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Grimya recordó las risas y las caras alegres de los niños del otro mundo. Y recordó lo que Koru había dicho: que regresar a Alegre Labor sería parecido a morir. ¿Sería sensato, sería correcto, hacer lo que el Benefactor deseaba?

—No sé —respondió por fin, indecisa—. Los niños son felices en ese mundo, y yo fui feliz también allí. Es un lugar agradable.

—¿Lo es? Oh, ya sé que parece encantador y despreocupado, pero hazte esta pregunta, Grimya: ¿cuánto tiempo habría durado tu felicidad en este mundo antes de que empezaras a desear algo más que juegos interminables? Fuiste un cachorro; pero ¿habrías querido seguir siendo un cachorro para siempre? Ése es el destino de los niños.

La loba hundió la cabeza.

—No, no me hu... hubiera gustado eso. No sería una verdadera vida. —Gimoteó con suavidad—. Pero, al mismo tiempo, permanecer en Alegre Labor tampoco es vida. Es por eso que Koru huyó; porque en Alegre Labor no lo dejaban ssser él mismo.

—Eso es cierto. Pero tampoco puede ser él mismo en el otro mundo, como creo que empieza a comprender. —El Benefactor recordó la lágrima en el ojo de Koru cuando se enteró de que Índigo y Grimya se habían marchado y no era probable que regresaran—. Pobre Koru. Sea cual sea el mundo que escoja, el problema será el mismo para él. No es, como dices tú, una verdadera vida. —Su expresión se dulcificó—. Y por eso debe tener lugar la curación que deseo. No quiero traer la tristeza a los niños del otro mundo, Grimya; los quiero demasiado. Pero en sus corazones ellos saben que no están completos, y ansían volver a ser un todo. Claro que entonan sus canciones y juegan y bailan... pero la suya es una felicidad muy superficial. Y, cuando ya no les quedan más juegos que jugar ni canciones que cantar, suspiran por lo que han perdido, y entonces se aventuran a regresar a su viejo mundo para ir en busca de su otra parte e intentar reunirse con ella. Pero estas otras partes de su ser, las gentes de Alegre Labor, no se dan cuenta de su presencia. Son como criaturas ciegas, y no los ven.

»Yo amo a mi gente, Grimya, igual que amo a los niños. Quiero que curen de su ceguera; que vuelvan a creer, como creían antes, que su parte espiritual existe y que hay más cosas en la vida que la codicia de los bienes materiales. Quiero reconciliarlos con los espíritus que han abandonado, de modo que tanto ellos como estos espíritus puedan encontrar la auténtica felicidad al volver a formar un todo. —Hizo una pausa—. Sin eso no puede existir un futuro feliz para Koru, ni para ninguno de ellos.

Grimya parpadeó despacio. Recordó los juegos en que había tomado parte con los niños, rememoró el sonido de sus risas. Había sido una época llena de gozo, pero...

«¿Habrías querido seguir siendo un cachorro para siempre?»

—Sssí —dijo, levantando los ojos por fin—, creo que comprendo. —Un débil lloriqueo se formó y murió en el fondo de su garganta—. Si esto pudiera hacerse, ere... creo que sería algo bueno, lo correcto. Pero... —Vaciló, y sus ojos escudriñaron ansiosos el rostro del Benefactor—. Pero ¿cómo puede Índigo aspirar a con... conseguirlo? Y... —sabía que esto era lo más importante; y la pregunta más difícil de hacer—... ¿cómo la ayudará a despertar a Fenran?

El Benefactor tardó casi un minuto en responder. Parecía estar meditando, discutiendo interiormente consigo mismo, y los poderes telepáticos de Grimya no consiguieron captar ninguno de sus pensamientos. Al cabo sus ojos volvieron a concentrarse en lo que lo rodeaba, y bajó la mirada hacia la loba.

—Pequeña loba, no resultará fácil. Lo sé, y no intentaré hacerte creer lo contrario. Existe una forma, sólo una, en la que Índigo puede curar a mi gente y obtener lo que más desea su corazón; pero se ha mostrado totalmente reacia a hacerlo, y no sé siquiera si tú podrás convencerla.

Grimya lanzó un débil suspiro, casi un gruñido.

—Quieres decir... Némesis. —No sentía la instintiva repulsión de Índigo por el nombre, pero pronunciarlo en voz alta le producía de todos modos un helado escalofrío.

