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Índigo la contempló asombrada. ¿Su arpa? No lo comprendía. Entonces, de improviso, Calpurna habló; miraba a Índigo directamente a la cara por primera vez, y su rostro mostraba una expresión de amarga desdicha.

—Solicitamos este instrumento y nada más —anunció con frialdad—. No nos ensuciaremos las manos con ninguna otra posesión de la criatura que ha traicionado nuestra confianza de una forma tan cruel. Pero esto... —Señalo el arpa y se estremeció—. ¡Esto, al menos, lo cogeremos y quemaremos, para que jamás vuelva a ser utilizado para corromper la mente de un niño inocente! —Luego, mientras Índigo la contemplaba perpleja, su voz se apagó hasta convertirse en un ronco gemido hueco—. ¿Cómo pudiste hacernos algo así? ¿Cómo pudiste?

—Querida... —Hollend tiró de ella hacia atrás y Calpurna se revolvió violentamente, mordiéndose los labios mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. —Quiero irme a casa. Sácame de aquí, Hollend, llévame a donde no la vea. ¡Quiero ir a casa!

—Calpurna... —Índigo intentó levantarse del taburete en el que la habían colocado, pero las manos de tres de los hombres más fornidos de Alegre Labor le impidieron hacerlo—. ¡Calpurna, espera, por favor! Si sólo...

—¡Permanece en silencio! —rugió uno de los hombres.

Hollend se llevaba ya a Calpurna, aunque de todos modos la mujer tampoco la habría escuchado. De repente, Índigo se cubrió el rostro con una mano y empezó a llorar en silencio, llena de desesperación.

Tía Osiku, que había presidido la reunión tal como antes la parodia de juicio, dio unas palmadas.

—Todo ha acabado ya, creo. La sesión para proceder al embargo de los bienes de la rea ha finalizado. Los bienes confiscados pueden ser reclamados mañana una hora antes del mediodía, cuando todos los inventarios y trámites Correspondientes hayan quedado concluidos. Esto es todo ahora. Marchaos, por favor. —Mientras todos se dirigían lentamente hacia la puerta siguiendo los pasos de Hollend y Calpurna, la anciana se volvió hacia los guardas Índigo y les hizo una autoritaria señal—. La rea será encerrada en una habitación segura hasta la hora en que la escoltará fuera de Alegre Labor. Si desea comer antes irse, puede comprar su comida pagando tres piezas.

Se volvió para marcharse, pero Índigo la llamó:

—¡Espera! Por favor...

La anciana se detuvo. Se dio la vuelta otra vez, pero sus ojos se clavaron en la pared y no en el rostro de Índigo.

—No se responderán más preguntas ni se considerarán las peticiones —dijo en tono conciso.

—Respetada tía, tengo que hacerte una pregunta. Por favor.

—Era un último y desesperado esfuerzo, y, si tenía que humillarse, se humillaría—. Grimya..., mi perra..., dónde está? ¿Sigue... viva?

La mirada de la tía se mantuvo imperturbable.

—Puesto que la respuesta ni beneficiará ni ayudará a la rea, puede contestarse a esta pregunta. El animal está encerrado en otro sitio. Sigue vivo.

«Madre querida, al menos eso es algo», pensó Índigo, y en voz alta preguntó:

—¿Qué le sucederá?

Por un momento pensó que la anciana no contestaría, pero entonces ésta le dedicó el negligente encogimiento de hombros de costumbre.

—Se matará a la criatura en la misma forma en que se sacrifica a los animales: cortándole el cuello. La tarea la realizará el matarife, mañana o al día siguiente, cuando sea conveniente.

Mañana o al día siguiente... Así pues, se dijo Índigo, todavía quedaba un atisbo de esperanza. De algún modo, de algún modo, debía encontrar una forma de escapar de este lugar antes de que fueran a buscarla por la mañana. O, si eso no tenía éxito, hallar la forma de regresar a Alegre Labor sin que la vieran; pues de una cosa estaba segura: si no conseguía rescatar a Grimya, entonces ninguna otra cosa —ni Koru, ni los secretos del mundo fantasma, ni siquiera su búsqueda de la forma de despertar a Fenran— volvería a importarle.

Thia no estaba del mejor de los humores cuando abandonó la Oficina de Tasas para Extranjeros. Todavía se sentía dolida por las disputas sobre la parte que le correspondía, y en particular la enfurecía el que se hubiera adjudicado a los ponis un valor que ella no podía pagar. Tía Nikku se mostraría insoportable ahora, y Thia estaba decidida a desquitarse a la primera oportunidad.

