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El corazón le dio un nervioso vuelco al pensar en ello, y bajó la mirada rápidamente hacia su propio cuerpo como si esperara verse convertida en un espectro insustancial. Fue un temor infundado, pues se sentía y parecía tan sólida como siempre; pero aquello hizo que su cerebro volviera bruscamente a la actividad.

Grimya, no podemos perder tiempo. —Habló en voz baja, incapaz de deshacerse de la sensación de que alguien o algo podría estar escuchando—. Hemos de encontrar a Koru.

—Estoy de acuerdo —respondió Grimya agitando la lengua en el aire—, pero ¿por dónde empezamos? —Bajó el hocico hasta el suelo—. He intentado encontrar un rastro, pero no hay na... da. Ningún olor.

—Bueno, nos encontramos en el sendero por el que se marcharon él y los niños al huir de mí. —Índigo intentó formar una visera con la mano para ver mejor, pero al no existir resplandor solar que vencer nada cambió en su visión—. Tu vista es más aguda que la mía. ¿Puedes ver adonde conduce este sendero?

La loba miró con atención a lo lejos.

—Me parece que sssí. Creo que pas... sa por entre esas dos colinas más altas.

—¿Dónde están las torres..., si es que son torres?

—Sssí; y son torres. Las distingo bastante bien.

—Entonces seguiremos el sendero.

Existía una posibilidad de que Koru y sus extraños compañeros se hubieran dirigido a las torres; era lógico suponer que el chiquillo pensaría que ofrecían un escondite más seguro que las parcelas del bosque.

Se pusieron en marcha, y, cuando Grimya inició de forma natural su uniforme trote largo, Índigo descubrió con sorpresa que no le costaba nada mantener el ritmo del animal. Grimya olvidaba a menudo que su amiga sólo tenía dos piernas, pero por primera vez Índigo parecía capaz de mantener la velocidad de la loba. Era una experiencia desorientadora pero deliciosa. A Índigo le pareció casi Como si nadara pero sin el freno del agua para dificultar su avance. Su cuerpo parecía ingrávido y las suelas de los zapatos apenas rozaban el suelo mientras corría, aunque existía el contacto suficiente para confirmarle la tosca solidez del sendero que discurría bajo sus veloces pies. Y avanzaban tan deprisa... Los árboles pasaban volando junto a ellas en una mancha borrosa y el perezoso río se perdía ya en un recodo que desaparecía a su espalda.

¡Grimya! —La voz surgió en un ahogado jadeo, que el cálido viento le arrebató al chocar contra su rostro—. ¿Qué me sucede?

—¡No lo sé! —fue la entusiasta respuesta de la loba—. ¡Pero yo también lo noto, Índigo! ¡Jamás había corrido tan rápido! ¡Esss ex... traño y maravilloso!

Extraño y maravilloso... y estimulante. De pronto Índigo empezó a reír de pura alegría. Aquella velocidad, aquella libertad... ¡Qué carrera! Sí, hacían una carrera, competían entre ellas, ¡corrían por correr!

—¡Índigo! —chilló Grimya—. ¡Atrápame! ¡Atrápame si puedes!

Y, antes de que ella pudiera responder, la loba abandonó el sendero y corrió al interior del bosque. El dosel de hojas se agitó y regresó a su puesto y, con un coletazo de la gruesa cola, la loba desapareció en el follaje.

¿Grimya? —Índigo frenó en seco—. ¿Grimya, dónde estás?

Del interior del bosque llegó una lejana llamada: —¡Sssí! ¿Dónde? ¡Encuéntrame!

La risa y la falta de aliento le producían a Índigo un agudo dolor en el pecho pero la sensación la deleitó.

—¡Te encontraré! —respondió a gritos—. ¡No puedes esconderte de mí!

Se lanzó al interior del bosque, a una fresca y húmeda penumbra en la que danzaban la luz y las sombras. Había zarzas y matorrales por todas partes y una gruesa capa de mantillo en el suelo, pero nada dificultó su avance en busca de Grimya.

