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Entonces, finalizada la séptima estrofa, Índigo no señaló a nadie sino que levantó ambos brazos al cielo.
¡Koru, Koru, baila y canta!
¡Baila conmigo esta alegre danza!
Nadie se adelantó. Desconcertados, los niños se detuvieron desordenadamente y se miraron entre ellos. «Perfecto», se dijo Índigo. Volvió a llamar:
¡Koru, Koru, baila y canta! ¡Baila conmigo esta alegre danza!
Siguió sin haber la menor señal de la presencia de un chiquillo de cabellos rubios entre los otros niños, Índigo fingió mirar con suma atención a su alrededor, y luego meneó la cabeza entristecida.
—No quiere salir. ¡Ha estropeado el baile!
La comprensión se abrió paso en el círculo de pequeños rostros, y con ella la indignación.
—¡Koru! ¡Ha llamado a Koru!
—No está aquí. ¿Dónde está?
—Tiene que venir. ¡Koru!
—¡Encentradlo, encentradlo, o se habrá acabado la diversión!
—¿Dónde está Koru? ¡Encontrad a Koru!
—¡Koru! ¡Koru! ¡No te escondas! ¡Sal, Koru, sal y baila con nosotros! —gritaron en ansioso coro.
«Ahí está..., junto a la torre verde», comunicó de improviso Grimya.
La torre verde era la más cercana de las cinco, y en una puerta baja situada en la base se veía una pequeña figura solitaria. El niño intentaba ocultarse entre las sombras, pero los otros niños ya lo habían descubierto y corrieron hacia él en alegre y ruidoso tropel.
—¡Koru! ¿Por qué te escondiste?
—¡Ven a ver a la señora que canta y a su precioso perro!
—¡Ven a jugar!
Saltaron sobre Koru y, besándolo y palmeándolo como un hermano perdido, lo arrastraron hasta donde aguardaban Índigo y Grimya. Mientras se acercaban Índigo pudo ver con claridad el rostro del chiquillo; su expresión era de total desolación y miedo, y el terror se pintaba en sus azules ojos.
Índigo se agachó cuando los niños lo dejaron ante ella e modo que su rostro quedara a la misma altura que el niño y no lo intimidara tanto.
—Hola, Koru —saludó con dulzura.
—¡No pienso regresar! —exclamó él, girando la cabeza un lado con violencia.
—Koru, no tienes por qué tenerme miedo. Sólo quiero hablar contigo.
—¡No, no lo quieres! —Volvió a mirar, y de repente su voz se llenó de desesperado veneno—. ¡No es cierto! ¡Lo sé! ¡Has venido para llevarme de vuelta, has venido para hacer que regrese contigo! ¡Y no lo voy a hacer, no lo haré, y tú no puedes obligarme! Ya no eres mi amiga. ¡Vete! ¡Eres igual que los otros; que papá y mamá y Elli y todos los tíos y tías! ¡Haces lo que ellos te dicen, porque eres igual que ellos! ¡Pensé que no lo eras, pero lo eres! ¡Han hecho que estés muerta!
Se produjo un silencio largo y espantoso. Incluso los niños se daban cuenta de que algo no iba bien, y se apartaron de Koru mirándolo con ojos asombrados. Algunos se llevaron el pulgar a la boca con expresión de preocupada desilusión, y una niña muy pequeña empezó a llorar.
Koru se quedó solo en actitud desafiante, contemplando a Índigo como un pequeño pero feroz animalillo. Índigo intentó desesperadamente encontrar algo que decir, pero no halló nada que no amenazara con empeorar aún más la situación. Y las últimas palabras de Koru todavía resonaban en su cabeza: «Eres igual que los otros. Han hecho que estés muerta».
Entonces, inesperadamente, Grimya se adelantó. Avanzaba con mucha cautela y muy despacio, con los ojos ambarinos clavados en Koru. El chiquillo la vio, le dedicó una rápida mirada, y frunció el entrecejo como si por un momento vacilase. En ese momento, ante el asombro de Índigo, Grimya habló.
—K... Koru... —dijo con su ronca voz vacilante—. ¿Estoy yo muerta, como los otros? ¿Me od... odias también a mí? ¿a mi?