Había anochecido ya y las otras personas que también habían estado presentes en la Oficina de Tasas empezaban a dispersarse, por lo que Thia se sorprendió al descubrir una sombra de forma humana acechando cerca de la pared. Se detuvo, atisbo en la oscuridad, y su aguda vista distinguió una figura conocida.

—¡Tú! —Su voz resonó autoritaria en el silencio—. ¿Qué haces aquí?

La figura se acercó arrastrando los pies con un movimiento nervioso y furtivo, y Thia contempló con desprecio la inclinada cabeza de la vieja Mimino, la viuda del doctor Huni.

—¿Qué es lo que quieres, despreciable montón de huesos? —exigió rabiosa— ¡Aquí no hay nada para la gente como tú, carroña! ¡Vete..., arrástrate otra vez hasta tu estercolero y acurrúcate entre los animales, y no te atrevas a dejar ver tu rostro otra vez por aquí, porque

ahora ya no le sirves a nadie!

Mimino no protestó por los crueles y calculados insultos de la muchacha; no dijo ni una palabra. Inclinó varías veces la cabeza, como un ave que realizara un curioso gesto de asentimiento, y luego retrocedió de nuevo al interior de las sombras con toda la rapidez que le permitieron sus debilitadas piernas. Los labios de Thia se torcieron ! en una mueca burlona, y la muchacha se alejó a grandes zancadas por el camino en dirección al centro de la ciudad. Convencida de haber puesto a la anciana en su sitio ! no volvió la cabeza, y por lo tanto no vio cómo Mimino , observaba su marcha con ojos extrañamente brillantes y ¡ alertas. Tras contemplar durante unos instantes cómo la espalda de Thia se perdía en la distancia, la anciana sonrió, con una sonrisa peculiar y privada. Oh, sí, ella sabía lo que sucedía; ¿acaso esa noche no había encontrado un ¡hueco en las últimas filas de la multitud, en la Oficina de Tasas, y oído todo lo que había sucedido? Mimino sabía. Mimino sabía mucho más de lo que nadie podía ¡marginar. La extranjera, la nueva médica, había sido amable con ella. Y Mimino tenía la intención de ayudarla si podía. Mimino tenía la intención de ser útil.

Aguardó unos segundos más, hasta estar segura de que Thia se había perdido de vista y nadie se acercaba. Luego se dio la vuelta y avanzó hacia la Oficina de Tasas con luna facilidad que contradecía su acostumbrado paso lento y encorvado.

Grimya estaba frenética. Nadie se le había acercado desde el momento —debía de hacer horas ya, aunque no tenía forma de estar segura— en que la habían introducido sin miramientos en el interior de un cajón de madera y la habían sacado de la Oficina de Tasas con destino desconocido. Cuando se marcharon sus capturadores se abrió paso a mordiscos fuera de la caja, que era endeble y estaba medio podrida, y se encontró en una habitación vacía y sin ventanas cuyo suelo era de tierra. La estancia apestaba a podredumbre, sangre reseca y carne tan rancia que ni el más despreciable de los carroñeros la tocaría. En la atmósfera se percibía también un olor a ser humano, a hombres que no se lavaban, desagradable y nauseabundo. Aparte de esto, no obstante, no había nada que pudiera darle una pista sobre el lugar en que se hallaba.

Lo primero en lo que pensó fue en averiguar el paradero de Índigo, pero cuando utilizó sus sentidos telepáticos descubrió consternada que su amiga estaba demasiado lejos para poder establecer contacto con ella. ¿Dónde, no obstante? ¿Todavía en la Casa del Benefactor? ¿Había encontrado otra vez la forma de pasar a través del espejo y regresado al mundo fantasma, o habían vuelto ella y sus acompañantes a Alegre Labor y algo no iba bien? Grimya no había averiguado nada de los hombres que habían acudido a llevársela, ya que éstos no habían intercambiado una sola palabra entre ellos, y mucho menos con ella.

Pero el que la hubieran transferido de la Oficina de Tasas a una prisión más segura la hacía temer lo peor. ¿Por qué se habían empeñado tanto sus capturadores en separarla de Índigo? ¿Por qué no regresaba Índigo? ¿Qué iba a ser de ellas dos?

