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—Es cierto. Ni lo despertarás, a menos que comprendas la auténtica naturaleza de este mundo y vuelvas a encontrar la parte perdida de ti misma que reside aquí.

Al hablar había ido avanzando hacia ella; la muchacha irguió la cabeza con brusquedad, y el Benefactor se detuvo.

—¿Parte de mí misma?

—Sí —asintió el Benefactor con severidad—. La parte que llamas Némesis.

—¡No aceptaré eso! —exclamó con expresión rígida—. No puedes decirme que...

—Índigo —la interrumpió el Benefactor—, mira en tu corazón. Durante muchos años has sabido que Némesis era una parte de ti, y has intentado destruirla. Pero, si tuvieras éxito, ¿qué sucedería? Perderías la única oportunidad de convertirte en lo que fuiste una vez, antes de que se iniciaran todas estas duras pruebas. Perderías, para siempre, la oportunidad de estar completa. Porque tú y Némesis formáis parte de una misma entidad; una entidad que, hace mucho tiempo, se llamaba Anghara.

Índigo no quería escucharlo. El recuerdo de Némesis estaba demasiado nítido, el odio demasiado fuerte. Pero en alguna parte de ella misma brillaba una diminuta llama de incertidumbre. Incertidumbre, y algo más. ¿Nostalgia?

—¿Sabes cuál es la auténtica naturaleza de este mundo, Índigo? —inquirió con suavidad el Benefactor—. ¿Sabes por qué los niños viven aquí en esta desamparada, lastimosa simplicidad? ¿Por qué tu amor, Fenran, descansa en esta torre, inmerso en un sueño del que nadie puede sacarlo? ¿Y por qué Némesis ha buscado, y encontrado, una especie de consuelo aquí? Te lo diré. Es porque este mundo es un refugio para los espíritus. No para los espíritus de los muertos, porque el cuerpo de cada uno todavía vive y respira en el mundo físico. Pero aquellos cuyos espíritus han encontrado refugio aquí están incompletos.

Han perdido su integridad o han renunciado a ella; han perdido esa preciosa esencia de sí mismos que los convierte en algo más que seres de carne y hueso. Y así pues, expulsadas y desnutridas, estas esencias han tomado otra forma y huido a un lugar en el que puedan vivir seguras. Los amigos que ha hecho Koru aquí, esos niños felices y bulliciosos, son los espíritus de los habitantes de Alegre Labor; espíritus que, al contrario que sus envolturas físicas, no han destruido su propia habilidad para soñar.

Índigo tenía la mirada fija en el Benefactor; una mirada extraña, casi ciega. «El cuerpo de cada uno todavía vive y respira en el mundo físico», había dicho...

—¿Intentas decirme que Fenran..., que el espíritu de Fenran está aquí?

—Su alma, su espíritu, su esencia. —El Benefactor realizó un gesto de impotencia—. Tantos nombres diferentes para algo que las palabras no pueden abarcar. Pero, al igual que los niños, su mente ha buscado un refugio.

—Y... —Casi no se atrevió a articular la pregunta—. ¿Y su cuerpo?

—Eso no lo puedo decir, porque no lo sé. Todo lo que puedo decirte es que, cuando su cuerpo duerme, su espíritu encuentra un respiro aquí, ya que la mente inconsciente puede atravesar los portales que separan las dimensiones.

—Entonces está realmente vivo...

—Sí, está realmente vivo. Pero tú ya lo sabías, Índigo. ¿Qué otra cosa te habría dado la energía y voluntad necesarias para buscarlo durante estos cincuenta años?

Índigo aspiró con fuerza. Esto era monstruoso; el Benefactor intentaba manipular su cerebro, intentaba encaminarla hacia alguna loca ambición propia... Y entonces recordó su anterior encuentro. Éste era el anzuelo, la trampa dispuesta para atraerla: Fenran —o la imagen de Fenran, pues aunque lo había tocado y sentido seguía sin poder confiar en nada en este mundo— colocado ante ella como un refulgente trofeo a conquistar. ¿Y el precio? Ayuda a mi gente, le había pedido él. Libéralos de este cáncer diabólico...

—¿Qué quieres? —Siseó las palabras por entre los apretados dientes—. ¿Qué quieres en realidad de mí? El Benefactor suspiró.

—Nada más ni nada menos que lo que ya te he dicho: tu ayuda para hacer que las gentes de Alegre Labor vuelvan a estar completas.

—¿Y a cambio de eso... me ofreces a Fenran? —No. —Sacudió la cabeza—. Yo no puedo devolverte a tu amor; yo no hago milagros. Pero, si haces lo que pido, obtendrás el poder para despertarlo.

Uno de los músculos de la mejilla de Índigo empezó a temblar violentamente sin que ella pudiera hacer nada por detenerlo. —¿Cómo?

