122646.fb2 Espectros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

Espectros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

Fue Choai quien por fin rompió el silencio.

—Hollend, mi muy respetado amigo. —Resultaba casi inconcebible que uno de los ancianos de Alegre Labor se dirigiera a un extranjero en tales términos, y era considerado una muestra de gran estima—. Creo que lo mejor será que te lleves a tu valiente y noble esposa de este lugar y le ofrezcas todo el consuelo del que seas capaz en estas tristes circunstancias.

La mirada de Hollend se deslizó brevemente hasta el anciano, y luego asintió. No volvió a mirar a Índigo mientras conducía a Calpurna fuera de la estancia y escalera abajo. Cuando consideró que ya no podían oírlos, Choai se volvió hacia Índigo.

—Doctora Índigo —dijo con voz fríamente distante—, no estoy en posesión de todos los hechos y por lo tanto aún no estoy en condiciones de dar un veredicto final sobre tu comportamiento. Puede que estés enferma, como ya se creyó que era el caso en otra ocasión anterior; o puede ser que poseas un temperamento cruel y del todo indeseable que encuentra satisfacción en fingir locura. Si es éste el caso, el castigo será severísimo. —Dedicó una cortés inclinación de cabeza a tía Nikku—. Regresaremos ahora a la Casa del Comité, donde se averiguará la verdad. —Al ver que Índigo abría la boca para protestar, le advirtió—: No hables, por favor. Fuera de la Casa se encuentran ciudadanos fuertes y leales y se utilizará la fuerza si tu comportamiento lo hace necesario. —Señaló la escalera—. Haz el favor de ponerte en marcha.

No había nada que Índigo pudiera hacer o decir. Esta vez ni siquiera dirigió una mirada al espejo, pues sabía que no haría más que mostrarle su propia imagen derrotada. Asintió una vez, con sequedad, para demostrar que estaba de acuerdo, y por segunda vez en aquella mañana dio la espalda a la Casa y a todo lo que ésta contenía.

Hollend y Calpurna se habían adelantado; ninguno de los dos quería estar en presencia de Índigo ahora. Los trabajadores se inclinaron respetuosos cuando tío Choai y tía Nikku abandonaron el edificio acompañados por la extranjera de elevada estatura que avanzaba silenciosa y sombría delante de ellos, y luego regresaron a sus tareas. Mientras el polvo volvía a asentarse en la habitación del último piso de la Casa nadie pudo ver el peculiar juego de luces, surgido de la nada al parecer, que brilló de improviso alrededor de la vieja corona de la peana; ni tampoco nadie pudo escuchar el débil eco espectral de un sonido que, con un poco de imaginación, podría haberse tomado por un apagado y entristecido suspiro.

En esta ocasión no hubo nada espontáneo ni improvisado en la delegación que se reunió ese atardecer en una de las habitaciones superiores de la Casa del Comité que daba a la plaza del mercado. Durante toda la tarde Índigo había permanecido prisionera de hecho en la Oficina de Tasas, sin poder ver a Grimya y sin poder hablar con nadie que conociera. Se le había dado comida y agua, pero sus preguntas, protestas y ruegos no recibieron como respuesta más que un pétreo silencio hasta que, poco antes de la puesta del sol, la escoltaron a la Casa del Comité a enfrentarse con el tribunal.

Ya la esperaban cuando entró. Seis ancianos, de los cuales tío Choai era el de menor categoría, aguardaban tras una larga mesa, mientras que una legión de secretarios, notarios y otros funcionarios de menor categoría estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas formando una hilera a un lado de la habitación. Al otro lado se encontraban alineados Hollend, Calpurna y Ellani, que se había reunido ahora con sus padres, junto con tía Nikku ¡ y —algo que sorprendió en cierto modo a Índigo— Thia. ¡. En el centro de la habitación se había colocado un solitario taburete de tres patas, y fue aquí donde se le dijo a Índigo que se sentara.

No le habían permitido llevar a Grimya al interrogatorio. Más tarde comprendió que debería haber previsto las implicaciones de tal prohibición, pero como en aquellos momentos tenía otras preocupaciones más urgentes no le dio demasiada importancia aparte de sentir una gran irritación por la rígida actitud de los ancianos. Eso, como no tardo en descubrir, fue un terrible error.

