada la búsqueda por aquel día y no había la menor pista del paradero del niño. Calpurna se mostraba inquietantemente tranquila ahora después de su anterior estado frenético, y permanecía sentada en silencio junto a Hollend en la Oficina de Tasas mientras tío Choai —que parecía haber asumido todo el control de la operación de búsqueda— informaba de los resultados de los grupos, o más bien de su falta de ellos, con una precisión despiadadamente detallada que sobresaltó a

Índigo. Mañana, anunció, la batida seguiría, y a aquellos que por su laboriosidad eran propietarios de caballos se les pediría que prestaran a sus animales de modo que los buscadores pudieran llegar más lejos. Hasta entonces, con gran pena, se veía obligado a declarar que no podía hacerse nada más.

Hollend dio las gracias débilmente a tío Choai y a los grupos de ayudantes; luego se llevó a Calpurna a casa, con Ellani andando a su lado e Índigo y Grimya siguiéndolos algo más atrás. En la casa los esperaban vecinos para ofrecerles su simpatía y compañía; una mujer de Scorva, que Índigo imaginó que era la madre de la desdichada Sessa, había preparado comida, y mientras la sala principal se llenaba de gente Índigo se retiró a su habitación. Necesitaba pensar, ya que, con el fracaso de los buscadores, su esperanza —su seguridad casi, tuvo que admitir— de que se encontrara a Koru en los alrededores de la Casa del Benefactor se había ido al traste.

Permaneció sentada en la deshecha cama durante varios lutos, sin hablar, con los ojos fijos en la ventana pero sin ver la oscuridad del exterior. Al cabo, con voz apenas perceptible, Grimya rompió el silencio.

—Está ahí, Índigo. Sé que está ahí. Y me pa... rece que tú también lo sabes.

Los hombros de la muchacha se relajaron cuando su negativa a aceptar lo evidente dio paso por fin a la resignación.

—Sí, Grimya. Es la única posibilidad que tiene sentido, ¿no es así? Después de lo que dijo anoche, y después de la reprimenda de Hollend y Calpurna, la Casa es el único lugar al que se le ocurriría ir para curar sus heridas.

—Cuando estuvimos allí —dijo Grimya—, parecía considerarla como otro hogar.

—Lo sé. —Índigo hizo un gesto de impotencia—. Pero seguramente, si hubiera conseguido de alguna forma en ella, alguno de los guías del comité lo habría encontrado.

—Puede que no. Existen muchos lugares en los que oc... cultarse en esa casa, o en los jardines que la rodean. Además —añadió la loba con aire misterioso—, no sabemos a donde puede haber ido después.

Índigo tardó unos instantes en comprender lo que Grimya quería decir, pero cuando lo hizo sintió que un repentino escalofrío la recorría.

—Nos dijo que cree en otros mundos...

—Sssí; y nosotras sabemos que está en lo cierto. —Grimya hizo parpadear los ambarinos ojos—, Índigo, si entró en esa casa, y...

—No lo digas. —Extendió el brazo para posar la mano sobre el hocico de la loba mientras mentalmente escuchaba la voz de Koru y recordaba lo que éste le había dicho sobre la corona del Benefactor: «Si tan sólo pudiera tocarla, realmente creo que podría ver en el interior de otro mundo, donde las cosas son diferentes y la gente es más feliz».

Ambas permanecieron en silencio unos momentos; luego Índigo volvió a hablar en voz muy baja.

—Tenemos que ir tras él. ¡Si ha conseguido introducirse en cualquiera que sea la otra dimensión que contiene esa casa, hemos de intentar seguirlo y traerlo de vuelta!

Grimya suspiró con suavidad, e Índigo supo que eso era lo que ella estaba esperando aunque no había querido decirlo. Grimya sentía un gran cariño por Koru... y de repente esa certidumbre trocó la indecisión de la muchacha en clara y fría resolución.

—Iremos esta noche —declaró con voz enérgica—, cuando todos duerman. —Sus ojos se entrecerraron cuando miró de nuevo a la ventana—. Si tengo razón con respecto a ese lugar, entonces la medianoche será la hora más apropiada.

—¿Se lo diremos a alguien?

—No. No quiero suscitar falsas esperanzas en Hollend y Calpurna... y, de todos modos, ¿cómo podría explicarles nuestro razonamiento? Pensarían que estoy loca. —«Y a lo mejor», se dijo para sí con amargura, «tendrían razón; porque esto es exactamente lo que he intentado evitar desde que llegamos a Alegre Labor».