—Reuniendo a todos estos espíritus perdidos con sus correspondientes cuerpos, para que ya no necesiten buscar refugio en este mundo. Pero, para poder curarlos, debes curarte antes a ti misma. —Los dulces ojos castaños adoptaron de improviso una expresión penetrante—. Ésa es la única forma de ayudarlos, Índigo, y sólo de este modo podrás conseguir despertar a tu Fenran a la vida. Lo has encontrado, pero todavía os separa una barrera. Para romperla, y ayudar a mi gente a recorrer el sendero, tú y Némesis debéis reconciliaros. —Hizo una pausa— A alguien como yo le resulta difícil suplicar, pero te suplico ahora. ¡Ayúdanos, Índigo! Acepta a Némesis, vuelve a ser una criatura completa, y conduce a estos espíritus perdidos a su Bogar.

Volvió a quedar en silencio tras estas palabras, ligeramente encogido de hombros como para dar a entender le había hecho todo lo que estaba en su mano y ya no había nada más que pudiera decir o hacer. Durante un buen o Índigo permaneció inmóvil con los ojos fijos en él mientras su cerebro absorbía la fantástica petición. Confiar en Némesis... Era una locura, una obscenidad. Némesis era su peor enemiga, un ser cuya existencia estaba dedicada por completo a acabar con ella.

Las palabras de la criatura de ojos plateados volvieron a resonar en su cerebro: «Hermana, nosotras podemos despertarlo. Juntas, tú y yo. Tenemos el poder».

—¡No!

La palabra saltó por fin. El Benefactor la tentaba con aquello que más deseaba su corazón, le prometía la felicidad que durante cincuenta años había constituido su único sueño. Pero no era más que eso: un sueño. No podía confiar en él.

—No —repitió Índigo, y esta vez el timbre de su voz denotaba total decisión. De pronto se sentía totalmente tranquila—. Me dices que, si quiero despertar a Fenran, primero debo ayudar a los habitantes de Alegre Labor, y dices que tengo el poder para hacerlo. Muy bien. ¡Si es así, entonces removeré cielo y tierra para conseguirlo! Pero lo haré sola. Némesis ya no forma parte de mí. La he vencido, y ahora la aparto de mí. No necesito a esa criatura diabólica, ¡porque estoy completa!

El Benefactor le devolvió la mirada sin parpadear.

—Estás equivocada, Índigo —declaró con gran pesar.

Los labios de la muchacha se torcieron en una sonrisa desdeñosa.

—Siento diferir, Benefactor; y creo que me conozco mejor de lo que tú jamás me conocerás. Voy a regresar a Alegre Labor. ¡Voy a llevar la buena noticia de que he encontrado a Koru, y voy a mostrar a tu gente la verdad sobre este mundo y lo que contiene!

Giró sobre sus talones, dando la espalda al Benefactor. A su espalda escuchó un suspiro.

—Sea como deseas, entonces. Regresa junto a los míos. Diles la verdad, y muéstrales lo disparatada que es su incredulidad.

El aire empezó a relucir, y de repente Índigo se encontró mirando un rectángulo de apagado brillo que flotaba en el aire ante ella. En sus profundidades se vislumbraba la habitación del piso superior de la Casa de Alegre Labor, espectral y sombría.

—Yo no necesito el espejo para moverme entre los mundos —dijo el Benefactor—. Se trata simplemente de un artilugio; uno de muchos. Si deseas regresar aquí y cuando lo desees, puedes utilizar cualquier medio que te dicte tu voluntad. Te llevas contigo mis mejores deseos, pero creo que descubrirás que la esperanza y la buena voluntad no son remedio suficiente para otorgar la vista a un ciego. Sus palabras mostraban una tranquila resignación, y, cuando Índigo volvió la cabeza para mirarlo, vio que su rostro estaba impasible. Parecía haber aceptado la derrota, y la joven se vio sorprendida por una efímera sensación de intensa tristeza que emanaba del Benefactor. No obstante, seguía sin confiar en él; seguía sin saber qué clase de ser era: fantasma o criatura que hubiera regresado de entre los muertos, amigo o enemigo. Pero fuera lo que fuera, o lo que hubiera sido en una ocasión, no era un demonio, Índigo sintió lástima... y, a pesar de lo extraño que resultaba reconocerlo, se dio cuenta de que en otras circunstancias podría haber sentido un gran afecto por él. Bajó los ojos para mirar a Grimya, y su voz sonó curiosamente ronca cuando preguntó: —¿Vienes, cariño?

Grimya no contestó de inmediato. No había pronunciado una palabra ni proyectado un solo pensamiento al cerebro de Índigo desde la llegada del Benefactor, y ahora lo miraba a él y a la torre con expresión apenada. Por fin se pasó la lengua por el hocico. —Sssí, voy.

Índigo se aproximó al rectángulo de suave luz; luego, tal y como había hecho Grimya, volvió la cabeza para mirar al Benefactor.