Durante mucho tiempo Grimya había estado intentando llamar la atención de alguien, de cualquiera. Había ladrado, aullado y gemido a la puerta de su prisión, arañando la sucia madera sin pintar y deteniéndose a cada momento para escuchar con atención cualquier sonido que llegara del exterior como respuesta. Pero nada llegó hasta ella, y por fin llegó a la conclusión de que no había nadie en el edificio que pudiera oírla. Llena de tristeza, la cabeza y la cola gachas, se tendió sobre el suelo con la mirada fija en la puerta y deseando con todo su corazón que la fuerza de voluntad pudiera abrirla. ¿Dónde estaba Índigo? ¿Y por qué, por qué las mantenían separadas?

Grimya no supo cuánto tiempo permaneció allí tumbada, impotente y frustrada hasta casi la desesperación por culpa de su forzada inactividad. Percibió el anochecer pero, sin una ventana por la que mirar, no tenía modo de calcular la hora con precisión. Su cerebro no dejaba de intentar imaginar lo que podría haber sucedido a Índigo, pero las posibilidades eran tantas que derrotaron su imaginación.

Entonces, de improviso, sus finos oídos percibieron un débil sonido al otro lado de la puerta.

Grimya se incorporó al instante, y la esperanza y el temor se apoderaron de ella en igual medida, ¿Índigo? No, ya que la veloz llamada telepática enviada no recibió respuesta. Sin embargo había alguien allí fuera. Percibía su presencia... y volvió a escucharse aquel sonido cauteloso, casi furtivo, como si quienquiera que fuese estuviera ansioso por no ser visto ni oído.

Los sonidos se acercaron a la puerta y cesaron. Luego se escuchó un chirrido discordante y quejumbroso, como el roce de pedazos de metal oxidados y sin aceitar, y corrieron el pestillo del otro lado. Grimya retrocedió al instante, con los pelos del lomo erizados y lista para saltar si aparecía un enemigo o para correr si se presentaba la oportunidad, y esperó. La puerta vaciló como si se atascara, y al fin se abrió. Los ojos de la loba se abrieron sorprendidos al aparecer en el umbral la figura de una anciana.

Mimino sonrió y se llevó un dedo a los labios.

¡Chissst! —dijo con un penetrante susurro—. No hagas ruido, por favor.

Se deslizó al interior de la estancia, sacudiendo la cabeza y sonriendo, los diminutos ojos ocultos casi entre los haces de arrugas, y cerró la puerta a su espalda.

—No debes tener miedo —dijo—. Soy amiga de la doctora Índigo, porque ella ha sido muy amable conmigo, y ahora seré también amiga tuya. —Una expresión de confabulación apareció furtiva en su sonrisa—. Conozco tu secreto, perra gris. Sé que puedes hablar, porque te he vigilado y he visto. Te he visto muchas veces, aunque tú no me has visto. Yo vigilo y escucho, y he llegado a comprender muchas cosas que los otros no comprenden.

Grimya recordó entonces que ya se había encontrado con Mimino en una ocasión. La anciana se había acercado a Índigo en las puertas del enclave cuando su grupo de búsqueda se ponía en marcha para localizar a Koru, y se había ofrecido a esperar en la casa del médico para explicar su ausencia a los pacientes que aparecieran. Más tarde, Índigo había explicado a Grimya que se trataba de la viuda del doctor Huni, considerada ahora inútil por ser demasiado vieja para realizar un trabajo provechoso, Índigo sentía lástima por ella y le había tomado cariño instintivamente. Ahora Mimino parecía ansiosa por retribuir su amabilidad... y, por si esto fuera poco, había presenciado la extraña habilidad de Grimya y la había aceptado como si fuera la cosa más natural del mundo. Mimino, al parecer, era la única de todos los ciudadanos de Alegre Labor que no necesitaba un doble espectral. Pero ¿se podía confiar en ella? Esa era la pregunta que la loba no podía contestar.

Como si comprendiera el dilema de Grimya, Mimino se inclinó hasta que sus rostros estuvieron casi a la misma altura.

—No descubriré tu secreto —aseguró—. Aunque lo hiciera, no podría perjudicarte, pues ¿quién iba a creer a este inútil montón de huesos... —rió para sí por haber repetido las ponzoñosas palabras de Thia—... si contara que la perra gris puede hablar?

Eso era cierto... Grimya vaciló y de improviso decidió que debía aprovechar aquella oportunidad. Podría no haber una segunda ocasión.

Aspiró, y pregunten voz baja y ronca:

—¿Dónnnnde está Índigo?

—¡Ah! —Mimino dio una palmada—. ¡Hablas, hablas! Eso está bien. Ahora confiarás en mí, creo, y te contaré lo que debes saber. La doctora Índigo tiene muchos problemas, y tú también los tienes.

Grimya irguió las orejas, alerta.

—¿Ha regresado Índigo?