Resultaba irónico; tan irónico que a lo mejor, de encontrarse con otro estado de ánimo, Índigo se habría echado a reír. No obstante su arrogante decisión de hacer caso omiso de las añagazas y desafíos que aparecieran en su camino, este nuevo demonio había acabado por utilizar su propia conciencia como un arma en su contra, y eso había tenido éxito allí donde todo lo demás había fracasado.

Muy bien, pues, pensó. Muy bien: recogería el guante. No por ella, ni por la misión que había decidido abandonar, sino por Koru. Le gustara o no, sentía que no le quedaba elección. Y tampoco podía negar que, aunque sólo fuera por eso, sentía curiosidad por averiguar qué le tenía preparado este demonio.

La suerte estuvo de parte de Índigo esa noche. Los bondadosos vecinos se marcharon con la promesa de regresar al alba dispuestos a un nuevo día de búsqueda, y cuando hubo despedido el último visitante Hollend convenció a su esposa para que se fuera a la cama, Índigo había regresado para ayudar en los deberes de anfitrión, y, una vez que Calpurna, desanimada y con los ojos hinchados, hubo ascendido la escalera hasta el piso superior, Hollend entró en la cocina, donde la muchacha se ocupaba de limpiar las tazas y apagar el fuego de la cocina.

—No es necesario que lo hagas, Índigo.

—No me importa. Es muy poca cosa —repuso ella con la sonrisa compasiva. Hollend se frotó el rostro con una mano. Tenía un aspecto cansado, agotado; viejo, pensó. Calpurna dice que no puede dormir. Supongo... —Vaciló—. Supongo que no hay nada que puedas darle, ¿verdad? Si permanece despierta toda la noche sin dejar de ríe vueltas a la cabeza, no estará en condiciones de enfrentarse a la mañana.

—Índigo apenas se había atrevido a esperar que algo así cediera, pero tuvo buen cuidado de ocultar su alivio e impaciencia.

—Claro que sí, Hollend. Prepararé una mezcla de hierba para que la beba. Le asegurará toda una noche de descanso y por la mañana no habrá ningún efecto secundario. —Colocó el último de los vasos limpios en su sitio y le dirigió una mirada evaluativa—. Quizá también te gustaría que preparase otra bebida para ti... Todo él se relajó de forma visible. — No diré que no te lo agradecería. Gracias, Índigo. Eres muy amable.

Así pues al cabo de una hora Hollend y Calpurna esta profundamente dormidos. Tras cerrar los postigos de planta baja y apagar todas las luces, Índigo esperó en la oscuridad con Grimya hasta que le pareció que podía arriesgarse a que se oyera el ruidito de la puerta principal al abrirse. Salieron a una noche sin nubes y con un penetrante frío otoñal en el ambiente, y se dirigieron a las puertas del enclave. La guardia de la puerta se relajaba tres horas después de la puesta de sol, hora en que se suponía que todo hombre de bien estaba ya en cama, y las dos atravesaron en silencio una ciudad totalmente desierta y sin una sola ventana iluminada, Indigo estaba nerviosa, y Grimya se dio cuenta de que pensaba en los niños fantasma, temiendo y medio esperando que en cualquier momento un sonriente rostro fantasmal apareciera ante ella en medio de la oscuridad. Pero nada aparte de las propias sombras alteró la quietud de la noche, y no tardaron en llegar a la empalizada de la ciudad.

Atravesaron otra puerta sin centinela, y ante ellas apareció la pedregosa carretera que se dirigía hacia el sur, extendiéndose como una pálida cinta que se perdía en las colinas.

Si el silencio de la ciudad había resultado desconcertante, los sordos sonidos nocturnos que impregnaban los campos en forma de terraza resultaban más aterradores. Suaves brisas irregulares agitaban el follaje de las altas matas de habichuelas sujetas a las apretadas hileras de palos; insectos invisibles susurraban y chasqueaban las pinzas en los arcenes cubiertos de hierbas; en una ocasión un animal indefinido, veloz y ágil, atravesó el camino ante ellas a toda velocidad para desaparecer entre las matas menos desarrolladas del otro lado, de las que al cabo de un instante surgió un débil chillido, rápidamente acallado al caer el animal sobre la presa que había estado siguiendo. Las formas resultaban más extrañas y engañosas aquí fuera lejos de la familiaridad de calles y edificios. Las siluetas adoptaban una apariencia de vida a la que el viento añadía la ilusión del movimiento, lo que impulsaba a Índigo a pensar en cosas extrañas y de pesadilla; viejas leyendas de su país, relatos de horrores medio entrevistos en la oscuridad, recuerdos de otras tierras y de otros encuentros. La muchacha no dijo nada e intentó ocultar sus pensamientos a Grimya, pero se alegró cuando la carretera empezó a serpentear cada vez más hacia arriba y, destacándose bajo la luz de las estrellas en lo alto de la colina, vio la silueta del elevado muro que rodeaba la Casa del Benefactor. Por siniestro que pareciera, se sentiría agradecida cuando llegara a su destino.