—Demostraré que te equivocas. Puedo... y lo haré. Su mano atravesó la luz, seguida del brazo y el hombro. Dio otro paso; se produjo un leve resplandor, como si se hubiera removido brevemente un estanque de aguas Oscuras, y la muchacha desapareció. — Pequeña loba —dijo el Benefactor cuando el animal empezó a avanzar para seguirla—, si me necesitas en algún momento, siempre me encontrarás en la Casa.

Grimya vaciló. Sintió que tenía que decir algo pero su cerebro carecía de las palabras adecuadas y no las encontró. Dejó caer orejas y cola y, con un breve y triste gemido, siguió a Índigo a través del portal.

En el mismo instante en que la loba desaparecía se escuchó un revuelo entre los árboles que bordeaban el claro, seguido de voces infantiles. El Benefactor levantó los ojos y movió rápidamente las manos; el rectángulo de luz se esfumó mientras los niños, con Koru a la cabeza, aparecían corriendo y gateando ante él. —¡La cogimos, la cogimos! —¡Cogimos la pelota!

—¿Verdad que somos listos? ¿Verdad que sí? Se pusieron a bailar a su alrededor entre gritos y risas. Entonces, de repente, Koru se detuvo a mitad del baile y miró a su alrededor. Sus azules ojos se abrieron desmesuradamente. —¿Dónde está Índigo?

—Ha regresado a Alegre Labor, Koru —respondió el Benefactor dirigiéndole una dulce sonrisa. —¡Oh! Pero yo creí que se iba a quedar con nosotros... —No podía quedarse — repuso él, negando con la cabeza—. Tiene... trabajo que hacer. Koru adoptó una expresión alicaída. —¿Regresará? Pensé que se quedaría. Confié en que lo haría... para siempre jamás. —Las comisuras de sus labios se doblaron hacia abajo pesarosas—. La echaré de menos.

—¿Lo harás? —La mirada del Benefactor se volvió más pensativa—. Pero seguramente te sientes feliz aquí con todos tus amigos...

—Sssí, pero... —Koru le dedicó un curioso encogimiento de hombros—. Ellos sólo quieren jugar. A mí también me gustan los juegos, pero a veces me..., me gustaría hacer otras cosas. —Se interrumpió y lanzó un suspiro—. Echaré de menos a Índigo y a Grimya. —Podrías haber regresado con ellos a Alegre Labor. —No. —La pequeña cabecita rubia dio una enérgica sacudida—. No podría. No podría.

El Benefactor no dijo nada más. Los otros niños reclamaban a gritos que volviera a lanzar la reluciente pelota, y dos de ellos corrieron hasta Koru y, cogiéndolo de las manos, lo instaron a que se uniera a su frívola danza. Koru dejó que lo arrastraran; pero, cuando el chiquillo se dio la vuelta, el Benefactor descubrió el tenue brillo de una lágrima indecisa en el rabillo de uno de sus azules ojos.

Una vez más tuvo lugar el suave y sutil cambio entre mundos, la sensación de traspasar un simple umbral. En cuanto se fundió con aquella puerta sobrenatural, Índigo olió el seco y mohoso aroma de la Casa de Alegre Labor y percibió el cosquilleo del polvo en la nariz. Las sombras la envolvieron y se encontró de vuelta en el último piso, en el sanctasanctórum del Benefactor.

Se produjo una segunda perturbación en el espejo, una ondulación del cristal, y apareció Grimya, retorciéndose y agitándose mientras cruzaba la barrera. La loba saltó al suelo y se sacudió, parpadeando.

—¡Estamos de vuelta! —Su voz denotaba alivio; luego volvió la cabeza para mirar por encima del lomo—. El otro mundo ha desaparecido.

El cristal del espejo no mostraba ahora más que sus propios reflejos, y la pálida luz del alba penetraba a raudales por la más oriental de las seis ventanas mugrientas que se abrían sobre sus cabezas, iluminando la desnuda estancia, la deslustrada corona sobre la peana acordonada, el espejo con su guardapolvo caído en el suelo, Índigo se frotó los ojos como si se despertara poco a poco de un sueño, y durante unos segundos permaneció inmóvil. — Voy a regresar a la ciudad, Grimya —anunció al fin—. Voy a ver a Hollend y a Calpurna. No quería hablar sobre lo sucedido y la loba no dijo nada, limitándose a inclinar la cabeza en señal de asentimiento. Las dos se pusieron en marcha en dirección a la escalera, cuando de pronto Grimya se detuvo en seco e irguió las orejas al frente, vigilante.

—¡Índigo! ¡O... oigo algo! Los ojos de la loba estaban fijos en la negra boca del hueco de la escalera, y al cabo de un instante también la muchacha oyó el ruido. Alguien se movía en el piso inferior. Por un instante Índigo se sintió casi convencida de que el Benefactor había regresado al mundo físico y llegado a él antes que ellas. Luego, haciendo añicos la sospecha, se escuchó una aguda voz femenina. —¿Quién anda por ahí? ¿Qué hacéis?