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«Quiero que veas al Benefactor. »
—¿El Benefactor? —Índigo se puso en pie mientras una alarma mental se disparaba en su cerebro, y miró rápidamente en dirección al bosque como si esperara ver al Benefactor atisbando con malevolencia por entre las sombras de los árboles—. ¿Te ha hecho él esto, Grimya? ¿Ha conseguido ejercer algún poder sobre ti?
«No, no me ha hecho nada, excepto abrirme los ojos. Ahora puede abrir los tuyos, también. Quiero que lo veas. » La loba hizo una pausa antes de continuar: «Es lo que te dije antes. Quiero ayudar a Koru... y te quiero ayudar a ti. Este es el único modo, Índigo. Sé que no quieres abandonar Alegre Labor, pero que al mismo tiempo te asusta demasiado enfrentarte a lo que encontraste aquí. El Benefactor te puede ayudar; puede mostrártelo. No es un demonio; pero sabe cómo se puede vencer a los demonios».
Fue un discurso largo y apasionado para provenir de Grimya, pero incluso mientras realizaba su súplica la loba comprendió que no tendría éxito. El cerebro de Índigo se cerraba a sus palabras, las rechazaba. La simple persuasión, tal y como había predicho el Benefactor, no era suficiente para superar su innato prejuicio y el temor que éste engendraba. La loba tendría que recurrir al otro plan más drástico.
Índigo se acercaba a ella otra vez para intentar agarrarla por el pelaje del cuello. Grimya retrocedió con una pirueta y, torciendo la cabeza a un lado, lanzó un agudo ladrido.
—Grimya, ¿qué... ? —empezó a decir Índigo.
Una voz conocida gritó entonces desde los árboles:
—¡Coge la pelota, Índigo! ¡Coge la pelota!
—¿Koru?
Perpleja, Índigo alzó la mirada. En el aire, por encima de su cabeza, capturando la brillante luz del otro mundo, una reluciente esfera giró centelleante y empezó a caer hacia ella. Al momento comprendió que algo raro pasaba y, alarmada, intentó apartar la vista. Pero no pudo. La esfera era demasiado hermosa; la fascinaba, y de improviso la deseó. ¡Oh, cómo la deseaba! Deseaba sostenerla y poseerla y jugar con ella...
—¡No! ¡No, no me dejaré atrapar!
Pero sus manos se alzaban ya en dirección a la brillante pelota y no podía controlarlas; el deseo de tocarla y sostenerla era demasiado grande. Con una parte de su cerebro que seguía luchando por mantener la razón vio cómo Koru salía del bosque y la contemplaba, con rostro inquieto y ansioso a la vez, y entonces se olvidó de él y se olvidó de todo lo demás cuando la maravillosa esfera descendió describiendo una espiral hacia ella.
Se posó en sus manos levantadas y resultó más ligera que una pluma, frágil como una pompa de jabón, resistente como el acero. Durante un horripilante momento Índigo supo lo que era y percibió el poder que podía ejercer... De pronto la esfera pareció estallar en una brillante luz, y una especie de terrible onda expansiva recorrió todo el cuerpo de la joven. Lanzó un grito y se tambaleó hacia atrás, soltando la esfera.
—¡Coge la pelota, Índigo! ¡Coge la pelota! —Era la voy de Grimya que le ladraba un alegre desafío, y de repente otras voces se unieron a ella.
—¡Señora que canta, señora que canta!
—¡Coge la pelota! ¡Todos iremos a coger la pelota!
—¡Corre, señora que canta, corre!
—¡Corre y juega, Índigo! ¡Juega con nosotros!
—Juega con nosotros, princesa! ¡Juega, Anghara! ¡Coge la pelota!
Su mente era un torbellino: «Índigo, Señora que Canta, Anghara... ». No sabía quién o qué era; lugar y tiempo giraban como una peonza fuera de control y ella era una niña, una mujer, una esposa, una hija, un alma perdida...
De improviso se encontró corriendo. La brillante esfera, su tesoro, su juguete, había saltado de entre sus dedos y escapado fuera de su alcance dando volteretas en la brisa. ¡Debía recuperarla, debía atraparla!
—¡Coge la pelota, coge la pelota! —Otros se unían a la carrera, surgiendo del bosque y corriendo a su encuentro. Niños: los niños, tantos niños, sus amigos, todos repitiendo a gritos la misma letanía una y otra vez—: ¡Coge la pelota, coge la pelota! —Al tiempo que la envolvían y se la llevaban con ellos mientras el hermoso juguete giraba por los aires sobre sus cabezas.
