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Introdujo una mano en un bolsillo abierto en su banda, y al cabo de un momento sacó un corto bastoncillo de madera tallada con un pedazo de cinta naranja atado a él. Se lo tendió, diciendo:
—Puedes llevar esto a la Oficina de Tasas para Extranjeros. Se te facilitará alojamiento a un precio razonable, y puedes permanecer en el Enclave de los Extranjeros hasta que haya tenido lugar una estimación de tu utilidad. —Inclinó la cabeza y dejó que su boca se curvara en una leve sonrisa de altivez. Comprendiendo que esto era la señal de que la conversación había concluido, la muchacha volvió a inclinarse una vez más.
—Te agradezco tu generosidad, y te deseo un buen día.
Volvió a montar, tiró de las riendas del poni de carga y se puso en marcha. A diferencia de los labriegos, el funcionario no se molestó en seguirla con la mirada mientras se alejaba sino que se volvió de inmediato para reanudar la discusión con sus compañeros; el rumor de sus voces flotó en la brisa, apenas audible, mientras las dos viajeras se alejaban por la pedregosa carretera.
Durante unos minutos todo permaneció en silencio a excepción del sordo golpear de los cascos de los ponis y el repiqueteo más suave de patas almohadillas sobre el polvo. Entonces, cuando no existió la menor duda de que ninguno de los miembros del grupo reunido alrededor de la caseta del pozo podía oírlas, el animal moteado parecido a un perro miró atrás por encima del lomo y alzó los ojos hacia el rostro de la joven. Las mandíbulas se abrieron, y una voz ronca y gutural brotó de su garganta.
—No me... gustó ese hombre, Índigo. No es muy importante, pero sssse cree que lo es.
El adusto rostro de la muchacha se iluminó de improviso, y su boca se distendió en una amplia sonrisa. Eran las primeras palabras que pronunciaba Grimya desde que habían avistado los campos cultivados; había estado demasiado asustada para utilizar la voz, por temor a que alguien las escuchara y descubriera su secreto, que sólo ella y su amiga humana compartían desde hacía más años de los que ninguna de las dos quería recordar. Grimya no era una perra sino una loba, nacida en los bosques del gran continente occidental y expulsada de su manada porque era una mutante con la habilidad de hablar como los humanos. El vínculo establecido entre Grimya e Índigo era inquebrantable e indisoluble, y existía desde hacía más de cincuenta años, pues ambas compartían otro secreto, más profundo y extraño que la mutación de la loba. Durante medio siglo, desde que se embarcaron en su largo y azaroso viaje, ninguna de las dos había envejecido un solo día. Disfrutaban del don —o la maldición— de la inmortalidad, Índigo intentaba no insistir demasiado en el lejano recuerdo de cómo, por su propia necedad, había hecho caer sobre sí la carga que representaba no envejecer, no cambiar, poseer una vida eterna; pero incluso ahora todavía se preguntaba por qué Grimya, que no le debía nada, había escogido por propia voluntad compartir su carga. La loba habría facilitado una sencilla respuesta a la pregunta —era una criatura sin complicaciones, y su lealtad carecía de cautelas ni límites— pero todavía, a veces, Índigo despertaba en plena noche y daba gracias en silencio, no sin cierta perplejidad, por el amor y compañerismo de la loba que la había salvado en más ocasiones de las que quería contar.
Sonrió ahora ante las palabras de Grimya, que eran prosaicas, categóricas y directas. En su forma acostumbrada había evaluado al funcionario y emitido su juicio; e Índigo sospechaba que, también como de costumbre, su juicio era acertado.
—Al menos se ha mostrado deseoso de ser servicial, lo cual es más de lo que podemos decir de las últimas personas con que nos hemos tropezado. Y nos ha dado este símbolo. — Con suavidad pero con energía agitó el pequeño bastón con su brillante cinta, mientras intentaba recordar lo que había aprendido sobre la extraordinaria complejidad de colores de rango que utilizaban los funcionarios de este país. Naranja... El tono de un funcionario menor, pensó, pero incluso los funcionarios menores tenían un gran peso en esta tierra donde a los extranjeros se los miraba con desconfianza en el mejor de los casos y con franca hostilidad en el peor—. Al menos, nos garantizará un respiro de unos cuantos días en el Enclave de los Extranjeros. —Bajó los ojos hacia Grimya con expresión comprensiva—. ¡Y una oportunidad para que tus patas descansen!
