122646.fb2 Espectros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 41

Espectros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 41

Extendió la mano y tocó una de las jarras. Parecía frágil en sus manos, y el vino que cayó de ella a su copa y a la de él era tan insustancial como la niebla; pero selló la alianza entre ellos.

—Un brindis —dijo Índigo, alzando su copa—. Por las antiguas costumbres...

—Mi familia reinó sobre el territorio durante trescientos años —empezó el Benefactor—. En aquellos días nuestro país tenía otro nombre, como también lo tenía Alegre Labor; pero imagino que deben de haber caído en el olvido ya. —Jugueteó con el pie de su copa pero no hizo el menor movimiento para beber—. Creo que, en general, fuimos gobernantes benéficos. Mi mismo padre era un buen hombre, creo..., pero no fue hasta que él murió y la corona recayó sobre mí que comprendí la auténtica naturaleza de lo que había heredado.

Los tres, Índigo, Grimya y el Benefactor, estaban sentados a la mesa, Grimya en un taburete bajo que había aparecido por voluntad del Benefactor. La apetitosa colección de comida dispuesta ante ellos seguía intacta; parecía que ni siquiera la loba tenía apetito.

—Mi preparación y mis inclinaciones eran las de un estudioso —continuó el Benefactor—. Estudié historia, filosofía y las artes mágicas... ¡Ah, sí; puedes sorprenderte! El concepto de magia ya no existe en Alegre Labor, pero en aquellos tiempos las cosas eran muy diferentes. La Casa que el comité tan orgullosamente muestra a los visitantes no era el hogar en el que me crié. En mi infancia existía un palacio en el lugar que ocupa ahora la casa; un edificio maravilloso creado por artesanos de gran clarividencia y ampliado por cada una de las generaciones de mi familia. Existía belleza allí, y erudición, música y risas; todos los placeres y diversiones que realzan la existencia humana. La Casa no existía. Alegre Labor, con sus edificios mediocres y sus calles grises y bien alineadas, no existía. Pero las semillas estaban allí, y cuando yo llegué al poder vi cómo esas semillas empezaban a echar raíces.

»En mi opinión, Índigo, la riqueza es un estado mental y no posesión material. Puedes objetar, como hicieron muchos, que mantener tal opinión era muy fácil para un hombre que poseía toda la riqueza que podía desear. Yo discreparía. Yo diría, y mis palabras quedan corroboradas por mi propia amarga experiencia, que todo el oro y las posesiones que puede

ofrecer el mundo no valen nada sin la sabiduría de un corazón alegre.

Índigo bajó los ojos hacia la copa de vino que sostenía entre las manos, y sonrió con tristeza.

—Yo fui rica, en una ocasión —dijo—. De haber sabido lo que me reservaba el futuro, habría cambiado de buen grado todo lo que tenía por un instante de sensatez.

El Benefactor la contempló fijamente.

—Puede que, en ese caso, comprendas mejor que la mayoría de la naturaleza humana es algo de una compleja perversidad. Mi gente vivía bien bajo nuestro gobierno. Mis antepasados habían trabajado con ahínco para mejorar todos los aspectos de la vida, y habían conseguido muchas cosas. La fertilidad de nuestro suelo y el éxito de nuestro comercio con otras tierras proporcionaba cada vez más prosperidad a todos; y la gente tenía la libertad de llegar a la grandeza, si es que la grandeza se encontraba en su interior. Cuando llegué al trono me satisfizo pensar que cualquier niño nacido en mi país podía algún día llegar a ser un estudioso respetado o un aventurero de fama, o un gran músico, o un noble estadista. Yo era un idealista, Índigo. Un idealista, y, como no tardé en descubrir, un estúpido.

»Mi padre había intentado abrirme los ojos a la realidad, pero fracasó. Yo no veía más que el brillo de mayores y mayores progresos, que iluminaba un largo y feliz sendero que conduciría a un futuro de auténtica dicha. Mis súbditos también veían esa luz... pero, para ellos, el progreso tenía un significado diferente. Desde luego que estaban dispuestos a esforzarse, a trabajar, a mejorar. Pero al hacerlo no los movía más que un propósito: acumular riqueza tan sólo por el hecho de tenerla. La riqueza podía comprarles más de todo; en un principio más de lo que necesitaban, luego más incluso de lo que querían o podían utilizar. Pero aun cuando no pudieran utilizar los atavíos de la riqueza, poseerlos lo era todo; y obtenerlos empezaba a eclipsar toda otra consideración. Todavía teníamos nuestros músicos y nuestros estudiosos; pero un músico rico era tenido en más estima que un músico de posibilidades más modestas, aunque su talento fuera mucho menor. Y un hombre que no tuviera ni una sola cualidad redentora en su espíritu no necesitaba más que ser rico, y a los ojos de sus congéneres era un rey.

El Benefactor suspiró profundamente antes de continuar:

—Cuando empecé a gobernar, descubrí que mis preciosos ideales no significaban nada para mis súbditos, y que todo lo que deseaban de mí era que los condujera a una mayor y mayor prosperidad. La única riqueza que querían eran las posesiones y la posición social. Durante siete años intenté hacerles comprender; me esforcé por conducirlos hacia una filosofía más amplia. Pero todos mis esfuerzos, toda mi lucha, fueron en vano.

Calló de repente y contempló la torre, con la mirada vuelta hacia su propio interior. Grimya se removió inquieta y gimoteó en voz baja, e Índigo preguntó con suavidad:

—Así pues... ¿te retiraste del mundo? ¿Es así como encontraste este mundo?

Él volvió la cabeza y la miró.

—¡Oh, no, desde luego que no! Debiera haberlo hecho; debiera haber aceptado que no podía moldearlos según mi percepción de las cosas, e inclinarme ante lo inevitable. Si lo hubiera hecho, a lo mejor alguno de mis ideales habría sobrevivido. Pero no me retiré. En lugar de ello, decidí vengarme. —Le dirigió una veloz mirada de reojo—. Sí, he dicho venganza; aunque veo por tu expresión que te resulta difícil creerlo. ¿Venganza sobre quién?, te preguntas. ¿Y por qué motivo? Te lo diré. Quise vengarme de mi gente, por traicionarme.

—Diosa bendita... —musitó Índigo—. Pero ¿cómo puede un hombre vengarse de un país? Eres... —Se detuvo y rectificó al momento el lapsus con una sonrisa irónica—: Eras mortal. Hechicero o no, no podías poseer tal poder.

—Tienes razón, desde luego. Los gobernantes no son dioses, por mucho que algunos intenten convencer al mundo de lo contrario; y nunca fui estúpido hasta ese punto. Pero sí tenía el poder de vengarme de la forma que yo quería, sí poseía el poder de hacer que mis súbditos tomaran un rumbo que, con el tiempo, haría que esa venganza tuviera lugar. Así pues, como el capitán que gobierna su barco hacia un arrecife mortal, eso es lo que hice.

»Mi estrategia era simple. Dije: muy bien, si las cosas materiales son todo lo que mis codiciosos muchachos desean, entonces tendrán cosas materiales... con la exclusión de todo lo demás. Que no haya más música, que no haya más filosofía, que desaparezca la espiritualidad. Se acabaron los adornos, ya que los adornos no son útiles. Se acabaron los juegos y pasatiempos, ya que no son algo tangible; no producen nada ni dan a ganar nada. Ni placeres ni frivolidades, ya que el placer no es un bien que se pueda vender o cambiar para obtener una ganancia. Y en cuanto a las cosas que se encuentran en otros mundos, otras dimensiones..., bien: si no podemos verlas y tocarlas y poseerlas, ¿cómo puede ser que existan? No hay fantasmas, ni espíritus, ni demonios; no existen los poderes del bien y el mal. No tendrán cabida en esta nueva era ilustrada, pues eso es lo que se merece mi gente.