—Así es —asintió el Benefactor. Su mirada se tornó penetrante de improviso—. Ella no puede huir de la verdad eternamente, Grimya. Así como los espíritus de mi gente deben reconciliarse para que exista alguna esperanza para ellos, también debe Índigo reconciliarse con Némesis. Némesis es parte de su ser. Hasta que acepte eso y se fusione con ese ser, la rueda que puso en marcha hace tantos años no podrá regresar al punto de partida y conducirla de vuelta a Fenran.

Grimya recordó que el Benefactor había intentado decirle esto a Índigo cuando se encontraban junto a la torre en el otro mundo; pero Índigo, víctima todavía del sobresalto provocado por la aparición de Némesis, había rechazado sus palabras con violencia y amargura. En aquel momento Grimya se había sentido muy confusa e incapaz de coordinar y mucho menos de interpretar sus propios sentimientos, pero desde entonces —y en particular durante su encarcelamiento— había pensado largo y tendido en lo que el Benefactor había dicho. Sabía que Índigo todavía seguiría sin querer aceptarlo; pero Grimya había tomado una decisión, y creía que Índigo estaba equivocada. La idea de ir contra la muchacha resultaba desconcertante para la loba, ya que siempre la había apoyado plenamente. Ahora sin embargo, por una vez, estaba dispuesta a disentir.

—Tienes rrr... razón —dijo mientras dejaba escapar un nuevo gañido ahogado —. Te ayudaré en lo que pueda. Hay que convencer a Índigo. Es necesario.

Bruscamente, el Benefactor se inclinó hacia adelante en su sillón y, para gran sorpresa de la loba, sus manos rodearon su hocico en un gesto no sólo de gratitud sino también de genuino afecto, que fue respaldado por una repentina oleada de cariño proyectada por su mente.

—Pequeña loba. —Su voz se quebró con una emoción que hizo que Grimya se sintiera de improviso extrañamente triste—. Eres la mejor amiga que se puede desear... Gracias, querida Grimya. Gracias.

Grimya se sacudió, contenta y desconcertada a la vez. Comprendió que le gustaba el Benefactor. Fuera lo que fuera —o lo que hubiera sido, lo cual constituía un enigma que percibía que estaba más allá de su sencillo poder de comprensión— era un hombre bueno.

—Por la mañana —dijo la loba—, expulsarán a Índigo de Alegre Labor. Lo sé; la anciana me lo dijo. Debo ir a su encuentro. Debo traerla aquí. ¿Qué he de decirle?

—No menciones nuestra conversación, pequeña. —Las manos del Benefactor seguían acariciando su rostro, y parecían tan sólidas y reales, se dijo la loba, como las propias manos de Índigo... Lanzó un sonido sordo, casi un canturreo, que apenas consiguió salir de su garganta, y el Benefactor, su amigo, se agachó aún más al frente, con sus oscuros ojos repentinamente atentos—. Escucha ahora. Escucha y te diré lo que quiero que hagas.

Los ancianos del comité que había dictado sentencia contra Índigo se sintieron sorprendidos y más que aliviados al descubrir que ésta se dejaba escoltar fuera de Alegre Labor sin el esperado alboroto. Como tía Osiku comentó más tarde a tío Choai, no había duda de que tras una noche de sensata reflexión la condenada reconocía y se arrepentía ahora de su desatino; incluso sus protestas sobre la desgraciada cuestión de la perra habían cesado. Una excelente respuesta, declaró la anciana, aunque no, desde luego, suficiente para redimir su crimen. Todo se desarrollaría ahora tal y como estaba dispuesto, y el desdichado episodio quedaría relegado al olvido.

El único incidente que estropeó la marcha de Índigo fue el descubrimiento de que, en algún momento durante la noche, el arpa prometida a Ellani había desaparecido. Se llevó a cabo un exhaustivo registro de la Oficina de Tasas, y las reducidas posesiones de Índigo, atadas con correas ahora al lomo del poni que le quedaba, fueron descargadas y vueltas a examinar, pero sin que se hallara el menor rastro del instrumento. Los ancianos se mostraron desconcertados, pero Índigo no demostró ningún interés en el alboroto. Creía saber adonde había ido a parar el arpa, y no consideraba muy probable poder recuperarla jamás, pero eso ya no era importante; tema otros asuntos más vitales de los que preocuparse.