Continuaron su camino, pasando junto a más campos bien cuidados y más labriegos que trabajaban afanosamente en silencio, Índigo contó otros dos de los postes que indicaban medio kilómetro y que estaban colocados a intervalos a lo largo de la carretera; luego otra curva, más cerrada y empinada que las anteriores, las condujo al otro lado de la montaña, y se encontraron con la ciudad de Alegre Labor que se extendía ante ellas algo más abajo. No había gran cosa que la distinguiera de la última población visitada. Hileras de cuidados edificios de un piso o dos como máximo, con tejados de tejas de arcilla de un marrón rojizo, se alzaban a lo largo de una serie de limpias calles rectas de tierra apisonada. Una empalizada de madera rodeaba toda la ciudad, con una entrada en forma demarco que cruzaba la carretera.
Índigo aminoró el paso y se detuvo, reteniendo a los ponis que intentaban mordisquear la hierba que crecía junto al camino.
—Al menos las puertas están abiertas y no hay centinelas. La muchacha guardaba un agrio recuerdo de la anterior bienvenida: el entrometido bravucón de la entrada del poblado con una porra sujeta al cinto y un fajo de reglamentos en la mano; la desconfiada escolta para asegurarse de que no se desviaba de la ruta que conducía a la Oficina de Tasas para Extranjeros; la sensación de que su posición social entre los habitantes de la población era inferior a la de un perro lisiado. Alegre Labor parecía al menos abierta a los forasteros y, al contrario de lo que le habían dicho, también parecía mucho más grande y próspera que su vecina del norte. Desde allí veía la Oficina de Tasas para Extranjeros, un edificio más alto que la mayoría, identificable por el banderín blanco que ondeaba en un mástil situado en su tejado. El color blanco, según había averiguado Índigo, denotaba la categoría más baja de todas, y quedaba reservado en exclusiva a los extranjeros.
Esbozó una débil sonrisa y golpeó con los tacones los ijares de su montura; pero no había dado ni tres pasos cuando se dio cuenta de que Grimya no la seguía sino que permanecía atrás, repentinamente rígida y alerta, la cabeza levantada y las orejas estiradas.
—Grimya, ¿qué sucede? —Índigo volvió a detenerse.
La loba la miró con expresión preocupada.
—¿Nnno has oído?
—¿Oír qué?
—Era... —Grimya vaciló y repentinamente cambió a conversación telepática; sus palabras penetraron silenciosas en la mente de Índigo: «He vuelto a oír las voces».
—¿Las voces... ? —Índigo sintió que la asaltaba una extraña sensación de náusea.
«Escucha», dijo la loba. «Escucha con atención. Vuelven a estar aquí. Han regresado. »
Índigo aguzó el oído. El viento era apenas una brisa, que no producía ningún ruido; cualquier sonido procedente de quienes trabajaban en los campos no podía llegar desde tan lejos hasta la carretera. Su montura hizo tintinear el bocado, cansada e inquieta, y entonces, a renglón seguido del metálico ruido, lo oyó. Un murmullo débil, como si varias criaturas murmuraran excitadas entre sí no muy lejos de allí. Pero no se veía ningún niño; nadie había por las cercanías, ni ningún lugar donde quienes susurraban pudieran ocultarse. No había otra cosa que las voces, débiles, indistinguibles e incorpóreas.
Grimya miró a la muchacha con sus enormes ojos oscuros.
—Pen... saba que habrrría terminado —dijo en voz muy baja—. Pen... sssé que no era más que algo curioso y que no volver... ría a suceder. Me equivoqué, Índigo. Han regrrresado.
Quienquiera o lo que fuera que fuesen... —¿Ves alguna cosa, Grimya? —inquirió la muchacha con suavidad—. ¿Percibes alguna presencia, como sucedió la última vez?
—Nnno. —La loba sacudió la cabeza con fuerza—. Nada co... como aquello. Pero así es como empezó la otrrra vez, ¿rrrecuerdas? Sólo voces.
