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Índigo asintió. También ella presentía de forma intuitiva que lo que fuera que las esperara se encontraba arriba, y juntas iniciaron la ascensión. El segundo piso, como el primero, estaba silencioso y abandonado: sus suaves pisadas crearon ecos vacíos a medida que avanzaban hacia el siguiente tramo de escalera. Llegaron al tercer piso, y de Suevo volvió a suceder lo mismo; silencio, quietud, ninguna señal de otra presencia. Al acercarse al tercero y último tramo de escalera, Índigo notó cómo el pulso se le aceleraba y se tornaba irregular, y junto a ello percibió una sensación de náusea en la boca del estómago. Reprimió la sensación mientras se repetía que se había enfrenado a terrores mucho peores que la simple oscuridad de la casa vieja y vacía, pero, aun así, cuando inició el asenso, las palmas de sus manos se aferraban sudorosas a barandilla.
Había luz en el último piso. La luz de la luna, débil y nueva y opacada por las sucias ventanas por las que se filaba, pero suficiente para mostrar la peana con el doble abordaje que la rodeaba en el centro de la habitación hexagonal. Un rayo de luz de luna que atravesaba un cristal que, o bien estaba roto, o más limpio que sus vecinos— lía oblicuamente sobre la vieja corona del Benefactor e iluminaba el deslustrado bronce con un misterioso halo fosforescente.
La voz de Grimya resonó en su cabeza.
«Si..., si. Hay algo aquí. Lo percibo. »
Índigo también lo percibía pero no contestó; permaneció inmóvil con la mirada fija en la peana y en la corona que descansaba sobre el almohadón. Nada se movía; la Presencia, o lo que fuera que fuese, seguía sin mostrar la menor señal de que deseara darse a conocer. Sin embargo estaba allí: una conciencia que las observaba y esperaba para ver qué harían. Era casi como si la habitación misma estuviera viva...
Índigo avanzó muy despacio hasta tocar con los muslos la barrera de cuerda que mantenía la corona lejos de la contaminación de manos curiosas. Empezó a extender los brazos hacia ella, pero se detuvo al darse cuenta de que no deseaba tocar aquello. Y de improviso otra cosa le vino a la mente: un breve y, al parecer, insignificante recuerdo de su primera visita al lugar.
Se apartó de la barrera y giró en redondo. Sí, seguía allí; el objeto tapado situado entre dos de las ventanas. Tía Nikku no lo había mencionado y por lo tanto carecía de importancia evidente. No obstante... «¿Índigo?», inquirió Grimya, curiosa. La muchacha hizo un gesto de advertencia a la loba para que permaneciera en silencio y se acercó al objeto. La embargó el impulso irracional de adoptar la táctica del cazador mientras se aproximaba, casi como si lo que hubiera bajo la funda no fuera una cosa inanimada sino un ser vivo. Extendió la mano y, agarrando la burda tela, tiró bruscamente de ella...
La sábana se deslizó hasta el suelo con un suave ruido, levantando una ondulante nube de polvo, e Índigo y Grimya se encontraron frente a un espejo rectangular, tan alto como un hombre, desde cuya superficie sus propias imágenes las contemplaron con solemnidad, curiosamente iluminadas por la luna; en las profundidades del cristal la corona de la peana resplandecía mortecina entre las sombras.
—Un essspejo. —Grimya avanzó vacilante, la voz llena de asombro. Desde su primer encuentro con un espejo en Khimiz hacía muchos años se sentía fascinada por los espejos, aunque sin poder del todo desterrar una innata desconfianza hacia ellos. Se acercó aún más con mucho cuidado y sólo se detuvo cuando su aliento empezó a empañar la superficie; entonces levantó los ojos hacia su amiga—. Esto es muy extrrraño.
—Mucho.
¿Para qué, se preguntó Índigo, habría querido el Benefactor algo así? En Alegre Labor no se utilizaban espejos; !era un concepto extraño a sus habitantes, y el Comité de la Casa se había ocupado de ocultar el objeto bajo una sábana, en lugar de exhibirlo con las otras reliquias de una era pasada. Resultaba evidente que no deseaban que nadie lo viera, lo que encajaba a la perfección con su filosofía; pero, si lo consideraban un trasto inútil, ¿por qué no lo habían destruido?
Grimya, con el cuello muy estirado hacia el espejo, olfateaba con gran interés. La punta del hocico rozó la superficie y empezó a decir: «Huele a... », pero de repente las palabras se transformaron en un gañido de asombro cuando un brillante haz de luz brotó del cristal e iluminó la habitación. La loba retrocedió de un salto, y también Índigo se hizo atrás bruscamente. Cuando se serenaron lo suficiente para volver a mirar, descubrieron que sus propios reflejos habían desaparecido y que el espejo les mostraba ahora la imagen de otro mundo totalmente diferente.
