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—¿Qué es esto? —Tía Nikku empezó a subir hacia ellas, y las suelas de madera de sus zapatos repiqueteaban con fuerza sobre los peldaños. Sus ojos se entrecerraron hasta convertirse en rendijas mientras ascendía hasta lo alto de la escalera y se enfrentaba con Índigo, congestionada por la furia—. ¿Qué es esto? —volvió a exigir—. ¡La Casa está prohibida a estas horas! ¡Explícate al momento, por favor!
Índigo abrió la boca para hablar, pero se dio cuenta de que no podía ofrecer ninguna explicación que esta diminuta y entrometida mujer pudiera comprender, y mucho menos aceptar. La aguda mirada de tía Nikku escudriñó la sala y fue a detenerse en el descubierto espejo.
—¿Qué? —exclamó, señalando con la mano—. ¿Qué has hecho aquí?
Tras empujar a la joven a un lado corrió hasta el espejo y lo contempló horrorizada como si esperara verlo desintegrarse ante sus ojos. Luego giró en redondo.
—¡No se puede tocar ningún objeto de la Casa! ¡Esto es una grave desobediencia! —Se inclinó para recoger el guardapolvo, que agitó vigorosamente antes de intentar devolverlo a su lugar sobre el espejo. Al ver que era demasiado baja para alcanzar la parte superior del marco, y con la idea de apaciguarla, Índigo hizo intención de ayudarla, pero tía Nikku lanzó un chillido y le golpeó las manos.
—¡Ah, ah! ¡Ahora me atacas! ¡Eres una criminal! ¡Una ladrona!
Índigo perdió los estribos ante aquello.
—¡No seas ridícula! Sólo intentaba...
—¡Ladrona! —gritó tía Nikku—. ¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Has venido aquí a robar los tesoros de la Casa y a llevártelos contigo!
Volvió a golpear a Índigo como enloquecida, y la muchacha intentó sujetarla por los brazos, en un intento de detenerla; Grimya corrió en defensa de Índigo, y en medio del revuelo se perdió repentinamente el control de la situación. La conmoción no duró más que unos segundos, pero cuando terminó las uñas de tía Nikku habían arañado el brazo de Índigo mientras que la guía se encontraba sentada en el suelo entre los pliegues revueltos del guardapolvo, sujetándose una mano que sangraba por efecto de un mordisco de Grimya. Durante un tiempo todo permaneció en silencio.
—¡Ahhh! —Había más rabia que daño en el grito de la mujer cuando intentó incorporarse, se enredó con la ropa otra vez y por fin consiguió ponerse en pie algo vacilante—. ¡El animal me ha embestido! ¡Me ha herido!
Índigo se frotó el brazo mientras contemplaba enfurecida a la menuda mujer.
—Se limitaba a defenderme de ti. Y no es más que una herida superficial; ya casi ha dejado de sangrar. Te la limpiaré y...
—¡Esta no es la cuestión! —gritó tía Nikku con voz estridente—. ¡He sido atacada y tal cosa no se puede tolerar! —¡Tía Nikku, por favor, cálmate! —rogó Índigo, dirigiendo una rápida mirada al espejo—. Hay muchas cosas que explicar...
—¡Desde luego! ¡Y será explicado de inmediato, ante el ¡; comité!
—¡Por favor, quieres escucharme! Vine aquí... —¡Sé muy bien por qué viniste aquí! ¡Para robar! ¡Para hurtar! ¡Responderás de este delito, y se te impondrá el castigo adecuado!
Índigo comprendió que no se podía razonar con ella. La menuda mujer se mantenía muy rígida, diminuta pero temible como una arpía ultrajada, con los ojos llameando con justificado fervor. De improviso, con gran teatralidad, tía Nikku señaló el espejo.
—Volverás a colocar la tela sobre el artefacto, y luego vendrás conmigo para presentarte ante el comité adecuado. ¡Al momento!
Índigo suspiró. Habría resultado muy simple apartar a tía Nikku a un lado y abandonarla allí bufando de cólera pero impotente mientras ella y Grimya escapaban del edificio. Pero eso no haría más que complicar la situación. Era mejor dejar que la mujer se saliera con la suya, al menos hasta que Índigo pudiera transmitir al comité la noticia con la que había regresado a Alegre Labor. Eso, y nada más, era lo que importaba por encima de todo. Tenía que mostrar a los habitantes de Alegre Labor la verdad sobre el mundo fantasma y los niños que lo habitaban. No con la ayuda del Benefactor, ni tampoco con la de Némesis, sino mediante su propia voluntad.