A altas horas de la noche anterior, mientras yacía sin poder dormir y atormentada por sus temores sobre Grimya, unos pasos vacilantes habían resonado en la calle al otro lado de su celda en la Oficina de Tasas y una vocecita tímida había musitado su nombre. Sobresaltada, Índigo se incorporó rápidamente y corrió hasta la alta y atrancada ventana. No pudo ver más que la sombra de una figura humana, pero reconoció tanto la silueta como la suave voz de Mimino. La anciana habló en voz baja y rápida; Índigo escuchó, y luego, aferrándose a la esperanza pero sin apenas atreverse a creer en lo que había oído, siseó:

—Mimino, ¿dónde encontraré a Grimya? ¿Dónde debo buscarla?

La borrosa figura se golpeó la nariz con un dedo en ademán conspirador.

—Ha abandonado Alegre Labor ahora. Ha ido a un lugar en el que puede ocultarse de todos los que quieren hacerle daño. No te quejes cuando te saquen de la ciudad, y la perra gris irá a tu encuentro. Le he hablado de un lugar seguro, y allí te esperará. —Describió el lugar donde se hallaba el pozo que ahora no se utilizaba, y después vaciló—. Hay una cosa más que tengo que decir, doctora. Se refiere a tu instrumento, el que hace música. Hay una gran conmoción porque el instrumento ha desaparecido. Te puedo asegurar que, por muy diligentemente que los ancianos lo busquen, no encontrarán el instrumento... y desde luego no será quemado.

Realizó una pequeña reverencia rápida en dirección a la ventana, y luego, como una simple sombra entre tantas otras, se desvaneció en la oscuridad antes de que Índigo diera con las palabras para darle las gracias.

Ahora, con el sol del amanecer oculto bajo una capa de nubes y con la amenaza de lluvia en el aire, Índigo volvió la cabeza por última vez para contemplar la empalizada de Alegre Labor. El poni que le quedaba aguardaba paciente a su lado, moviendo una oreja adelante y atrás, mientras los ojos de la muchacha se paseaban por el monótono panorama de los edificios cuadrados y sin adornos, los altos tejados del Enclave de los Extranjeros y, más allá de la ciudad, el verde montículo de la colina desde donde la Casa del Benefactor contemplaba la ciudad. Nadie había salido a verla marcharse; los únicos testigos de su partida eran los dos hombres en quienes los ancianos habían delegado el cumplimiento de sus órdenes, y que ahora permanecían inmóviles con los brazos cruzados esperando a que ella se pusiera en marcha. Iban armados con gruesos bastones y ninguno tenía un aspecto muy inteligente; Índigo sabía que tenían instrucciones de no hablar con ella, y así pues, tras dedicarles una mirada de indiferencia, se dio la vuelta, chasqueó la lengua para que el poni se pusiera en marcha y empezó a alejarse.

Los guardas la siguieron durante casi dos horas, dejando atrás un bien ordenado campo cultivado tras otro, sin mirar jamás a uno u otro lado y manteniendo siempre una meticulosa distancia entre ellos y la joven. Por fin, no obstante, ésta miró por encima del hombro y descubrió que habían dado media vuelta, sin que ella se diera cuenta y sin una palabra o señal, y regresaban a Alegre Labor. Dando una rápida ojeada al arcén, Índigo descubrió una losa de piedra con el número «8» toscamente tallado en su superficie en la sencilla escritura de la región, y sonrió con cinismo. Los hombres habían cumplido su deber al pie de la letra y no tenían intención de dar un solo paso más allá de lo que se esperaba de ellos.

Bien, se había librado de ellos y de Alegre Labor, aunque a un alto precio. El embargo la había dejado con poco más que las ropas que llevaba, sus bolsas de hierbas, un cazo y unos pocos utensilios, y desde luego el poni. Incluso le habían quitado la ballesta y el carcaj de saetas, reclamados alegremente por Thia a pesar de que tales armas eran desconocidas en Alegre Labor y la adolescente jamás aprendería a utilizarlas como era debido. Aquel grado de mezquindad hizo que Índigo sintiera una oleada de amargura, aunque la principal fuente de amargura era la conciencia de su propia estupidez. Había venido a Alegre Labor buscando olvidar todo lo que tuviera relación con su misión, y había permitido que la atrajeran hacia otro embrollo diabólico, que había terminado en desastre. Koru se había perdido, la amistad de Hollend y Calpurna se había transformado en odio —con un buen motivo, tuvo que reconocer— y ella misma era ahora un paria a los ojos de aquellos a los que sólo había querido ayudar.