Ella sería la primera, se dijo Índigo frenéticamente; lo sería. No importaba que fuera pequeña, que sus piernas fueran demasiado cortas para mantener el ritmo de los demás; ¡ella era una princesa y ganaría! Con los cabellos flotando en el aire, la falda de seda arremolinada ¿falda de seda? No, no podía ser; no había llevado ropas así desde..., desde... , corrió por la hierba, y sus pies parecían rozar tan sólo la superficie sin tocar apenas el suelo. La reluciente esfera descendía más y más, más y más veloz, y ella también empezó a correr más deprisa, los gordezuelos brazos extendidos y las manitas alzadas para reclamar su premio. Un chillido de júbilo escapó de sus labios cuando el hermoso y brillante objeto pareció deslizarse directamente hasta sus dedos ansiosos, y lo sostuvo triunfante sobre la cabeza.
—¡Tira la pelota! ¡Tira la pelota! —Sus amigos (no conseguía recordar quiénes eran, pero sabía que eran sus amigos) prorrumpieron en un ansioso clamor—. ¡Tira la pelota, y veamos dónde aterriza!
Índigo, la niña-Anghara, rió y asintió y, aspirando con fuerza, se encogió dispuesta a lanzar la pelota a lo alto con todas sus fuerzas. Pero al instante la pelota se tornó tan pesada que sus pequeñas manos apenas si podían sostenerla. Jadeó y se tambaleó...
—¡Yo te ayudaré!
Un niño corrió a su lado surgiendo del grupo, Índigo tuvo una fugaz impresión de unos ojos plateados y unos cabellos plateados; entonces las manos del recién llegado se cerraron sobre la pelota junto con las de ella, y de pronto el peso desapareció y la esfera volvió a ser tan ligera como una pluma.
—Juntos! —gritó la criatura de los cabellos plateados—. ¡Juntos! ¡Tira la pelota!
Saltaron como uno solo y arrojaron el centelleante juguete hacia el cielo. Éste salió despedido hacia lo alto y fue subiendo y subiendo, volviéndose cada vez más pequeño; justo cuando la niña-Índigo empezaba a temer que fuera a desvanecerse y lo perdieran, y estaba a
punto de echarse a llorar de desilusión, la pelota describió una curva y comenzó a caer.
—¡Al otro lado de las colinas!
Había una enorme loba de color gris leonado entre ellos, y era su voz la que ladraba, la que gritaba. ¡Un lobo que hablaba! ¿Grimya? ¿Quién era Grimya? Ella lo sabía, lo sabía, pero... La loba saltó hacia ella y, aunque Índigo sabía que debiera haber sentido temor, no sintió más que alborozo cuando la criatura volvió a gritar: «¡Al otro lado de las colinas!».
—¡Una carrera, una carrera! —Índigo empezó a saltar y a dar palmadas—. ¡Corramos tras la pelota!
Y todos echaron a correr. Mientras corría, con el viento azotándole el rostro y los pies volando casi sobre la hierba, Índigo se sintió embargada por la curiosa convicción de que aquello ya había sucedido antes —o volvería a suceder, mucho más adelante en el futuro— y a punto estuvo de gritar atemorizada a los otros que se detuvieran. Pero la carrera se había iniciado y nada podía detenerla; algo la controlaba, ejercía un poder sobre la muchacha y sobre todos ellos, y le habría sido tan imposible romper el hechizo como hacer que el sol y la luna detuvieran su curso. Siguieron corriendo, saltando sobre matas, chapoteando por los arroyos. En un instante de asombrosa lucidez Índigo comprendió de repente que nunca volverían a encontrar la reluciente pelota, pero ya no importaba. Todo lo que importaba era tomar parte en la carrera, participar en el juego. El juego lo era todo: era vida, era alegría; había hecho desaparecer los años y las responsabilidades y la había convertido otra vez en una criatura despreocupada. El juego no debía terminar jamás; no debía terminar nunca, jamás, pues ella era una princesa, y todos sus queridos amigos estaban junto a ella, y gritaban su nombre: Índigo, Índigo, Anghara, Anghara...
