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En respuesta al desesperado rechazo de su mente, el carromato y los niños que bailaban se agitaron y tambalearon ante ella. Pero, con gran horror por parte de Ellani, cuando éstos empezaron a desvanecerse Índigo y Koru siguieron allí sonrientes aunque ahora parecía como si flotaran en el aire, y la anciana loca siguió riendo y girando, y la música del arpa y el extraño coro de voces —Canna mho ree, mho ree, mho ree— siguió resonando en sus oídos. No podía ser. ¡No podía ser!
Ellani retrocedió trastabillando. En su interior gritaba en silencio y presa de terror — ¡Márchate, márchate!— pero a otro nivel sabía que aquello no desaparecería, que ella no podía hacerlo desaparecer, no podía negarlo ni fingir que esto no estaba sucediendo en realidad... Entonces, provocándole otro sobresalto, Koru gritó: —Coge la pelota, Elli... ¡Coge la pelota! Algo había surgido veloz de sus manos y corría hacia ella. Centelleaba mientras giraba por los aires, y por un imprudente instante Ellani se sintió poseída del impulso de atraparla y quedársela. La deseaba, la deseaba; tenía que poseerla, sin importar a qué precio... Luego la razón volvió a apoderarse violentamente de su cerebro, y dio un salto atrás para esquivar la brillante esfera que parecía ir directamente hacia ella.
La pelota cayó al suelo y se quedó allí centelleando a sus pies. Ellani la contempló durante el poco tiempo que tardó en recuperar el aliento, y entonces su voz se elevó en un alarido de auténtico e incontrolable terror. Dando media vuelta, echó a correr; sin preocuparse porque había perdido los zapatos, regresó a toda velocidad a la abierta puerta de la cocina y penetró en el refugio que le ofrecía su casa mientras aullaba con toda la fuerza de sus pulmones: — ¡Madre, padre, ayudadme! ¡Venidrápido..., venidRÁ-PIDOOOO.
Hollend y Calpurna tardaron casi diez minutos en tranquilizar a su hija lo suficiente para poder comprender algo. Ellani balbuceaba y sollozaba a la vez, y Calpurna, que había vivido pendiente de un hilo desde la desaparición de Koru, corría el peligro de contagiarse de su ataque de nervios. Por fin, no obstante, los sollozos de Ellani se calmaron lo bastante para que regresara algo de coherencia a su voz, y Hollend se arrodilló junto al sillón en el que la niña estaba acurrucada, y contempló su rostro con ansiedad.
—Ellani, vamos ya. Todo está bien; estás a salvo en casa ahora y nadie puede hacerte daño. Dinos, cariño... dinos qué sucedió.
Ellani lo miró fijamente durante un instante como si fuera un completo desconocido. Luego, con voz trémula aún, dijo:
—¡Koru..., vi a Koru!
El rostro de Calpurna se tornó blanco como el papel, y los ojos de Hollend se abrieron de par en par con una mezcla de sorpresa, frustración y enojo.
—Ellani, ¿de qué estás hablando? Si esto es algún...
—¡No lo es, no lo es! —Ellani señaló la puerta de la cocina con dedo tembloroso—. Estaba ahí. ¡Yo lo vi! Y ella estaba con él, ella, y había un caballo, y un carro, y una anciana loca, y él me tiró esa cosa que brillaba y... y... —Estalló en un nuevo torrente de lágrimas.
—¡Ellani! —Los ojos de Calpurna tenían una expresión salvaje cuando apartó a su esposo de un empujón y, agarrando a la niña por los brazos, la sacudió con violencia—. Ellani, ¿qué es lo que dices, qué nos estás contando? ¿Dónde estaba Koru? ¿Dónde, dónde?
Hollend intervino entonces, apartando de un manotazo las manos de su esposa.
—¡Acaba con eso, mujer! ¡Le haces daño a la criatura!
Jamás le había hablado de aquella manera antes, y Calpurna calló sobresaltada. Hollend les dirigió una mirada colérica, primero a ella, luego a Ellani.
—Tranquilizaos las dos, ¡ahora! —Su propio corazón palpitaba de forma irregular y dolorosa; tenía que hacer un gran esfuerzo para no aferrarse a lo que Ellani había dicho, para no permitirse albergar una esperanza.
Ellani hipó y sorbió con fuerza.