Y había estado muy cerca de encontrar a Fenran, para volver a perderlo una vez más...

Los ojos de Índigo se nublaron, y, enojada, se los frotó con fuerza para secar las lágrimas. No debía pensar en Fenran, no ahora, no aún, y no debía dar vueltas a su horrible experiencia en la torre del bosque. No creía lo que el Benefactor le había dicho, no quería creerlo, y no se dejaría atrapar en su conspiración. El hombre dormido había sido un truco, una ilusión. Ella encontraría al auténtico Fenran, y Némesis no tomaría parte en la búsqueda. «Mira al futuro —se dijo—, mira al frente. Grimya estará en el punto de encuentro ya. Debe de estar esperando. »

Ese pensamiento desvaneció un poco su pesimismo, y la muchacha aceleró el paso hasta convenirlo en una zancada larga mientras el poni iniciaba un trotecillo a su lado. La Carretera del Espléndido Progreso, aunque no era ni con mucho la magnífica calzada, que su nombre daba a entender, era de fácil recorrido con buen tiempo; no tardó mucho en dejar atrás otro mojón, y poco después divisó el tejado de paja de la caseta de un pozo algo más allá. Los campos de los alrededores estaban en barbecho tal y como había dicho Mimino, y la caseta del pozo se encontraba sin guarda y al parecer desierta.

Llena de ansiedad, Índigo envió un mensaje mental, buscando a la loba. Pero no recibió respuesta, y frunció el entrecejo. A lo mejor Grimya todavía no había llegado... Tiró de las riendas del poni y corrió en dirección al pozo. Seguía sin recibir respuesta a su llamada telepática, y al llegar ante el torreón de techo de paja aminoró el paso y se detuvo.

«¡Grimya! Grimya, ¿estás ahí?»

Nada. La puerta de la caseta del pozo estaba entreabierta y, dejando que el poni pastara junto a la carretera, Índigo se acercó con cautela. La puerta cedió a un ligero empujón, y la muchacha agachó la cabeza para franquear el bajo dintel. El interior era exiguo, pero, aunque su propio cuerpo obstruía la entrada, pequeños resquicios en la paja del techo dejaban penetrar suficiente luz para proyectar un reflejo de la superficie del pozo en la pared. Y allí, sentada en el suelo y recortada contra las brillantes ondulaciones del reflejo, estaba Grimya.

¡Grimya! —Alivio y alegría inundaron a Índigo en igual medida; la joven corrió a abrazar a la loba y se dejó caer de rodillas—. ¡Oh, cariño, estás a salvo, estás a salvo!

Grimya se retorció involuntariamente con la alegría del abrazo pero no dijo nada, Índigo, sin embargo, estaba demasiado absorta para darse cuenta.

—¡Bendita sea la vieja Mimino! Vino a verme anoche y me contó lo que había hecho... Jamás olvidaré su bondad! —Se puso en pie otra vez y paseó la mirada por los exiguos confines de la caseta—. Debe de existir una forma de recompensarla, incluso aunque no podamos volver a verla personalmente. Una vez que estemos bien lejos del distrito pensaré en algo. Pero ahora deberíamos irnos, y rápido. Quiero poner tanta distancia entre nosotras y Alegre Labor como me sea posible antes del anochecer —declaró dirigiéndose hacia la puerta.

Grimya no se movió. Había estado temiendo este momento pero estaba decidida a pasar por él, pues estaba convencida de que lo que iba a hacer era lo correcto; además, se lo había prometido al Benefactor, y romper una promesa era inconcebible.

—No —dijo con voz firme y clara.

Índigo se detuvo, giró en redondo y se quedó mirándola.

—¿Qué?

—He dicho que nnno. No i... re contigo.

Los ojos de la loba estaban tristes pero se obligó a sostener la asombrada mirada de su amiga. Había ensayado lo que quería decir y sabía que debía decirse ahora, antes de que su resolución se tambaleara y la abandonara.

—No voy a abandonar Alegre Labor — anunció, las palabras surgían en un ronco torrente—. Lo siento, Índigo, pero estoy decidida y no pu... puedes hacerme cambiar.

Intentamos ayudar a Koru y fracasamos. Voy a intentarlo otra vez. Regreso al mundo fantasma.

Estupefacta, Índigo empezó a protestar: