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—¿Por qué no lo trajiste contigo? —gritó Calpurna—. ¿Por qué no? ¿Está herido, está atrapado en alguna parte?
—No, no, no le ha pasado nada. Pero... —Índigo vaciló, y luego decidió que tenía que ser sincera—. No quiso venir conmigo, Calpurna. Intenté convencerlo, pero no quiso escuchar. No..., no quiere que lo lleven a casa.
Calpurna lanzó una exclamación ahogada y se aferró al brazo de su esposo. Durante un segundo o dos Hollend siguió con los ojos fijos en Índigo como si intentara leer en sus ojos todo lo que sospechaba que ésta no había dicho. Por fin se volvió para mirar a todos los reunidos.
—¿Por qué estamos aquí de pie perdiendo el tiempo? ¡Por piedad, vayamos inmediatamente a la Casa!
Todos los presentes en la Oficina de Tasas quisieron unirse al grupo que no tardó en ponerse en marcha; pero Hollend, respaldado con energía por tío Choai, que estaba ansioso por salvar todo lo que pudiera de su perdida autoridad, estuvo en contra. Demasiada gente asustaría a Koru, dijo, y si el niño realmente tenía miedo o era reacio a regresar a casa por su propia voluntad aquello no haría más que empeorar las cosas. Este sentido común prevaleció al fin, y cinco personas —Hollend y Calpurna, Índigo, tío Choai y tía Nikku— fueron las que finalmente marcharon hacia la Casa. Grimya iba a seguirlas pero tío Choai alzó una mano.
—El animal no —dijo con firmeza—. El animal se quedará aquí. La cuestión del vergonzoso ataque de esta criatura contra nuestra respetada tía Nikku sigue pendiente de consideración y quedan aún por decidir las medidas que deben tomarse. Hasta entonces, el animal permanecerá en la Oficina de Tasas bajo la custodia del Comité de Extranjeros.
Índigo protestó a voz en grito pero tío Choai se mostró inflexible y al cabo, para no retrasar la marcha del grupo por más tiempo, se vio obligada a ceder.
«Lo siento, cariño», dijo a la loba mentalmente. «Pero no nos deja otra elección. No te preocupes; tan pronto como regresemos me aseguraré de que se arregle toda esta estupidez. »
Grimya se pasó la lengua por el hocico.
«No me sucederá nada. Pero estaré inquieta por ti. » Hizo una pausa. «¿Estás segura de hacer lo correcto? Si el Benefactor estaba en lo cierto en lo que nos advirtió, esto puede crear aún más problemas. »
«Lo sé. Pero no creo que él estuviera en lo cierto. Puedo hacerlo, Grimya. » Recordó el rostro de Némesis. «¡Y no necesito la clase de ayuda que me ofrece el Benefactor!»
La servicial y siempre presente Thia no había conseguido conquistar un puesto en el grupo de búsqueda pero, como muestra de su aprobación por su perspicacia al ir a buscar a Hollend y Calpurna, Choai le encargó a ella el cuidado de Grimya hasta que regresaran. Thia se sintió muy satisfecha con la misión, y en cuanto se cerró la puerta de la Oficina de Tasas agarró a la loba por el cogote y la arrastró hacia una habitación trasera, a la vez que ordenaba autoritaria que se trajera un plato de agua para calmar la sed del animal. Como no quería agravar más su situación actual, Grimya no protestó; pero, cuando trajeron el agua y Thia la colocó sobre una estantería lejos de su alcance antes de volverse hacia ella, la loba empezó a sentirse claramente inquieta. Su mente percibía la esencia de los pensamientos de Thia; éstos eran codiciosos, y bajo la codicia subyacía un destello de algo aún menos agradable.
De hecho Thia tenía sus propios planes para Grimya. Ya había sugerido a la doctora Índigo que el animal, o uno similar, resultaría un regalo adecuado y aceptable como pago por los servicios prestados, y la ofendía la falta de atención prestada a su indirecta. Ahora que ella estaba en mejores relaciones con tío Choai que Índigo, Thia consideraba muy probable poder resolver la cuestión a su favor. La posesión de esta perra la convertiría en la envidia de sus semejantes, y el animal le resultaría muy útil bien adiestrado. Él amaestramiento, según creía Thia sin la menor duda, era, como con todos los animales, sencillamente una cuestión de disciplina.
—Tendrás agua si me obedeces, sólo si lo haces —dijo, clavando los ojos en la loba.