»Yo provoqué todo esto, Índigo; e incluso ahora, después de tantos siglos, me produce escalofríos pensar con qué facilidad se realizó. Ordené que demolieran mi propio palacio, proclamando que su belleza no tenía una función útil. Hice que araran sus preciosos jardines y los convirtieran en campos de cultivo que deprimían la vista pero llenaban los bolsillos, y declaré que esta acción era un ejemplo que debían seguir todas las personas diligentes. Construí la Casa sobre la colina en la que se encuentra, un lugar estrictamente funcional sin un solo adorno, e insté a mis súbditos a hacer lo mismo con sus propias viviendas, de modo que también ellos se libraran de todas las cosas que no poseían un valor claro. Luego los exhorté a aferrarse a lo que tenían y a construir sobre ello; a trabajar y ganar riqueza y a acumular los frutos de su trabajo; a alzarse por encima de sus vecinos y a ser juzgados a los ojos de esos vecinos sólo por lo que poseían y no por ninguna otra cosa; a que se sintieran orgullosos de su avaricia, orgullosos de su lógica, orgullosos de la existencia miserable y triste que se estaban labrando.

Dejó de hablar, Índigo levantó su copa y la hizo girar entre el índice y el pulgar, aunque no bebió.

—Y eso echó raíces —dijo sombría.

—Sí, echó raíces. Con tanta facilidad y rapidez que en menos de cinco años comprendí que ya no necesitaban mi guía sino que por sí mismos seguirían inexorablemente y sin titubear el camino hasta la propia perdición. Mi trabajo había finalizado. Así que decidí... bueno, para expresarlo con precisión, decidí retirarme del mundo y dejar que se las apañaran solos.

Índigo recordó su primera visita a la Casa y el improvisado parlamento de tía Nikku sobre los cambios que había implantado el Benefactor.

—Y tu regalo de despedida —dijo—, ¿fue derribar el último símbolo de los viejos tiempos: tu propio trono?

—Lo fue. Lo consideré un último y apropiado chiste, y estaba tan repleto de rencor y ganas de venganza en aquellos tiempos que reí en voz alta ante la idea. ¡Se acabaron los reyes! Dejemos que tengan comités de hombres y mujeres insignificantes, dije; y que disfruten para siempre del mezquino placer de reñir y competir en busca de la preeminencia entre ellos mismos. Estaba harto de todo aquello. Sería libre.

La última palabra la pronunció con tal rabia que cogió a Índigo por sorpresa. Era muy consciente de la amargura y el remordimiento que sentía el Benefactor, pues éste no había hecho el menor intento de ocultarlos; pero esto era algo totalmente distinto.

—Dijiste... —Vaciló, escogiendo las palabras con sumo cuidado—. Dijiste que encontraste este mundo. ¿Fue así como... evitaste morir?

El Benefactor no contestó al punto. Durante unos instantes permaneció allí sentado sin moverse, con un nudillo presionado contra los labios, los ojos mirando al vacío y la expresión hermética. Luego, bruscamente, respondió a su pregunta.

—Sí, encontré este mundo, y huí a él, como tú dices, para escapar de la necesidad de morir. —Levantó la vista—. Pero no tardé en descubrir que no estaba solo aquí. Otros también buscaron su consuelo, —dijo contemplándola fijamente—: el hombre dormido en su torre, tu propio Némesis, otros... Ha habido muchos otros; algunos que se han quedado y algunos que no. A lo mejor el hecho de que yo fuera el único ser vivo completo de este mundo me otorgó una clarividencia especial; ésa es una pregunta que no puedo contestar. Pero sus historias y sus cuitas eran en cierta forma un libro abierto para mí; sabía qué eran y por qué había venido cada uno. Y luego, al poco tiempo, los niños de Alegre Labor empezaron a venir, y comprendí la enormidad de mi crimen. —Suspiró profundamente—. Así que aquí he vivido, entre los espíritus perdidos a los que se ha negado el derecho a una auténtica vida. Y una generación sigue a la otra, y cada una languidece aquí hasta que las mentes que han dejado atrás se vuelven a abrir para admitirlos, o hasta que mueren los cuerpos que abandonaron.

