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Así pues cuando la nueva voz le habló desde las sombras, el sobresalto que le produjo su identificación fue aún mayor.

—No puedes despertarlo, Índigo —dijo la voz—. Aún no..., no tú sola. Pero yo puedo ayudarte.

Índigo alzó la cabeza con la misma rapidez y violencia que si alguien la hubiera golpeado en la mandíbula. Se volvió, y su mano derecha voló al cinturón, dispuesta a sacar el cuchillo de la funda. Pero el cuchillo no estaba allí; lo había olvidado en el otro mundo, tras dejarlo caer en la Casa del Benefactor cuando intentaba forzar la cerradura de la puerta del muro. No pudo hacer otra cosa que mirar, enfurecida y llena de incredulidad, a la figura que tenía delante.

Némesis, la criatura-demonio que representaba su propio lado siniestro, no se arredró. Sus ojos brillaban como monedas de plata en la penumbra; su pequeño rostro felino era como el rostro de un fantasma.

—Hermana... —empezó a decir.

—¡No te atrevas a llamarme eso!

Apretó los puños con rabia mientras, a renglón seguido del primer sobresalto, surgía de su interior un torrente de repugnancia; recuerdos de los actos y engaños perversos de Némesis, recuerdos de sentimientos de amargura y odio, y las cicatrices de una enemistad inmortal e implacable. Quiso chillarle a aquella criatura a la cara pero no consiguió encontrar palabras suficientemente groseras. Deseó arrancarle los plateados cabellos, sacarle los plateados ojos, aplastar su puño una y otra vez contra aquel rostro odioso de perpetua sonrisa...

Pero Némesis no sonreía. Despacio y de forma casi subliminal, Índigo empezó a darse cuenta de que, por una vez, no aparecía aquella mueca burlona en sus labios, no había ironía en sus ojos. La expresión de despiadado triunfo que había perseguido sus sueños durante medio siglo había desaparecido, reemplazada por una expresión de melancólico anhelo. El descubrimiento hizo vacilar la resolución de Índigo. De improviso dejó de estar segura del terreno que pisaba, y, aunque apenas podía hablar, obligó a las palabras a salir.

—¿Qué quieres?

—Hermana —repitió Némesis—, podemos despertarlo. Juntas, tú y yo. Tenemos ese poder.

A Índigo se le hizo un nudo en la garganta al sentir en ella el zarpazo de una intuición que no quería aceptar. ¿Juntas?

—¡No!

La intuición se hizo pedazos cuando los malos recuerdos afloraron otra vez aja superficie como un torrente, y con un violento gesto Índigo se puso en pie de un salto, ocultando el derrumbado cuerpo de Fenran de la vista de Némesis.

—¡Maldita seas! No lo tocarás. ¡No lo harás! ¡Inténtalo y te aniquilaré!

Némesis vaciló. En ese momento, el débil sonido de un suspiro surgió del sillón.

¡Fenran! —Índigo giró en redondo con tal brusquedad que casi pierde el equilibrio, mientras la esperanza y el terror la envolvían como una violenta marea.

El sillón estaba vacío. Fenran se había desvanecido.

—¡No! —chilló Índigo, enloquecida, lo que provocó un aullido de respuesta de Grimya y los gritos de los niños que esperaban fuera.

Se escuchó un sonido de patas en el exterior, y una voz —la de Koru— gritó su nombre, asustada. Némesis volvió la cabeza y, en el mismo instante en que la sombra de Grimya se proyectaba en el umbral, la figura de la diabólica criatura se esfumó.

—¡Índigo! —La loba corrió a su lado, con la mirada salvaje y los colmillos al descubierto listos para atacar a quienquiera que amenazara a su amiga—, ¿Índigo, qué es? ¿Qué sssucede?

A Índigo le fue imposible hablar al principio. Con el cuerpo convulsionado, las manos apenas bajo control, señaló el sillón sin decir nada. Grimya lo miró.

—¡Se ha ido! Pero...

—Né... Némesis. —La voz de Índigo surgió por fin, trémula y poseída de un trasfondo de terrible violencia—. Estaba aquí, Grimya. Es... taba aquí. Dijo..., dijo... Y entonces Fenran, se..., se desvaneció... —Se cubrió el rostro con las manos.

Grimya paseó la mirada de Índigo al sillón y luego otra vez a Índigo. No comprendía, pero, antes de que pudiera intentar calmar a su amiga lo suficiente para hacer preguntas,

Koru entró corriendo.

—Índigo, Índigo, ¿qué pasa? —El niño estaba sin aliento—. ¡Chillaste!

La muchacha había conseguido dominarse ya, y agitó una mano en un veloz gesto negativo.

—Estoy bien, Koru. No hay nada de que preocuparse.

En absoluto tranquilizado, el niño echó una ojeada al sillón.

—¡Oh! —exclamó entonces, creyendo comprender—. El hombre dormido se ha marchado. —Dirigió una furtiva mirada a Grimya y añadió en un susurro—: ¿Fue eso, Grimya? ¿Fue eso lo que trastornó a Índigo?