Ahí estaba; ante ella se abría un claro, y en el claro se veía una figura gris. Grimya estaba agachada, con el hocico casi pegado al suelo y los cuartos traseros levantados, como un cachorro excitado. En cuanto Índigo salió de entre los árboles, la loba saltó a un lado con extraordinaria agilidad y volvió a salir corriendo; cruzó por delante de su amiga, que estiró un brazo para agarrarla, y regresó a toda velocidad al sendero, Índigo salió tras ella y al abandonar el bosque se encontró con Grimya que la esperaba en el sendero, la cola

balanceándose furiosamente, la lengua colgando y las cuatro patas listas para emprender la huida. —¡Corr... rre! —gritó Grimya—. ¡Cooorrre! ¡Cógeme! ¡Cógeme! —Y echo a correr.

Fue una persecución salvaje, enloquecida y maravillosa. Ninguna de las dos podría haber dicho cuánto duró, pero en aquellos momentos les pareció interminable; un anárquico y jubiloso juego infantil de «atrápame si puedes» a través de verdes praderas y cortos y flexibles mantos de césped, por entre bosquecillos y por encima de diminutos arroyos, zigzagueando a un lado y a otro. Ora era Grimya quien iba a la cabeza, ora era Índigo quien llevaba la delantera; sin dejar de gritarse la una a la otra llenas de excitación, corriendo, agachándose, saltando, sin pensar en nada que no fuera la propia diversión. Por fin llegó un momento en que Índigo alcanzó a Grimyao Grimya la alcanzó a ella— en lo alto de un pequeño montículo cubierto de maleza. La loba dio un salto en el aire; Índigo, llorando de risa, la agarró por el pelaje del cuello, y las dos perdieron el equilibrio y cayeron rodando por la verde ladera para ir a detenerse en la base hechas un ovillo de pelo, patas, piernas y brazos. Al intentar incorporarse, Índigo se golpeó un codo con una piedra medio oculta entre la hierba, y la momentánea punzada de agudo dolor del brazo tuvo un repentino y sorprendente efecto en ella.

«¿Qué estamos haciendo?» La comprensión la golpeó con la misma fuerza que si le hubieran arrojado un cubo de agua helada al rostro, y sacudió la cabeza como si despertara de un profundo sueño. Jugaban; estaban jugando como criaturas cuando deberían estar buscando a Koru...

—¡Índigo! —A menos de dos metros de distancia Grimya giró sobre sí misma en un triple círculo, sin dejar de mover la cola violentamente—. ¡Te echo una car... rrrera otra vez hasta la cima!

—¡No! —Mientras la loba tensaba los músculos para iniciar otra vez la persecución, Índigo estiró el brazo en un gesto frenético para impedírselo—. ¡No, Grimya, no lo hagas!

La loba echó las orejas atrás y luego al frente, y una expresión confusa apareció en el brillo ansioso de sus ojos.

—¡Índigo! ¿Qué quieres decir, qué sucede?

Grimya... —Empezó a ponerse en pie muy despacio.

El dolor del brazo había desaparecido, pero la sensación desencadenada seguía allí, y notó cómo el corazón le empezaba a latir con fuerza como si tuviera un martillo bajo las costillas—. Grimya, ¿qué es lo que hacemos? Vinimos aquí en busca de Koru y en cambio... —No pudo expresarlo, no encontró las palabras que quería decir. Se llevó de improviso las manos al rostro y se oprimió las sienes con las puntas de los dedos—. ¿Qué se ha apoderado de nosotras?

Súbitamente, el hechizo que ya se había roto para Índigo se rompió también para Grimya. La cola y las orejas de la loba cayeron flojamente contra el cuerpo, y la comprensión fue abriéndose paso en sus ambarinos ojos para ser sustituida casi al momento por la desolación.

—¿Cómo sucedió? ¡No lo comprendo! Hace un momento simplemente corríamos, y entonces..., y entonces...

Índigo se encontraba ya en pie y se acercó a la loba con paso no muy firme. Todavía se sentía algo aturdida, y sacudió la cabeza para intentar despejarla y eliminar un impulso residual de volver a empezar a reír desenfrenadamente.