No dijo nada a tía Nikku, sino que se limitó a recoger el guardapolvo caído y a colocarlo otra vez sobre el espejo. Sus ojos contemplaron por un instante el cristal pero éste sólo le devolvió su propia imagen. El mundo fantasma seguía invisible... y aguardando, Índigo acomodó el último pliegue de ropa sobre el espejo, ocultándolo por completo a la vista, y, siempre en silencio, se volvió y siguió a tía Nikku en dirección a la escalera.
Tío Choai no acostumbraba levantar la voz, y por ese motivo el sobresalto que provocó su repentino rugido en demanda de silencio tuvo el efecto deseado y triunfó allí donde todo lo demás había fracasado. Incluso las chillonas acusaciones de tía Nikku se interrumpieron antes de tocar a su fin, y la mujer se quedó mirándolo con la boca abierta por la sorpresa.
Tío Choai se irguió adoptando una expresión de dignidad herida y recorrió con la mirada los rostros agitados, interesados o simplemente desconcertados, que lo rodeaban.
—Este no es el comportamiento que se espera de los diligentes ciudadanos de Alegre Labor —anunció con severidad—. ¡Tal alboroto no es decoroso y no se permitirá que continúe! Existen procedimientos adecuados, y serán estos los que se seguirán, por favor.
De improviso todos los reunidos parecieron reacios a mirarse entre ellos a la cara, y todos los ojos se clavaron en el suelo. Alguien carraspeó para disimular. Sólo Índigo continuó mirando a tío Choai, pero —al menos por el momento— no dijo nada. Había sido pura casualidad que Choai estuviera realizando una visita de rutina a la Oficina de Tasas para Extranjeros cuando tía Nikku penetró en ella inflamada de virtud y proclamando a grandes voces sus quejas contra Índigo y Grimya. Como miembro del Comité de Extranjeros, y único miembro de edad disponible inmediatamente, Choai se autonombró al instante arbitro de la disputa y exigió saber qué era lo que sucedía. Tía Nikku se lanzó a una locuaz diatriba; los demás, llenos de curiosidad, se acercaron para averiguar qué sucedía, y en cuestión de minutos la zona situada frente al mostrador de la recepción de la Oficina de Tasas quedó atestada de espectadores, muchos de los cuales se unían a la disputa con preguntas y opiniones de su propia cosecha, Índigo descubrió que Thia estaba allí, y detrás de toda la multitud incluso vislumbró el tímido rostro de Mimino, la viuda del doctor Huni; pero, con gran contrariedad por su parte, no vio la menor señal de la presencia de Hollend o Calpurna ni de ningún otro residente del enclave.
La muchacha no creía poder controlar su genio durante mucho más tiempo. Al principio, al negarse tía Nikku a escuchar una sola palabra de lo que le explicaba, dirigirse al comité había parecido la única línea de conducta sensata; aunque ahora empezaba a arrepentirse ya de esa decisión. Tío Choai estaba claramente empeñado en que se observaran rígidamente las formalidades, y eso no presagiaba nada bueno.
—Respetada tía Nikku... —Choai habló en medio del restituido silencio, dedicando una protocolaria reverencia a la menuda mujer al tiempo que le dirigía una mirada que dejaba bien patente la antipatía que le inspiraba—, tengo entendido que deseas efectuar una queja contra la médica extranjera llamada Índigo, y que afirmas haber sufrido un innoble ataque en tu persona. Agradeceré des más detalles.
Tía Nikku no precisaba de una segunda invitación. Empezó al momento a relatar su propia versión de la historia llena de dramatismo y exageraciones: cómo había descubierto a Índigo y a Grimya en la Casa del Benefactor, cómo había desenmascarado a la extranjera que no era más que una delincuente despreciable cuyo único interés era el pillaje y el robo, y cómo había sido atacada su persona, sin la menor duda siguiendo órdenes de su ama, por la perra de la extranjera. Tendió la mano mordida hacia tío Choai, exhibiendo las marcas de los dientes de Grimya, y exigió que se hiciera justicia, preferiblemente en la forma de un severo castigo impuesto a la culpable y abonado a ella. Su público estaba intrigado y empezó a hacer comentarios propios, y de repente Índigo ya no pudo soportarlo más.