Koru abrió los ojos de par en par, asombrado.
—Grimya..., ¡puedes hablar!
—Sssí. Hablo. —La loba envió un silencioso mensaje a Índigo: «No digas nada; no hagas nada». Inclinó la cabeza con aquel aire tímido tan suyo—. No te lo di... jimos antes. No nos atrrrevimos a decírtelo ni a ti, Koru. No porque lo dijeran los otros, sino porque teníamos miedo de lo que hicieran.
Koru tiró de su labio inferior con un dedo vacilante.
—¿También les teníais miedo?
—Sssí. No habrían comp... prendido, y nos habrían echado. Es por eso que... —vaciló, e Índigo escuchó su muda disculpa por la inocente mentira que venía a continuación—... vinimos a este lugar. No a llevarte de vuelta: a estar contigo.
Índigo contempló a la loba con estupor. Jamás se le había ocurrido que Grimya pudiera ser tan tortuosa; pero tortuoso era una calificación injusta. La loba comprendía a Koru a un nivel profundo y fundamental que ella jamás podría alcanzar; Koru era un niño, y también Grimya era infantil. Ella conocía y compartía las sencillas pero a la vez vitales esperanzas, sueños y temores de un niño; emociones libres y sin restricciones que para Índigo, como para la mayoría de los humanos, se perdían irremisiblemente cuando la infancia quedaba atrás. De improviso, le vino a la mente el recuerdo de Grimya corriendo, saltando y ladrando durante su febril persecución a través de prados y bosques, y con él otra imagen que Índigo jamás había presenciado pero sí imaginado a menudo: el pequeño y ansioso cachorro explorando el extraño nuevo mundo del bosque del País de los Caballos en el que acababa de nacer, antes de que los suyos se dieran cuenta de su mutación y lo expulsaran como un paria. Repentinamente angustiada, la muchacha se llevó una mano al rostro...
—¡Índigo! —Era la voz de Koru, bastante cambiada ahora—. ¡Estás llorando!
—No... —Fue una negativa automática, un impulso; Índigo sorbió con fuerza y se secó los ojos con el dorso de la mano—. No, no lloro. Ahora no.
—Mi madre dice que no está bien llorar, pero yo no la reo. No está mal, no aquí. Yo... — Koru luchó consigo mismo durante un momento; la juventud y la inocencia le impedían comprender más que una ligera parte—. Yo..., yo no quería decir lo que dije. Sobre lo de que estabas muerta. Lo siento, Índigo.
Le fue imposible contestarle pero hizo un gesto con la fulano para quitarle importancia.
—Si me hubieras dicho lo de Grimya. —Koru miró a la loba con expresión admirada—. Si lo hubiera sabido, todo podría haber sido diferente. Pero pensé que habíais venido a sacarme de aquí, y no pienso regresar. —Sacudió la cabeza—. No lo haré.
—Koru...
Pero la voz mental de Grimya interrumpió lo que Índigo había estado a punto de decir.
«No, Índigo. Creo que no sería, sensato discutir con él ahora. » Índigo reprimió sus palabras, y suspiró. Luego, de pronto, sintió que le tiraban de la manga.
—Señora que canta. —Se trataba de la chiquilla de rostro solemne. Más atrevida que sus compañeros, se había adelantado y ahora miraba a Índigo con mirada seria y atenta—. Le toca bailar a Koru.
Lo incongruente de su preocupación, declarada con tanta firmeza, hizo que Índigo se atragantara con un inesperado ataque de risa. Koru sonrió de oreja a oreja.
—¡Sí, Índigo! ¡Bailemos! —Hizo una pausa—. Estaba en la torre. Te oí y quería tomar parte, pero no me atrevía. Ahora ya no tengo miedo. —De improviso extendió los brazos hacia ella para ayudarla a ponerse en pie—. Ojalá hubieras traído el arpa; me gusta. Pero de todos modos no importa, porque supongo que el Benefactor te puede hacer otra si se lo pides.
No fue hasta que la hubo ayudado a incorporarse que Índigo se dio cuenta de lo que el niño acababa de decir.
—¿El Benefactor? Koru, háblame del Benefactor. ¿Qué es? ¿Quién es?