—Yo tampoco lo comprendo. —Volvió a sentarse sobre la hierba y apretó a Grimya contra su cuerpo—. No se me ocurre qué idea estúpida se apoderó de mí. A lo mejor fue...

no sé; a lo mejor fue la velocidad a la que íbamos, la excitación que producía... —Se habían comportado como chiquillos, corriendo y gritando y riendo... Hizo una pausa y aspiró con fuerza—. Pero ahora ya ha pasado, ha perdido su poder. ¿Estás bien?

—Sssí. —Grimya inclinó la cabeza—. Estoy bien aho... ra. —Agitó las orejas; luego volvió a levantar la mirada... y de improviso su cuerpo se tensó—. ¡Índigo, mira por encima del hom... bro! ¡Mira adonde hemos llegado!

Índigo volvió la cabeza sorprendida. A menos de quinientos metros del punto en el que se encontraban, unos muros de piedras pulidas relucían en la nebulosa luz.

—¡Las torres!

La voz de Índigo se transformó en un grito de asombro. Pocos minutos antes, o al menos eso parecía, la extraña y reluciente estructura se había encontrado a enorme distancia, apenas visible por entre los pliegues de dos colinas lejanas, pero de alguna forma el febril juego zigzagueante había conducido a Índigo y a Grimya hasta estas colinas y casi a los pies de las torres. Era imposible que hubieran cubierto una distancia así, pensó Índigo; no era posible, y se frotó los ojos, convencida de que su visión se aclararía de pronto y las torres se disolverían hasta desaparecer.

Pero no desaparecieron. Siguieron allí altas, esbeltas y sólidas, elevándose en un elegante racimo desde detrás del elevado telón del muro que se extendía entre las dos colinas protectoras. Eran cinco las torres, todas ellas aparentemente construidas en mármol aunque cada una brillaba con un leve tono pastel diferente, verde y azul y gris entremezclándose con rosa y oro. Gran cantidad de ventanas reflejaban la luz diurna como diamantes incrustados en las paredes, y, rematando cada torre, una brillante banderola ondeaba al viento.

Índigo volvió a ponerse en pie. Sin decir nada empezó a ascender la suave ladera de la colina, con la mirada fija en el muro que tenía delante. Grimya saltó tras ella y la alcanzó en tres zancadas, y las dos ascendieron juntas en dirección a las torres, que parecían reflejar la luz como espejismos.

El elevado muro quedaba ya a pocos metros de distancia cuando la loba se detuvo de improviso.

—¡Índigo! —llamó, haciendo que la muchacha se detuviera en seco—. ¡Oigo cantar!

Repentinamente alerta, Índigo aguzó el oído. Débil pero claro, también ella lo oyó: el lejano sonido de voces infantiles en alegre aunque no muy perfecta armonía, surgiendo del otro lado de la pared.

Levantó la mirada, pensativa, hasta lo alto del muro. Medía por lo menos tres metros y medio y estaba cortado a pico, sin un solo asidero en toda su lisa superficie. Imposible escalarlo; sin embargo, tampoco había la menor señal de una puerta ni de ningún otro modo de acceso. ¿Cómo habrían entrado los niños? La canción terminó bruscamente y se escuchó el sonido de risitas seguidas de ahogados murmullos, como si líos niños discutieran algo entre ellos. Aprovechando rápidamente la ocasión, Índigo colocó las manos sobre la boca a modo de bocina e hizo intención de llamar; pero, antes de que pudiera emitir ningún sonido, Grimya la atajó en silencio:

«¡Espera! ¡Escucha!»

Los niños volvían a cantar, con voces discordantes en un principio que se fueron tornando más sonoras y seguras a medida que otras nuevas se unían a la canción. Durante unos instantes, quizá porque era tan familiar, el cerebro de Índigo no registró de forma consciente lo que cantaban, pero Grimya lo reconoció al momento. Los ambarinos ojos de la loba se abrieron de par en par y levantó la vista hacia el rostro de Índigo, la lengua colgando de la boca.

«¡Esa canción! ¡Es la que cantaste a Koru la noche anterior a su huida!»

Y, mientras los niños seguían cantando, Índigo recordó.