Tenía razón, Índigo calculó que habrían pasado nueve o diez días desde su primer extraño tropiezo. Avanzaban por la carretera empedrada conocida como la Carretera del Espléndido Progreso, que discurría por la columna vertebral de la cordillera, cuando Grimya había empezado a insistir en que oía, como decía ella, «hablar al viento». A poco, también Índigo comenzó a oír los extraños murmullos, y pronto quedó claro que los sonidos las seguían, como si una presencia invisible fuera tras sus pasos. No se distinguía ninguna palabra, pero Índigo había concluido, con una desagradable e irracional certeza, que las voces eran humanas. Los sonidos habían continuado durante toda la noche, que ellas pasaron en blanco y atemorizadas junto al borde de la carretera; hubo un momento en que Índigo perdió los nervios y lanzó un desafío en voz alta, pero sus palabras se limitaron a resonar huecas por entre las colinas y las voces no respondieron.
Al día siguiente, Grimya se había mostrado convencida de que las seguían y, aunque no se veía ni rastro de nadie, nada pudo persuadirla de que estaba equivocada. Los percibía, dijo. Humanos, animales u otra cosa, no sabía qué, pero estaban allí; y en una ocasión, aunque sólo por un instante, Índigo vislumbró un rostro espectral, que flotó detrás de ellas unos momentos antes de desvanecerse.
Los misteriosos ruidos las habían seguido durante tres días y con la llegada del tercer día ambas se sentían ya profundamente inquietas. Grimya habló sobre fantasmas y espíritus malignos; en una tierra como ésta, dijo, tales cosas podrían fácilmente frecuentar los caminos en busca de viajeros incautos, Índigo se mostró reacia a hacer demasiado hincapié en esa idea; pero se sentía aún más reacia a considerar la otra posibilidad que había aparecido sigilosamente en su cerebro y ahora permanecía allí, aletargada pero esperando sólo la oportunidad de florecer.
No se la mencionó a Grimya, de todos modos, e intentó hacer caso omiso de la continua y molesta sensación.
Entonces, durante la noche que siguió al tercer día, las voces y la invisible presencia habían desaparecido de repente. El agotamiento consiguió finalmente superar los temores de Índigo y cuando acamparon para pasar la noche la muchacha se durmió al momento, para despertar bajo la fría luz brillante de la luna llena cuando Grimya la sacó de su sueño para informarle que, momentos antes, los murmullos habían cesado de improviso y la sensación de ser vigiladas había desaparecido. Los que las seguían, fueran quienes fueran, sencillamente ya no estaban allí. Y desde aquel momento no habían regresado... hasta ahora.
—¿Quuué cree... es tú que debemos hacer? —preguntó Grimya, intranquila.
Índigo volvió la mirada pensativa hacia la carretera que se perdía a su espalda. Todo parecía ordenado y en calma, sin la menor indicación de nada funesto. No tenía sentido. A menos que la insistente sensación de unos días atrás tuviera algún fundamento después de todo...
Bruscamente tomó una decisión. No quería pensar en sospechas y posibilidades; no quería darle más vueltas, no ahora. Lo que ahora deseaba era un baño, una buena comida y una cama lo bastante blanda y caliente como para proporcionarle la posibilidad de toda una noche de sueño ininterrumpido. Si aquí había un misterio, podía esperar hasta la mañana siguiente.
—No haremos nada —dijo a la loba con firmeza—. No hagas caso; compórtate como si nada hubiera sucedido, y sigue adelante al interior de Alegre Labor. —Entrecerró los ojos azul-violeta—. Si algo se trama, no quiero saber lo que es.
La mujer que contestó a la llamada de Índigo a la puerta de la Oficina de Tasas para Extranjeros se mostró inclinada en un principio a tratar a la forastera de cabellos castaño rojizos con fría suspicacia, pero, cuando Índigo mostró el bastoncillo que le había entregado el funcionario, se produjo un repentino y marcado deshielo en su actitud.
—Ah. —La mujer inclinó la cabeza cortésmente, aunque todavía con una ligera sombra de la aversión que aquellas gentes sentían por los extraños—. Llevas el distintivo de un consejero, lo cual significa que eres muy bien recibida. —Lanzó una rápida mirada por encima de un hombro que provocó que sus cortos cabellos oscuros se balancearan y brillaran a la escasa luz de la vela de junco que sostenía—. ¡Sianu! ¿Quién tiene lugar disponible en el enclave? ¡Vamos, deprisa!
Una voz más juvenil murmuró unas palabras desde las entrañas del edificio, y la mujer se volvió de nuevo hacia Índigo con una amplia sonrisa.