Desde luego que el animal no comprendería el lenguaje humano, pero le habían dicho que los perros eran capaces de aprender a reconocer los sonidos de cienos vocablos si eran repetidos con frecuencia y con la firmeza suficiente. Señaló el cuenco y luego el suelo para ilustrar su mensaje, y dio una palmada.
—¡Siéntate, por favor!
A Grimya le había desagradado Thia desde el principio, de modo que le devolvió la mirada, fingiendo no comprender, y la muchacha frunció el entrecejo.
—¡Siéntate, por favor!
Su voz mostraba un cierto deje colérico, pero Grimya siguió sin obedecer. La muchacha suspiró impaciente. Esto no resultaría; no era suficiente. Estaba claro que Índigo controlaba al animal, y no existía una razón lógica por la que ella no pudiera ejercer ese mismo dominio. La perra debía aprender quién mandaba aquí... y lo haría.
Su jubón estaba sujeto alrededor de la cintura por una correa lisa de cuero. Thia desató el cinturón y lo blandió.
—Aprenderás —afirmó autoritaria—. ¿Me comprendes? ¡Aprenderás! —Pasó la correa por entre los dedos y, levantándola, la dejó caer como un látigo en dirección al hocico de
Grimya.
Ésta se movió veloz. Se retorció a un lado y abrió la boca en dirección al improvisado látigo; cuando sus dientes se cerraron sobre el cuero, tiró con tanta fuerza que casi desencajó el brazo de Tilia. La muchacha lanzó un chillido de sorpresa y rabia, dio dos pasos al frente tambaleante y se encontró cara a cara con los furiosos ojos ambarinos de la loba. Grimya tiró de la correa, sacudiéndola como si se tratara de una presa; luego la dejó caer con gesto despectivo, y sus labios se tensaron para mostrar los colmillos en un gruñido
feroz mientras los pelos de su lomo se erizaban.
—Tócame otra vez —dijo con su rasposa voz gutural—, ¡y te desgarraré la gargaaaannnta!
Los ojos de Thia parecieron a punto de saltar de sus órbitas. ¡Hablaba! ¡El animal le había hablado! Entonces, con una vertiginosa oleada de terror, el rechazo ocupó el lugar de la comprensión: ¡no, no, tales cosas eran imposibles!
Retrocedió con cautela unos pasos y luego corrió a la puerta, donde forcejeó desesperadamente con el picaporte mientras dirigía una última mirada aterrorizada a Grimya, sin saber si la asustaba más el ataque físico o el insensato, inconcebible, insostenible hecho —no, no era un hecho; se había tratado de una ilusión, un lapsus momentáneo de su cerebro— de que el animal le había hablado a ella en su propio idioma. Thia huyó y, pesarosa pero no sin cierta satisfacción, Grimya escuchó cómo corrían un pestillo al otro lado de la puerta. Se encontraba prisionera ahora; pero al menos le quedaba la satisfacción de estar segura de que Thia no regresaría.
Tía Nikku realizó toda una ceremonia para abrir y empujar la puerta de postigo del muro que rodeaba la Casa del Benefactor, al tiempo que se lamentaba ruidosamente del trastorno que sin duda produciría esta inaudita desviación de la rutina y procedimientos correctos. Durante todo el trayecto hasta el edificio ella y tío Choai habían estado enzarzados en una discusión ferozmente educada sobre la cuestión de quién tenía prioridad, y tan sólo la intervención de Hollend, enfurecido por el efecto de su disputa sobre la ya trastornada Calpurna, consiguió por fin acabar con el debate. Para alivio de todos —exceptuando posiblemente a tía Nikku— era todavía demasiado temprano para la llegada de visitantes para la primera visita del día, y así pues la puerta fue abierta y el pequeño grupo penetró en el recinto de la Casa. Había varias personas trabajando en el reglamentado jardín, pero a una orden de tío Choai todos ellos dejaron las herramientas y, con curiosidad pero en silencio, desfilaron por la puerta para esperar en el exterior hasta que los mayores y el resto del grupo hubieran acabado lo que habían ido a hacer.
El familiar olor a moho provocó un cosquilleo en la nariz de Índigo cuando penetraron en la Casa. Tía Nikku los condujo al interior de la claustrofóbica penumbra, y allí se volvió.
—¿Ahora qué, por favor? —inquirió, contemplando desafiante a la muchacha.
Índigo señaló con la cabeza en dirección a la escalera.
—El último piso —indicó.
Ascendieron estrepitosamente los tres tramos de escalera sin decir nada más. Al llegar al último tramo Calpurna estuvo a punto de perder el control, pero Hollend la rodeó con el brazo y la mujer siguió adelante.