El anciano de más edad, una mujer muy vieja de rostro afilado que respondía al nombre de tía Osiku, que lucía una banda azul y una expresión de permanente hostilidad, no perdió el tiempo con preámbulos. La cuestión que se presentaba ante este comité provisional, dijo, era muy sencilla. La extranjera Índigo, que hacía poco tiempo había sido recibida con los brazos abiertos por la feliz y pacífica comunidad de Alegre Labor, había deshonrado tanto sus privilegios como sus deberes al intentar burlarse de aquellos que habían tenido la amabilidad de trabar amistad con ella. Estaba claro ahora para el comité que la joven había intentado pervertir la impresionable mente de un niño de ocho años confiado a su cuidado; el niño había huido de su casa y aún no había sido localizado. Cualquier persona de recto proceder se daría cuenta ahora, declaró tía Osiku, de que eran las acciones sediciosas de la extranjera Índigo las únicas responsables de la desaparición del niño llamado Koru. Ahora, como si tal traición no fuera suficiente, la extranjera había intentado descaradamente atraer hasta esta misma enmarañada telaraña de invenciones disparatadas con la que ya había seducido a un niño indefenso no sólo a los propios padres del niño —quienes, sin duda, ya habían sufrido bastante— sino también a dos respetados ancianos del comité. Por si esto fuera poco, gracias a la evidencia de tía Nikku, cuya honorabilidad era desde luego indiscutible, se había descubierto un motivo oculto, ya que tía Nikku había detenido a la extranjera Índigo justo cuando intentaba robar los tesoros de la Casa del Benefactor.

Índigo escuchó este sermón condenatorio con creciente incredulidad y enojo. Abrió la boca en varias ocasiones para protestar furiosa, pero no se le ocurrieron las palabras apropiadas; el ataque que se lanzaba contra ella era una tergiversación tan monstruosa de todo lo sucedido que desafiaba la razón y la dejaba sin habla. Miró una vez en dirección a la familia de Koru, pero Calpurna desvió el rostro inmediatamente y sólo Ellani le sostuvo la mirada. Los ojos de la niña brillaban con un rencor que rayaba en el odio, e Índigo volvió la cabeza.

—Así pues —siguió la antipática anciana—, es ahora tarea de este comité decidir qué medidas tomar sobre este asunto.

—Respetada tía... —De improviso, Thia se puso en pie rápidamente y dedicó una reverencia a la mesa—. Si se permite hablar a una adolescente sin importancia, significaría un gran favor hacia mi persona.

La anciana la contempló sorprendida.

—Adolescente... —consultó sus notas—, adolescente Thia. ¿Posees información que sea de valor para el comité?

Thia volvió a inclinarse.

—Sí, respetada tía. Se refiere a otra queja contra el animal que pertenece a la extranjera Índigo.

El pulso de Índigo se aceleró, y la expresión de la anciana se tornó más ansiosa.

—Puedes informar al comité de lo que sepas. Habla, por favor.

Los labios de Thia se torcieron en una sonrisita de satisfacción.

—Respetada tía, se me confió la responsabilidad de custodiar a este animal, que es una perra grande y fuerte, mientras la extranjera Índigo intentaba de una forma tan vergonzosa engañar a nuestros estimados ancianos y a la desdichada familia del niño Koru. El comité está al corriente de que este animal había realizado ya un ataque salvaje y totalmente injustificado en la persona de la respetada tía Nikku. Es ahora mi deber ineludible informar al comité que, mientras se encontraba a mi cuidado y sin provocación, la criatura también me atacó a mí.

¿Qué? —chilló Índigo, y tía Osiku le lanzó una mirada furibunda.

—La extranjera Índigo permanecerá en silencio, por favor. —Mientras Índigo se calmaba de mala gana, la anciana volvió a mirar a Thia—. Esto es muy grave, adolescente Thia. ¿Se produjo alguna herida?

—No, respetada tía. Gracias a la rapidez de reflejos y a una actuación prudente conseguí evitar los dientes del animal.

—Me alegra oírlo. ¿Qué ha sido del animal?