—¡Madre de mi corazón! —Índigo intentó sofocar el sobresaltado palpitar de su corazón, mientras Grimya lloriqueaba atemorizada y se acurrucaba detrás de ella con las orejas pegadas a la cabeza, incapaz de creer lo que veían as ojos.
El espejo mostraba un paisaje de ondulantes colinas, cubierto aquí y allá con pequeñas extensiones boscosas. No se veía ningún sol pero la escena resplandecía con la clara brillante luz de un mediodía de verano. A lo lejos se distinguía el brillo tenue de lo que parecían ser unas altas torres de color pastel, refulgentes bajo la luminosidad, y el pie del espejo surgía un sendero de piedras que se perdía en la distancia. A la derecha del camino se veían prados llenos de flores y, más allá de ellos, el centellear del agua. A la izquierda se insinuaba más terreno boscoso, que apiñaba hacia el marco superior del espejo de tal manera que sólo el extremo del dosel de ramas resultaba risible.
Cuando Índigo se inclinó hacia adelante para ver mejor, las hojas se agitaron brevemente.
—¡Grimya! —Estiró el brazo para agarrar a la loba, obligándola a acercarse—. Ahí, mira... ¡Algo se mueve!
Grimya, que empezaba a serenarse y a recuperar la compostura, contempló también el cristal.
—Sssí —dijo tras unos segundos—. Lo veo... ahí, en el límite del bosque.
—¿Distingues lo que es?
—Nnnno... no. Ahora se ha detenido. —Levantó la mirada hacia Índigo y mostró los colmillos, vacilante—. ¿A lo mejor un animal? Y, si lo es, es un animal grande.
Juntas volvieron a escudriñar el espejo. Entonces, de una forma tan repentina e inesperada que por un momento el cerebro de Índigo fue incapaz de registrar la importancia de lo que veían sus ojos, una figura emergió de entre los árboles y penetró en el sendero. Cabellos rubios, una figura menuda y robusta... La identificación de la figura sacudió a Índigo como un mazazo, y ésta gritó:
—¡Koru!
El chiquillo no prestó la menor atención. Estaba de espaldas al espejo y había iniciado ya la marcha por el camino. Tras él, procedentes del bosque, emergían otras figuras menudas: niños; debía de haber una docena o más que salían a gatas de entre las matas, se cogían de las manos y corrían y saltaban en pos de Koru. Índigo pudo ver que reían, pero el sonido de las risas no atravesaba la barrera del espejo.
—¡Koru! —chilló Índigo—. ¡No, Koru, regresa! Desesperada por conseguir que la oyera dio un salto al frente y golpeó el cristal con las palmas de las manos. Se escuchó un agudo pitido que retronó en su cabeza, y el cristal pareció astillarse en mil brillantes pedazos, Índigo cayó hacia adelante; perdido el equilibrio, se hundió en un brillante caleidoscopio de luz y quedó tendida en el suelo a gatas. Notaba las duras tablas del suelo de la Casa bajo las rodillas, mientras que las manos...
Sus manos escarbaban entre el polvo y las piedras del sendero del otro mundo.
Levantó la cabeza, mareada. Luces y sombras giraban como un torbellino a su alrededor en una danza enloquecida. A su espalda, en la estancia iluminada por la luna, Grimya ladraba su nombre; pero delante de ella las menudas figuras de los niños, con Koru ahora en su centro, corrían y saltaban por el sendero. Confusión y desorientación se vieron súbitamente eclipsadas por la imperiosa ¡necesidad de alcanzarlo, de modo que Índigo gritó con toldas sus fuerzas:
—¡Koru! ¡Koru, espera!
El chiquillo aminoró la velocidad hasta detenerse y giró en redondo. La consternación apareció en su rostro, y casi al momento ésta se vio sustituida por el horror. —¡No! —La voz llegó hasta Índigo como un nítido pero lejano trino— ¡No! ¡Vete, déjame en paz! ¡No puedes entrar aquí! ¡Déjame en paz! —Y, con una velocidad que asombró a la muchacha, abandonó corriendo el sendero y se dirigió de regreso al bosque. Los otros niños corrieron tras él en tropel como la cola de un cometa, y en cuestión de segundos todo el grupo desapareció entre los árboles.
