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—Bueno, la verdad es que no lo sé muy bien —contestó—. Verás, sólo lo he visto una vez, y no le hablé. Pero todos mis amigos lo conocen. A veces todos fingimos que es un rey.
Eso es divertido... En una ocasión tuve un libro en el que salían reyes, de modo que lo sé todo sobre ellos y se lo puedo contar a los otros.
Índigo se dio cuenta de que Grimya observaba a Koru con gran atención. Vaciló y luego aventuró, intentando mantener la voz neutral:
—¿Así que no os... tiene prisioneros aquí? —¿Prisioneros? —Los ojos de Koru se abrieron desmesuradamente, y el niño se echó a reír con fuerza—, ¡Índigo, tienes unas ideas tan tontas! Todos mis amigos quieren al Benefactor. Dicen que no es lo que en Alegre Labor creen que es, y que todos los de allí saben la historia al revés. Creo que eso es muy divertido, ¿no te parece? Grimya, intervino antes de que Índigo pudiera responder. «Índigo, no le hagas más preguntas. No ahora. Su confianza en nosotras pende de un hilo muy fino, me parece, y sería mejor asegurarse de ella antes de intentar convencerlo para que regrese a casa. Además», agitó la cola, indecisa, «no quiero decepcionar a los niños».
Había un leve deje de tristeza en su voz mental, como si no estuviera convencida de la necesidad de conseguir que Koru regresase a casa, Índigo iba a protestar cuando se dio cuenta con gran consternación por su parte de que , no estaba totalmente en desacuerdo. El contraste entre la felicidad de Koru y la clase de vida que lo esperaba allá en Alegre Labor era enorme. ¿No sería posible, sólo posible, que el niño estuviera mejor en este mundo... ?
La insidiosa idea la horrorizó. No podía permitirse considerar tal posibilidad; era poco escrupuloso y una terrible traición a Hollend y Calpurna que habían sido tan buenos con ella. Sacudió la cabeza para desterrar aquellos pensamientos, y advirtió que los niños volvían a amontonarse a su alrededor.
—¡Señora que canta, señora que canta! —¡Terminemos el baile!
—¡No, no; empecérnoslo otra vez! ¡Será aún más divertido!
Koru le tiró de la mano.
—¡Vamos, Índigo! ¡Vuelve a empezar, canta la canción! Grimya ladró, la cola agitándose ansiosa ahora, e Índigo cedió. Los niños formaron un nuevo corro y empezaron a saltar a su alrededor, con la loba y Koru entre ellos, Índigo levantó los ojos hacia las cinco relucientes torres de color pastel que se elevaban hacia el cielo; luego aspiró con fuerza y comenzó a cantar.
La diversión continuó indefinidamente hasta que Índigo perdió por completo el sentido del tiempo. Los niños parecían incansables, y la finalización de cada baile o juego provocaba sonoras y apasionadas súplicas de uno nuevo hasta que llegó un momento en que Índigo sintió que ya no podía entonar ni una sola nota más.
Alzó ambas manos en señal de protesta al estallar un nuevo grito en demanda de otro juego. —¡Por favor, por favor! —suplicó. «¡Dulce Señora!», pensó con desesperación. «¿Cuántas horas han transcurrido? ¿Qué estará sucediendo en Alegre Labor... y qué deben de pensar Hollend y Calpurna?»
»¡Mi garganta está demasiado cansada! —La rodeó con Una mano y sacó la lengua, haciendo una horrible mueca; los niños se echaron a reír divertidos, e Índigo les siguió la corriente—. ¡Soy demasiado vieja para mantener vuestro ritmo mucho tiempo!
Se llevó la otra mano a la espalda y empezó a dar torpes saltitos como una anciana en una obra cómica. La exhibición fue recibida con estruendosas carcajadas, e Índigo se sintió ligeramente sorprendida ante lo fácil que le había resultado adoptar el papel de compañera de juegos y animadora; también se dio cuenta de que se estaba divirtiendo enormemente con todo aquello, igual que se había divertido en su anterior juego con Grimya, cuando se olvidó de todo en alas de una total y desenfrenada diversión.
Pero ¿había algún mal en tan inocente juego? Los rostros embelesados de los niños habrían sido recompensa suficiente en cualquier circunstancia; en este entorno tranquilo y a la vez estimulante el encanto se multiplicaba por diez.
Ahora estaban silenciosos, o al menos tan silenciosos como les permitía su entusiasmo, Índigo abandonó la pose cómica y anunció:
—Debo descansar un rato. Tengo la voz ronca, y los pies destrozados. —Necesitaba encontrar algún modo de separar a Koru del resto sin despertar sus sospechas ni las de ellos. Tenía que hablar con el niño.
Una de las niñas tomó la palabra.
—¡Ya sé! Nosotros te cantaremos una canción a ti. —Se volvió a sus compañeros más próximos—. Nosotros sabemos canciones, ¿no es verdad? ¡Muchas canciones!
Se elevó un murmullo de voces.
—¡Oh, sí, claro que sí, muchas! ¡Cantemos una ahora!
—¿Cuál?
—La que más me gusta es la canción de los saltitos. —No, no, ya hemos cantado ésa. Cantemos la otra. Ya sabéis, la del bote. —¿Qué es un bote? —¡Yo sé lo que es un bote! Va sobre el agua, y flota. ¡Sí, cantemos ésa!