Grimya no intentó responder a su pregunta, Índigo se dirigía ya a la puerta, despacio, con pasos rígidos. Estaba claro que seguía aturdida, y la loba corrió a su lado, la mirada levantada hacia ella llena de ansiedad. Koru se hizo a un lado cuando la muchacha pasó por su lado, pero ésta hizo como si no lo viera.

—Voy a regresar a Alegre Labor, Grimya —anunció, deteniéndose—. No..., no puedo quedarme aquí. No puedo. Fuera, las voces de los niños se alzaron con renovada animación. Grimya no les prestó atención; no sentía el menor interés por el juego que estuvieran llevando a cabo ahora.

—Índigo, essspera —imploró—. No com... prendo. La muchacha sacudió la cabeza. Carecía de palabras para explicarlo. Más tarde, quizá, le sería posible, pero no ahora. Volvió a iniciar la marcha... y entonces las dos escucharon lo que los niños gritaban en el exterior. —¡Está aquí, está aquí! —¡Ha venido a jugar con nosotros! —¡Ven y juega con nosotros! ¡Ven a ver a la señora que canta y a su perra gris!

—¡Oh, teníamos tantas ganas de que vinieras a jugar! —exclamó una solitaria voz aguda. Índigo y Grimya se pararon en seco, y la absurda posibilidad pasó dando tumbos por la mente de la muchacha. ¡Fenran! Había regresado...

Inclinando la cabeza para franquear el bajo dintel, corrió al exterior, a la moteada luz del sol..., y se detuvo. Los niños ya lo habían rodeado, ansiosos y excitados como una carnada de cachorros que saludara a su muy adorado amo. Se aferraban a sus mangas, le tiraban de la túnica, estiraban los brazos para tocarle el rostro. En el centro , riendo entre dientes, gastando bromas y disfrutando todas luces de su adulación, el Benefactor extendía los brazos en gesto de bienvenida general.

Índigo dejó caer los hombros mientras volvía la cabeza, reprimiendo las lágrimas. Por un momento, sólo por un momento, había creído que... Tendría que haberlo sabido claro. La esperanza había sido falsa. La presencia de Némesis lo había demostrado.

—¿Índigo? —El Benefactor la había visto. Ella se negó a mirarlo.

—Regreso a Alegre Labor. No intentes disuadirme; no intentes siquiera hablar conmigo, o yo... —Las palabras murieron al darse cuenta de que no haría nada, incluso aunque fuera posible, no tendría sentido. Volvió a repetir para sí las palabras dichas a Némesis—: Maldito seas...

—Ah. —Grimya había salido también de la torre, y vio la expresión de los ojos del Benefactor aunque Índigo no la viera—. Creo comprender. —Miró a los niños que alborotaban a su alrededor y alzó ambas manos pidiendo silencio—. ¡Pequeños, pequeños! Claro que jugaré con vosotros, pero dentro de un rato. —¡Ohhh! —gimieron.

—¡Chitón, chitón! Hay algo que tengo que hacer primero. En cuanto haya terminado, jugaremos un juego nuevo.

Se intercambiaron guiños, apaciguados sólo en parte. —Bueno... —dijo uno, indeciso.

—¡Mirad! —El Benefactor juntó las manos—. Tengo un regalo para vosotros. —Separó las manos, y una pelota, que relucía multicolor, se materializó entre sus dedos. «¡Atrapad la pelota, pequeños! ¡Atrapad la pelota, si podéis!

El Benefactor arrojó el brillante juguete al aire, donde flotó como un pájaro; luego, con voluntad propia, salió despedido como una flecha en dirección a los árboles. Los niños se lanzaron tras él entre agudos gritos de alegría; Índigo vio cómo la niña que los había acompañado al bosque cogía de la mano a Koru y lo arrastraba con ella a la tumultuosa marea de vociferantes niños.

El Benefactor los siguió con la mirada hasta que se perdieron de vista, sus voces lejanas ahora y apenas audibles en las profundidades del bosque, y entonces se volvió para mirar a Índigo.

—Así pues —dijo—, has encontrado lo que buscabas, Índigo giró por fin para encontrarse con sus firmes ojos castaños, pero el rostro de la muchacha estaba descompuesto.

—¿Qué clase de criatura eres? —inquirió en voz baja y cargada de veneno—. Si querías atormentarme, o jugar conmigo a otro de tus estúpidos juegos infantiles, ¿no podías encontrar otra forma?

—¡Ah, sí; ya veo! De modo que todavía no comprendes.

—¡Lo comprendo muy bien!

—No, no creo que lo hagas. No invoqué una imagen de Fenran para atormentarte, Índigo. El hombre que vista durmiendo en la torre no es menos real que tú; no menos real que Grimya, o Koru, o incluso los niños a los que todavía insistes en considerar como fantasmas.

—¡Pero no pude despertarlo! —Las emociones se apoderaron de ella.