—¡Koru! —volvió a gritar Índigo, desesperada—. ¡Koru! Empezó a incorporarse, con la intención de correr tras ellos, pero una fuerza contrapuesta tiró de ella hacia atrás. La escena que contemplaba dio una violenta sacudida, y sintió que algo la arrastraba... Luego el mundo del interior del espejo se hizo añicos al dar Grimya un último desesperado tirón que hizo que Índigo volviera a caer interior de la oscura sala.
—¡Índigo! ¡Índigo! —La loba saltó a su alrededor, lamiéndole el rostro con una mezcla de agitación y alivio—. ¡Estabas desapareciendo en el interior del esss... pejo! ¡No te veía!
Caída de bruces, sin aliento, Índigo contempló de nuevo el cristal cuya superficie le devolvió únicamente su propia imagen, con la figura borrosa de Grimya a su lado. El bosque, los prados, el sendero: toda la luminosa escena había desaparecido. A su espalda se escuchó una sonora risita divertida.
Índigo giró sobre sí misma a tal velocidad que volvió a perder el equilibrio, y su rodilla derecha golpeó violentamente contra el suelo. La peana acordonada ya no se encontraba allí. En su lugar había un atril; y, detrás del atril, con la pluma de escribir apoyada sobre un enorme libro abierto y la vieja corona de bronce brillando sin fuerza sobre su cabeza, había una figura que le era muy familiar.
Índigo contempló los cabellos canosos y bien cortados, los oscuros ojos, la nariz aguileña sobre la menuda boca rosada.
—¡Oh, diosa mía... ! —musitó.
El Benefactor le devolvió la mirada, y una jovialidad no exenta de una ligera sombra de malevolencia centelleó por un instante en sus ojos. Luego los regordetes labios rojos sonrieron.
—Te esperaba un poco antes, doctora Índigo —dijo—. De todos modos, una visita que llega tarde es mejor que ninguna visita. Siéntate, por favor. Creo que tenemos cosas que discutir.
—He ido siguiendo tus progresos desde que llegaste a Alegre Labor —empezó el Benefactor—. Y los encuentro muy interesantes, aunque a veces resultan algo difíciles de comprender.
Índigo lo contempló con sorpresa. Acuclillada de buen principio con una rodilla apoyada en el suelo, el sobresalto de las primeras palabras del Benefactor la había hecho caer hacia atrás desmañadamente y ahora se encontraba sentada en el polvoriento suelo, como él había solicitado, muda por la sorpresa. El hombre parecía tan real... De carne y hueso, y no un espectro sin forma definida. Y, ¡no obstante, estaba muerto desde hacía siglos...
Los rojos labios se fruncieron en un mohín.
—¿Te has recuperado ya lo suficiente para hablar? Si es así, nos ahorraría tiempo y molestias a ambos si lo hicieras. —Eres... —farfulló Índigo, recuperando por fin la voz; leí polvo le cosquilleó en la garganta haciéndola toser—. ¿Eres el Benefactor?
—Sí; o al menos eso tengo entendido. —El mohín se transformó en una seca sonrisa—. No se me dio ese apelativo hasta transcurrido un tiempo de mi... desaparición es quizá la palabra adecuada, y por lo tanto su idoneidad podría ser discutible.
La muchacha sintió que le empezaba a dar vueltas la Cabeza. ¿A qué clase de criatura se enfrentaba? ¿A un fantasma? ¿A una ilusión?
El ser volvió a hablar antes de que ella pudiera serenarse. —De todos modos, la cuestión de mi título no es de especial importancia en este momento. Lo que sí tiene importancia ahora eres tú, y tus intenciones.
—¿Mis intenciones? —Involuntariamente, Índigo dirigió una rápida mirada al espejo por encima del hombro.
—De momento ya has descubierto el secreto, o debería decir uno de los secretos, de esta entrada. La verdad es que me impresionó sobremanera ver que casi conseguías pasar al primer intento. Por regla general, sólo los niños pueden hacerlo. Resultó muy Calentador.
«Niños..., claro», pensó Índigo. El misterio empezaba por fin a tener sentido.
—Así pues están bajo tu poder —dijo ella con aspereza— Empiezo a comprender.
El Benefactor sacudió la cabeza apesadumbrado. —Más bien me parece que no es así, doctora Índigo. Pero espero poder explicártelo todo, y confío en que cuando lo haya hecho tú y yo seamos aliados en una causa común. La audacia de tal afirmación hizo que Índigo reprimiera un resoplido de risa incrédula.
—¿Aliados? —coreó—. ¿Después de haber atraído a Koru hasta aquí y de haberlo atrapado en tu mundo de fantasmas para que se convierta en otra de esas desdichadas criaturas? ¡Vas muy lejos en tus suposiciones!