—Se te conducirá a la residencia del forastero Hollend, y allí estarás cómodamente hospedada hasta que te haga llamar el consejero. El precio será de seis fichas. —Extendió una mano, con la palma vuelta hacia arriba—. Que entregarás por adelantado, por favor.
La suma era poco menos que desorbitada, pero Índigo evitó comentarios y entregó las seis piezas de madera sin objeciones. La mujer guardó cinco en un cajón, se embolsó la sexta, y luego le dedicó una solemne reverencia. —Haz el favor de aguardar a alguien que te conducirá al lugar exacto. Te deseo un buen descanso y un nutritivo avituallamiento.
Tras devolver la reverencia, Índigo aguardó varios minutos —la espera, había aprendido, era un arte entre estas gentes— hasta que un muchacho de rostro inexpresivo y unos quince años de edad llegó para escoltarla a ella y a su pequeño séquito hasta su lugar de descanso. El sol estaba a punto de ponerse y largas sombras se extendían por todo el recinto, proporcionando un peculiar aspecto irreal a los edificios, de escasa altura, pero muy adornados, dispuestos aparentemente al azar a lo largo de las calles de tierra batida del Enclave de los Extranjeros. Sin hablar, con la cabeza gacha como para alejar cualquier intento que la forastera pudiera hacer para entablar conversación, el muchacho condujo al grupo en un torpe trotecillo dejando atrás una casa iluminada tras otra, hasta que llegaron a un edificio más grande que sus vecinos, en el que la luz brotaba desde una puerta abierta y se derramaba sobre un amplio pórtico de madera. De pie bajo las sombras de la entrada los aguardaba una mujer delgada, aunque de aspecto maternal, con una espléndida cabellera rubia sujeta en complicadas trenzas. El muchacho corrió hasta ella y tuvo lugar una rápida conversación en voz baja; por fin, con una inclinación, el chico se apañó del pórtico andando hacia atrás, dio media vuelta, y echó a correr como si huyera de la peste.
Índigo y la mujer se miraron. Luego, rompiendo el silencio dejado por las pisadas del muchacho al perderse en la lejanía, una voz cálida dijo en una lengua que heló a Índigo hasta la médula por su familiaridad:
—No sé tu nombre, forastera. Pero te ofrezco nuestra hospitalidad, pobre como es..., ¡y eres doblemente bienvenida a nuestro refugio en este rincón perdido del mundo!
—No se nos deja escoger en este tipo de cuestiones. —Calpurna extendió los brazos por encima de la mesa y, sin hacer caso de las protestas de Indigo de que ya había comido más de lo que le correspondía, llenó su plato con una segunda ración de verduras picadas—. No, no: deja de discutir y cómetelo; disfrutamos de la suficiente categoría como para que nuestra casa jamás sufra problemas de abastecimiento. Y no lo digo con intención de ofenderte, Índigo... Muy al contrario. Pero como extranjeros, y por lo tanto lo más bajo de lo más bajo, estamos obligados a aceptar a todo aquel que el Comité decida alojar con nosotros; y con esto quiero decir a cualquiera. —Enarcó expresivamente una ceja.
Hollend, el esposo de Calpurna, engulló el pedazo de pollo asado que masticaba y agitó el tenedor.
—¿Recuerdas a aquellos dos hermanos del continente occidental? Hoscos como un par de perros apaleados, no sabían ni una palabra de ningún idioma conocido en el mundo civilizado, ¡y allí por donde pasaban dejaban tras ellos un fuerte olor a corral de cerdos!
Sus dos hijos, un niño y una niña a los que Índigo les había calculado respectivamente unos ochos y diez años, empezaron a reír desenfrenadamente ante sus palabras. Calpurna regañó a ambos con una severa mirada y un golpe seco sobre la mesa, y mientras sus risas se apagaban se volvió otra vez hacia Índigo.
—Ese, querida, es el motivo de que nos sintamos doblemente agradecidos de que nos hayas sido enviada. Tener compañía inteligente y civilizada en este lugar sumido en la ignorancia es una bendición. Así pues, tanto si te gusta como si no, tendrás que resignarte a que te mimemos, festejemos y tratemos como a una reina; ¡y espero sinceramente que tu estancia con nosotros sea larga!
Hollend alzó su copa; una copa magnífica, tallada y labrada de forma que reflejara el color del excelente vino.
—Yo apoyo eso. Por Índigo, y también por Grimya. ¡Y nuestro muy sentido agradecimiento por llegar hasta nuestra puerta!