—Se encuentra bien encerrado en una habitación de la Oficina de Tasas para Extranjeros, respetada tía. No consideré prudente permanecer en presencia de la criatura, y ya he dado aviso de que para una persona desprevenida puede resultar peligroso entrar en la habitación.

—Muy juicioso —asintió tía Osiku con sagacidad—; sí, muy juicioso. Has actuado de forma correcta y diligente. —Hizo una señal a uno de los secretarios—. Que quede constancia de que este comité reconoce y elogia la conducta responsable de la adolescente Thia.

El secretario inclinó la cabeza y empezó a tomar nota, mientras Thia y su mentor, tío Choai, no hacían el menor esfuerzo por ocultar su alegría. Tía Osiku aguardó a que el secretario hubiera terminado de escribir, y luego movió la cabeza satisfecha.

—Muy bien, sigamos. Este comité toma nota de que Hollend y Calpurna, padres del niño perdido, exigen reparación y embargo sobre la extranjera Índigo en justa compensación por la ofensa causada. Tía Nikku también exige embargo, y además solicita la destrucción de la perra de la extranjera Índigo por ser una amenaza a la seguridad pública...

Consciente de que su anterior interrupción no había servido precisamente para ayudarla, Índigo se había esforzado por controlarse y guardar silencio. Esto, sin embargo, era demasiado, y se puso en pie de un salto, derribando el taburete.

Destruir a Grimya? —aulló—. ¡Eso es monstruoso! Por la Madre, no pienso seguir tolerando esto...

La anciana hizo un gesto, y antes de que pudiera decir nada más Índigo se encontró con que dos hombres le inmovilizaban los brazos a los costados. Ni siquiera se había dado cuenta de su presencia en la sala; debían de haber estado a su espalda, y no dudaba que los habían enviado para impedir tales arrebatos por su parte.

Tía Osiku le lanzó una mirada furiosa y le espetó:

—¡La extranjera Índigo permanecerá sentada!

Uno de los capturadores de la muchacha volvió a colocar en pie el taburete mientras que el otro zarandeaba violentamente el brazo de Índigo. Ésta lo apartó con un furioso gesto y, blanca de rabia, volvió a sentarse. El corazón le latía desbocado pero se obligó a permanecer callada.

Tía Osiku devolvió su atención a Thia, que había contemplado el enfrentamiento con expresión de compasivo desdén.

—Adolescente Thia, ¿deseas añadir tu nombre a los de Hollend, Calpurna y tía Nikku en esta petición de embargo sobre la persona de la extranjera Índigo?

—Si se me permite hacerlo, respetada tía, ése es mi deseo —respondió Thia con una exagerada reverencia.

—Muy bien. —Dirigió otro gesto en dirección a los secretarios, y otro de ellos tomó nota—. Regresa a tu asiento, por favor, adolescente Thia.

Mientras Thia se sentaba, los seis ancianos juntaron las cabezas y empezaron a conferenciar en voz baja. Hubo numerosos asentimientos e innumerables gestos obsequiosos por parte de tío Choai, pero, por mucho que Índigo agudizó el oído para intentar escuchar lo que decían, no consiguió captar ni una palabra. Por fin, tía Osiku se enderezó y dio unas palmadas.

—Muy bien. Este comité ha estudiado el tema, y está ahora listo para dar su sentencia.

Por un momento Índigo no pudo creer lo que escuchaba.

¿Sentencia... ? —inquirió, boquiabierta.

Se hizo el silencio, y los ancianos la contemplaron con asombro. Luego tía Osiku dijo con frialdad:

—Desde luego.

—Pero..., ¡pero esto es absurdo! ¡No habéis escuchado más que una versión de la historia! La anciana pareció atravesarla con la mirada.

—Todos los testimonios necesarios para las deliberaciones del comité han sido dados y considerados. No hay nada más que decir. La extranjera Índigo permanecerá en silencio, por favor, o será necesario sacarla de la sala y pronunciar sentencia sin que esté presente.

—¡Malditos seáis, no pienso permanecer callada! —gritó Índigo, volviendo a incorporarse de un salto.

Los dos hombres corrieron hacia ella pero esta vez los esperaba; con la mano derecha apartó a uno con fuerza mientras un golpe bien calculado con el codo izquierdo hacía retroceder tambaleante al otro.

Tía Osiku se puso en pie, roja de indignación.