Se escuchó un coro de aprobación general, y dos chiquillas menudas pero enérgicamente maternales se adelantaron corriendo para aplastar la hierba y convencer a Índigo de que se sentara.
—Vamos, señora que canta, siéntate aquí y te cantaremos. —Se ocuparon de que estuviera cómoda, y luego volvieron a incorporarse de un salto—. ¡Vamos, Koru! Tú puedes dirigirnos.
Koru, con las mejillas coloradas de satisfacción, sonrió a Índigo.
—Ellos me enseñaron esta canción —explicó algo avergonzado—. No la sé muy bien aún, pero lo intentaré.
—¡Vamos, vamos, Koru! —le instaron los otros, impacientes.
Koru se irguió en toda su estatura y, con voz aguda pero auténticamente de soprano, empezó a cantar.
Y a Índigo le dio la impresión de que el corazón le había dejado de latir.
Era imposible —o eso al menos se dijo— poder estar segura, porque la melodía no era exactamente como la recordaba y Koru no sabía toda la letra. Y existía siempre la posibilidad de que la canción, antigua como era, hubiera conseguido llegar a Alegre Labor y a las mentes de los niños fantasmas. Pero la canción que entonaba Koru le era tan familiar como lo había sido el anterior estribillo; una canción de las Islas Meridionales: una saloma marinera de su país natal, que no había vuelto a escuchar desde hacía más de medio siglo.
Mientras Koru continuaba con su canción ella permaneció inmóvil observándolo, desconcertada, y cuando se incorporaron las voces de los otros niños, alzándose en ; alegre coro, ella apenas si se dio cuenta. Cuando la canción terminó por fin, Índigo seguía inmóvil, la mirada fija al frente.
Durante varios segundos reinó el silencio, que se fue volviendo más y más incómodo. Koru miró subrepticiamente a sus amigos pero se encontró con que estaban tan perplejos como él. Se acercó a Índigo y estudió su rostro con atención.
—Índigo, ¿he hecho algo malo? ¿No te gusta la canción? ¿Qué sucede?
Los demás niños también la rodearon, gorjeando y murmurando llenos de preocupación.
—¿Qué sucede?
—¿No se encuentra bien la señora que canta?
—¿Cómo podemos hacer que se ponga bien?
Súbitamente Índigo pareció salir de su trance. Parpadeó, sus ojos se clavaron en el montón de rostros que tenía adelante.
—Koru..., ¿dónde aprendiste esa canción? Una de las niñas miró de reojo a Koru. —¿No te gusta? —preguntó la chiquilla.
—Sí... oh, sí, me gusta mucho. Pero... —volvió la cabeza despacio y los fue mirando de uno en uno—, ¿dónde la aprendisteis?
Los niños fruncieron el entrecejo entre murmullos. Uno o dos se rascaron la cabeza perplejos; luego un muchacho tomó la palabra. —La aprendimos de Koru.
—No, no es cierto —protestó otro—. Nosotros se la enseñamos a Koru. ¡Lo acabamos de decir! Una tercera criatura intervino entonces. —Es cierto. —Sonrió con afectación—. Yo sé dónde la aprendimos. —¿Dónde?
—En la torre del bosque. ¿Recordáis? Cuando fuimos a ver la torre. La torre nos la cantó. —¡No seas ridículo! ¡Las torres no cantan! —Ésta sí. Sabéis que lo hace; la hemos oído. — No era la torre, tonto. Era el hombre dormido. —Koru no estaba aquí entonces. —No, por eso tuvimos que enseñarle la canción más tarde. Pero fue el hombre dormido. —El chiquillo miró triunfante primero a Grimya y después a Índigo—. El hombre dormido; él la cantó.
Una curiosa excitación se agitó en Índigo, que inquirió: —¿Quién es el hombre dormido? —En realidad no lo sabemos —respondió el niño encogiéndose de hombros—. Vive en la torre. Al menos lo hace de vez en cuando, aunque no siempre está allí. —¿Dónde se encuentra esta torre? —En los bosques. —Una mano señaló vagamente más allá del muro— . Está bastante lejos, por eso no vamos muy a menudo.
—Pensamos que era la torre que nos cantaba —apuntó una niña—. Pero eso es estúpido, porque las torres no cantan.
—¡Sí que pueden! ¡Ésta lo hace!
—No, no, no. Es el hombre quien canta. A veces, cuando está allí, canta mientras duerme, y memorizamos algunas de sus canciones. Fue muy ingenioso, ¿verdad? Las memorizamos. ¡Fuimos muy listos!
El cerebro de Índigo trabajaba a toda velocidad intentando comprender la embarullada cháchara de los niños. ¿Un «hombre dormido», que a veces estaba ahí, y a veces no, que conocía canciones de las Islas Meridionales y que las cantaba mientras dormía? No tenía sentido. ¿Qué querían decir los niños? Resultaba imposible seguir de forma lógica el funcionamiento de sus mentes, ya que revoloteaban de un tema a otro como pájaros al tiempo que daban su propia e indescifrable interpretación a todo. Mentes de fantasmas... Reprimió un escalofrío que le subió por la espalda e intentó cogerla por sorpresa. Debía descubrir qué había detrás de todo esto. A lo mejor no conduciría a nada, se quedaría en nada; pero —y en ese momento no habría podido explicar por qué— tenía que saber.