Llegaron a la puerta de postigo por fin, y Grimya levantó los ojos hacia la pared que se alzaba ante ellas.

—La puerta estará cerrada. —Su voz mostraba repentino desaliento—. ¿Có... cómo entraremos?

Índigo sonrío. Ya había pensado en aquel inconveniente antes de salir y había decidido que no había tiempo para sutilezas, de modo que sacó su cuchillo de una pequeña funda que colgaba de su cinturón junto con una gruesa broqueta cogida de la cocina de Calpurna.

—Forzaré la cerradura. —Se acercó a la puerta— Además ya está medio oxidada; me di cuenta cuando vinimos el otro día. Será bastante fácil de romper, y, como aquí no hay nadie por la noche, el pestillo no puede estar corrido en el otro lado.

—Por la mañana ssse darán cuenta de que ha es... tado aquí alguien —objetó Grimya, dubitativa. —No me importa. —Con destreza, Índigo empezó a insertar la broqueta en el agujero de la cerradura—. Que piensen lo que quieran; no... —Se interrumpió. De la cerradura había surgido un débil pero claro chasquido, y la puerta pareció temblar ligeramente, Índigo apartó la mano de la broqueta, que cayó al suelo con un golpe sordo; ella y Grimya intercambiaron una mirada de sorpresa.

—Empuja la puerta... —indicó la loba. Se abrió nada más rozarla, balanceándose hacia atrás con un crujido de goznes descuidados. Grimya lanzó un gruñido que ahogo al momento, y juntas atisbaron por el postigo abierto a la profunda oscuridad del jardín que se extendía tras él.

—Bueno —dijo al fin Índigo en voz muy baja—, parece como si alguien nos esperara.

La loba mostró los dientes amenazadora. —Alguien... o algo.

—No. —Índigo olvidó la broqueta, así como el cuchillo que también había caído al suelo—. No lo creo, Grimya. Creo que lo que encontraremos aquí dentro es humano. — Sonrió para sí en la oscuridad y cruzó el umbral—. O lo fue, en una ocasión.

Los niños seguían sin aparecer, lo que desconcertaba a Índigo, que había esperado que al menos aquí en el jardín de la Casa darían a conocer como mínimo alguna señal de su presencia. Pero, mientras ella y Grimya recorrían los senderos de tablas en dirección a la curiosa mole de la Casa, nada rompió el silencio; incluso la brisa había cesado, excluida por la elevada pared circundante, y la única luz que tenían para guiarse era el débil brillo de las estrellas, aumentado por el resplandor cada vez más potente de la luna que empezaba a alzarse. Cuando Índigo levantó la vista hacia el edificio, cuya silueta parecía inclinarse hacia ellas como la de un hombre borracho, vio cómo la luz de la luna se reflejaba en dos de las ventanas del último piso, creando la extraordinaria ilusión de que se trataba de dos ojos que las contemplaban desde un enorme rostro sin facciones. La muchacha desvió rápidamente la mirada y siguió a Grimya hasta la puerta principal.

—Está abierta. —Grimya habló en un tono de voz que venía a indicar que no había esperado otra cosa. La loba levantó los ojos hacia su amiga—. Yo entr... raré primero, Índigo. No me asusta este lugar.

—No, Grimya, aguarda...

Pero, antes de que pudiera expresar los temores que apenas si empezaba a experimentar, la loba ya había desaparecido por la puerta abierta y penetrado en la oscuridad del interior. Se produjo un breve silencio; luego escuchó el roce de las zarpas de Grimya contra el suelo sin alfombrar, y le llegó la voz de la loba, que sonaba hueca en aquel lugar cerrado.

—Es difffícil ver bien. Pero distingo la escalera. Si subimos a lo mejor encontraremos más luz.

Con cautela, resistiendo el impulso de mirar atrás por encima del hombro, Índigo entró en la Casa. Sus ojos no eran ni mucho menos tan agudos como los de la loba, pero un minuto o dos empezó a distinguir leves diferencias en las tonalidades de la oscuridad, lo que le permitió atravesar la habitación con cuidado hasta donde Grimya esperaba al pie de la escalera.