La habitación del último piso estaba tal y como Índigo y tía Nikku la habían dejado, con tan sólo unas marcas borrosas en el polvo para dar testimonio del pequeño incidente acaecido. Calpurna pareció sentirse fascinada muy a su pesar por la corona que descansaba en su peana; mientras su esposo la conducía por la habitación la mujer no consiguió apartar la mirada del antiguo objeto y en dos ocasiones se estremeció como si la hubiera rozado un aliento frío e invisible. Por fin se agruparon todos frente al espejo cubierto por la funda, y cuatro expectantes pares de ojos se clavaron en el rostro de Índigo.
Índigo había tenido tiempo de pensar en lo que iba a decir en este momento, y estaba todo lo lista que podía estarse.
—Hollend..., Calpurna. —Paseó la mirada del uno a la otra—. Lo que tengo que mostraros no será fácil que lo aceptéis. Pero creo, espero, que puedo demostrar que todo lo que os he dicho es cierto.
Tío Choai fruncía el entrecejo, y tía Nikku se mostraba hosca; Hollend y Calpurna se limitaron a contemplar a Índigo en tenso silencio. La muchacha se volvió entonces y tiró de la funda que cubría el espejo.
—¿Un espejo? —Se percibía una cierta irritación en la voz de Hollend—. ¿Qué tiene esto que ver con el corredor del que nos hablaste?
—Por favor, Hollend, escúchame. Os dije que Koru había encontrado un..., un escondite secreto fue el nombre que le diste, creo. No es tan sencillo como eso. El lugar al que ha ido Koru no es un escondite en el sentido que tú le darías, sino... otro mundo.
—¿Qué?—Hollend se mostraba incrédulo, y el labio inferior de Calpurna empezó a temblar—. En nombre de lo racional, ¿quieres decirme de qué estás hablando?
Índigo empezó a desanimarse. Había contado con que Hollend al menos no había sido víctima del temperamento de Alegre Labor y que por lo tanto estaría dispuesto, aunque fuera de mala gana, a aceptar la posibilidad de la existencia del mundo fantasma. Sin embargo ahora, al ver el duro y furioso centelleo de sus ojos, comprendió que había cometido un terrible error de cálculo.
—Hollend, por favor. —La desesperación se apoderó de ella—. Ten paciencia..., deja que te lo muestre. He encontrado a Koru, y puedo llevarte con él. —Se volvió otra vez de cara al espejo—. Mira..., ¡mira lo que sucede cuando toco el cristal!
Extendió la mano hacia el espejo, y ésta se encontró con la dura superficie; cuando la apretó contra él, el espejo se limitó a balancearse suavemente en su marco.
—¡No! —Índigo giró en redondo y miró más allá de los rostros hostiles de sus cuatro compañeros, hacia la corona que descansaba en su peana—. ¡No me hagas eso, no puedes! ¡Abre el portal!
Calpurna empezó a llorar. Tío Choai miró a tía Nikku, y ésta realizó una expresiva mueca.
—Es tal y como ya he intentado contaros: la extranjera intenta engañarnos y disfrazar sus auténticas intenciones. O bien es eso o está totalmente loca.
Índigo la oyó y se revolvió contra ella.
—¡No estoy loca! ¡Os digo la verdad! ¡El espejo es una puerta a otro mundo, a otra dimensión! ¡Koru la encontró, y huyó allí porque se lo castigó por creer que tales cosas eran posibles! ¡Oh, dulce Madre, estáis todos tan ciegos! —Dio otro nuevo empujón al espejo con tal violencia que casi lo derribó, y se acercó a grandes zancadas hacia la acordonada peana—. Vuestro precioso Benefactor, a quien veneráis tanto..., ¡lo sabía! Yo lo he visto, he hablado con él... Puede que lleve muerto siglos pero su espíritu, su fantasma, algo, no lo sé, todavía vive; y esta aquí, ¡controla el portal! ¡Lo sé! He visto el mundo fantasma... he estado allí, y Koru está allí, y...
Su voz se apagó cuando un destello de razón en algún rincón de su cerebro la devolvió bruscamente a la realidad. Su mirada se paseó frenética de un rostro a otro, pero no había ayuda ni comprensión para ella. Calpurna había ocultado la cara en el hombro de su esposo y sollozaba con amargura, mientras que Hollend contemplaba a Índigo con una mirada de total y horrorizado desprecio. La expresión de tía Nikku era de pesarosa reivindicación, en tanto que tío Choai se limitaba a contemplarla impasible con rostro inexpresivo.