—¡Tío Choai! —Su voz se escuchó por encima de los agudos chillidos de tía Nikku, lo que provocó que la diminuta mujer callara sorprendida. Todas las cabezas se volvieron, y todos los ojos se abrieron de par en par en consternada desaprobación ante tal violación del protocolo. Sin prestarles la menor atención, Índigo realizó la acostumbrada reverencia al anciano, pero tanto el movimiento como su voz demostraron impaciencia—. Pido disculpas, respetado tío, ¡pero no hay tiempo para ocuparse de la cuestión de este modo! Tengo noticias, noticias muy urgentes...
—¡Doctora Índigo! —Choai estaba escandalizado—. ¡Esto no es correcto! Tendrás tu turno para hablar a su debido tiempo; hasta entonces, por favor, permanece en silencio.
—No comprendes... ¡Esto es importante! Se refiere a...
—¡A lo que se refiera o no, no es pertinente hasta que llegue el momento adecuado! —la interrumpió tío Choai admonitorio—. Te lo repito otra vez: por favor, controla estos arranques y permanece en silencio.
Su tono era tan perentorio, su actitud tan altiva y altanera, que acabó con la poca paciencia que le quedaba a Índigo. Dejando de lado toda cautela —y con ella cualquier esperanza de redimirse ante los ojos de Choai—, aulló: —¡Maldito seas, viejo estúpido, quieres escucharme! ¡He encontrado a Koru!
Durante quizá tres segundos la habitación quedó totalmente en silencio; luego estalló un gran alboroto. Tío Choai, eclipsada su cólera por la revelación de Índigo, empezó a golpear el mostrador y a gritar pidiendo orden, pero nadie le prestó atención. La gente se amontonó alrededor de Índigo, dándole golpecitos con el dedo, sacudiéndola, atosigándola a preguntas; tía Nikku chilló que la extranjera debía de estar mintiendo y empezó a discutir con vecinos que se ponían de parte de la joven. Únicamente dos personas no tomaron parte en la refriega: la anciana Mimino, que había abandonado ya la Oficina de Tasas, consciente de su baja posición social y deseosa de no llamar la atención, y Thia, quien, tras abrirse paso por entre la muchedumbre, llegó hasta la puerta, se escabulló por ella y empezó a correr en dirección al enclave.
Cuando Hollend y Calpurna penetraron en la Oficina de Tasas unos minutos más tarde, la asamblea se encontraba en completo desorden; daba la impresión de que todo el mundo hablaba a la vez, y tío Choai intentaba todavía hacer valer su autoridad. Por suerte, la llegada de los padres del niño perdido, con Thia que sonreía humildemente detrás de ellos, provocó un repentino y sobrio silencio.
Calpurna se abrió paso por entre los reunidos; tenía el rostro manchado por las lágrimas y demacrado, lo que la hacía parecer más vieja de lo que era.
—¿Es cierto? —gritó—. Mi pequeño... ¿lo has encontrado? ¿Dónde está? ¡Dintelo!
El parloteo estalló de nuevo, y habría reinado el caos de no haber sido por Hollend. Tío Choai no se sintió en absoluto complacido cuando merced a su fuerte personalidad el agantiano se puso al mando y consiguió reinstaurar algo parecido al silencio y al orden, y por fin Índigo consiguió hablar.
—Si —dijo respondiendo a la desesperada pregunta de Calpurna—; he encontrado a Koru... o al menos sé dónde está. Se encuentra vivo y bien, pero...
—¿Dónde, Índigo, dónde? —interrumpió Calpurna.
—En la Casa del Benefactor.
Tía Nikku, que había estado escuchando con tanta atención como los demás, se mostró visiblemente ofendida.
—¿Qué? —exclamó—. ¡Eso no es así! ¡Si fuera cierto, yo lo habría sabido!
—¡Por favor, escuchad! —Índigo levantó ambas manos, y tras una furiosa mirada de
Hollend las protestas de tía Nikku se apagaron hasta convertirse en un malhumorado murmullo.
—Koru está en la Casa del Benefactor, pero existe una razón por la que tía Nikku, con todo mi respeto —Índigo hizo una reverencia no exenta de sarcasmo en dirección a la enfurecida guía—, no pudo encontrarlo.
—Lo siento —intervino Hollend—, pero no comprendo.
—Es difícil de explicar. Fui a la Casa anoche para registrarla..., qué me impulsó no es importante en este momento..., y encontré un... camino para pasar a otro lugar.
—¿Alguna especie de escondrijo secreto, quieres decir?
Como analogía era lo que más se aproximaba a lo que podrían creer en estos momentos, pensó Índigo, de modo que asintió.