Índigo sintió un nudo en la garganta y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recuperar la voz.

—¿Qué sucede a sus espíritus, cuando los cuerpos mueren?

—Se desvanecen de este mundo y se pierden —respondió con sencillez el Benefactor— Muchos se han ido de esa forma. Adonde van, qué es de ellos, no lo sé; ésa no es una cuestión para un simple hombre mortal. Pero supongo que es una especie de muerte.

—Y... ¿qué sucede contigo? ¿Qué eres tú?

—Soy un ser vivo, en cierta forma. Mi envoltura física y la espiritual no se separaron, y por lo tanto penetré en este mundo como un ser completo por derecho propio. Aquí, mi cuerpo no envejece y por lo tanto no puedo morir. Así son las cosas en esta dimensión. — Sonrió no sin cierta tristeza—. No obstante mis pretensiones filosóficas y mágicas no afirmo comprender por qué es así, pero acepto lo inevitable. Mi envoltura espiritual puede regresar a Alegre Labor sin sufrir daño, pero no me atrevo a regresar bajo mi forma completa durante más de algunos minutos, ya que si lo hiciera... bueno, eso es algo que ya hemos comentado y quizá no merece ser repetido.

Cuando terminó de hablar se produjo un largo silencio, Índigo contemplaba la abarrotada mesa, pero sin ver, sin apreciar sus espléndidas galas. Ahora sabía qué sería del Benefactor si tenía éxito en su misión. No existía lugar para él en Alegre Labor, pero, a la vez, sin los niños que tanto quería tampoco le quedaría nada aquí.

Levantó la vista por fin, y sus ojos perdieron aquella mirada vacía para clavarse en el rostro del hombre.

—¿Es esto lo que realmente quieres? —preguntó.

—Sí —contestó el Benefactor en un susurro—. Sí, es lo que quiero. Es la única esperanza para los niños, y creo que quizás es la única esperanza para mí. —Hizo una pausa—. ¿Lo comprendes?

—Creo que puedo —dijo ella asintiendo despacio—. Eres un hombre muy valiente.

—No, no lo soy. Soy simplemente un estúpido que por fin ha aprendido lo suficiente para arrepentirse de su estupidez. —Extendió el brazo y su mano se cerró sobre la de ella—. Yo no puedo moverme libremente entre el mundo del espíritu y el físico. Pero tú puedes, y ahora tienes el poder de transportar las cosas de este mundo de regreso a Alegre Labor. Conduce a mis niños a casa, Índigo. Devuelve a mi gente la espiritualidad que les robé hace tanto tiempo, y muéstrales cómo pueden volver a estar completos.

Sus dedos apretaban los de ella con fuerza, casi con desesperación, e Índigo devolvió el apretón con energía.

—Los llevaré. —Tenía el poder; lo sabía, lo sentía vibrar en su interior, completa como estaba... —. No tienes más que mostrarme el modo. Dime lo que debo hacer, y lo haré.

El Benefactor pareció vacilar, pero enseguida su rostro se iluminó con una radiante sonrisa.

—El modo de hacerlo es muy fácil. De hecho tú misma has experimentado algo de ello. —Cerró con fuerza una mano; cuando volvió a abrirla, una pequeña esfera reluciente apareció en ella—. ¡Atrapa la pelota, doctora Índigo!

Se la lanzó y, sin detenerse a pensar, ella la cogió por puro reflejo. Al instante la escena ante sus ojos pareció deformarse como si ella hubiera encogido de repente a la mitad de su tamaño real y contemplara al mundo desde una perspectiva totalmente distinta. Por un momento volvió a tener seis anos...

Luego la ilusión se desvaneció, y se quedó mirando al Benefactor con la reluciente esfera sujeta entre ambas manos. Muy despacio, su boca se torció en una sonrisa irónica.

—Ya me habías dicho que eras un hechicero, pero hasta ahora no he comprendido el grado de poder de que dispones.