Oh sí, claro que sí, existían juegos para que todos ellos jugaran. No encontraron la resplandeciente pelota, tal y como había adivinado que sucedería, y por fin se cansaron de la persecución y la búsqueda, y se sentaron en la cima de un pequeño montículo verde para recuperar aliento, Índigo intentó contar cuántos niños había, pero no tenía bastantes dedos. ¿Qué importaba? Todos eran sus amigos. Y sus mejores amigos, los más queridos, estaban junto a ella. La loba que hablaba yacía a sus pies, el niño de los cabellos dorados ¿Koru? ¿Era ése su nombre? Jamás había oído un nombre parecido... sujetaba su mano derecha, mientras que el otro, el que era especial, el de los ojos y cabellos plateados, le sujetaba la izquierda. Cantaron canciones, pero, pronto cansados de la inactividad, volvieron a ponerse en pie y a correr. Luego hubo juegos en los que se bailaba y juegos en los que se saltaba; e Índigo cantó con su vocecita infantil: Canna mho rhee, mho rhee, mho rhee; canna mho rhee na tye... Encontraron un riachuelo lo bastante pequeño para poder saltarlo, de modo que se pusieron a jugar en sus orillas al Dragón marino, un juego en el que sólo los que llevaban el color elegido por el dragón podían cruzar las aguas sin peligro, y la criatura de los ojos plateados fue el dragón e Índigo-Anghara ganó porque sus elegantes ropas tenían muchos colores, y porque era una princesa. Luego, cuando este juego terminó y todos estaban agotados otra vez y salpicados de agua, se inició un juego de Seguid al cazador, y todos se pusieron en marcha en fila india, bailando y retorciéndose y saltando en un intento de imitar todo lo que hacía el cazador.
Nadie supo ni le importó cuánto tiempo duró este juego, pero por fin, con el día todavía caluroso y la luz sin haber menguado en intensidad, llegaron al linde de otro bosque. Con la extraña agudeza visual que este mundo parecía otorgar, Índigo había visto la oscura masa de árboles desde muy lejos y a medida que se acercaban se sintió más convencida de que ya había visitado antes este lugar, aunque no podía recordar cuándo o cómo. El bosque se encontraba en el interior de un valle poco profundo, y si se contemplaba desde una posición elevada las copas de los árboles daban casi la impresión de un lago oscuro e inmóvil. Una parte de su cerebro protestó diciendo que no quería acercarse más, y menos aún penetrar en el bosque, pero sus amigos se dirigían hacia él, y el niño de los ojos plateados la cogió de la mano y dijo que todo iría bien, y ella confió en él y le creyó.
Se detuvieron en el linde del bosque. Estaba muy silencioso; no cantaba ningún pájaro, y la brisa era tan suave ahora que ni siquiera agitaba el dosel de hojas, Índigo frunció el entrecejo y clavó los ojos en la hierba a sus pies. No quería penetrar en su interior, y a la vez sí quería hacerlo. ¿Qué le esperaba allí? Había algo allí dentro. ¿Alegre o triste? ¿Bueno o perverso? Justo o...
Las reflexiones se interrumpieron cuando se dijo con decisión: «¡Sea lo que sea, me enfrentaré a ello! ¡Soy una princesa, y las princesas no le temen a nada!».
Apretó los puños con resolución, y exclamó:
—¡Pájaros en los matorrales! ¡Juguemos a Pájaros en los matorrales!
De algún modo, aunque intuía que ninguno de ellos había jugado antes a aquel juego del escondite, todos parecieron conocerlo tan bien como ella.
—¡Escondeos, escondeos! —les chilló—. ¡Yo os encontraré a todos!
Todos se desperdigaron mientras ella se cubría los ojos y empezaba a contar. Ahora sabía contar hasta cien, y estaba orgullosa de ello; era una gran hazaña, ya que sólo tenía... ¿cuántos años tenía? ¿Seis?, ¿siete? No estaba segura, pero sabía que era mayor ahora que cuando habían estado descansando en el montículo. Entonces había tenido que contar con la ayuda de los dedos, pero ahora...
Ahora tenía...
Pero la fugaz inquietud desapareció rápidamente y ella terminó de contar en voz alta.
—Cuarenta y ocho, cuarenta y nueve... ¡cincuenta, ! ¡Voy a buscaros, voy a cogeros!
No se veía ni rastro de nadie cuando levantó la vista, pero un rastro delator de hierba recién pisada se perdía zigzagueante entre los árboles. Índigo-Anghara sonrió y, satisfecha de su aguda vista de cazador, inició la persecución. Pero por mucho que mirara, por muy sigilosamente que rodeara el tronco de un árbol o atisbara detrás de un macizo de zarzamoras, no pudo encontrar a ninguno de sus amigos. Pronto empezó a sentirse molesta. Sin duda, nadie podía esconderse tan bien... Ella era muy buena en este juego; a estas alturas ya debería haber descubierto el escondite de alguien; y ellos no podían haberse movido después de que ella acabara de contar, ya que eso iba en contra de las reglas.
Por fin se dio por vencida. Con los brazos en jarras clavó los ojos en los árboles que se alzaban a su alrededor, y gritó:
—¡Oh, está bien! No os encuentro. ¡Salid!