—Muy bien —dijo Hollend al cabo de unos momentos—. Ahora, hija, con tranquilidad y despacio, dime exactamente lo que sucedió y lo que viste. —Levantó los ojos al oír a Calpurna aspirar con fuerza—. Querida, por favor... Siento haber hablado con tanta rudeza hace un momento, pero deja que Ellani diga lo que pueda sin interrumpirla.
Los hombros de la mujer se agitaron convulsos, y ésta se dejó caer en otro sillón. Hollend se volvió otra vez a Ellani.
—Empieza, hija.
Ellani tragó saliva. La pausa le había dado tiempo para tranquilizarse un poco, y también había permitido que la racionalidad se fuera abriendo paso otra vez. Una parte de su cerebro todavía quería volver a gritar ante el recuerdo de lo que había visto, pero otra parte, que cada vez se volvía más fuerte, le decía con firmeza que lo que había visto era imposible y que por lo tanto no lo había visto.
—Me..., me desperté, y escuché un ruido afuera —comenzó—. Pensé que eran algunos niños haciendo una travesura, y supuse que debía de ser Sessa Kishikul y sus amigos, de modo que miré por la ventana para ver si podía descubrirlos. Entonces..., entonces escuché que alguien me llamaba, y cuando miré hacia el retrete vi..., vi... —La voz se le quebró al verse obligada a enfrentarse con la pregunta: ¿qué era lo que había visto? Y comprendió que no quería buscar la respuesta, porque hacerlo significaría admitir que..., admitir que...
Empezaba a desmoronarse cuando de improviso un alboroto fuera de la casa rompió la tensión. Un hombre gritaba, y se oyó la aguda voz de una mujer.
—¿Qué demonios... ? —Hollend se puso en pie sorprendido—. ¿Quién es? ¿Qué sucede ahí afuera?
—Parece como... —Pero Calpurna no pudo terminar la frase porque él se dirigía ya a la puerta, la abría y salía a la galería—. ¡Hollend, ten cuidado!
Asustada, salió tras él, y Ellani también se incorporó de un salto y los siguió. Se escuchaban nuevas voces en el exterior; Calpurna oyó cómo Hollend llamaba a alguien, y luego la respuesta en la voz de Nas Kishikul, el comerciante de minerales de Scorva y padre de Sessa.
Debatiéndose entre una sensación de alivio y otra de renovada ansiedad, Calpurna corrió al exterior en pos de su esposo. La lluvia había pasado ahora a ser una simple llovizna y el amanecer empezaba a despuntar, mostrando las otras casas del enclave con borroso detalle bajo un cielo plomizo. Lo primero que vio Calpurna fue que había luces encendidas en varias ventanas vecinas y al menos media docena de personas en las calles del recinto o frente a las puertas abiertas de sus casas. Nas Kishikul avanzaba hacia la galería donde estaba Hollend, sin dejar de hacerle señales. Calpurna abrió la boca para llamar a ambos... pero las palabras se ahogaron en su garganta nada más salir por la puerta principal y descubrir por sí misma aquella extraordinaria visión.
El tejado de cada una de las casas del enclave estaba cubierto y adornado de largas serpentinas de cinta dorada y plateada. Las serpentinas se arrollaban alrededor de las chimeneas, se enredaban en desagües y tuberías, revoloteaban y bailaban sobre tejas y guijarros en un enloquecido derroche de color. Algunas se habían soltado y caído al suelo, donde centelleaban como riachuelos de aguas brillantes.
—¡Hollend! —Calpurna corrió al borde de la galería y sujetó con fuerza el brazo de su esposo mientras una terrible e informe sensación de terror se apoderaba de ella—. ¿Qué es? ¿Qué es?
El hombre fue incapaz de responder; se limitó a sacudir la cabeza en silencio, con los ojos fijos en el disparatado espectáculo.
—¡Hollend! ¡Calpurna! —Nas había llegado junto a ellos y ascendía los peldaños de la galería. Tenía el rostro encendido.
»¿Veis esto? ¿Lo veis? —La voz de Nas poseía un fuerte acento extranjero y no se sentía a gusto con la lengua de Alegre Labor, que era el único idioma que él y los agantianos tenían en común—. ¿Qué es, pregunto? ¿Quién lo hace, y por qué?
—No sabemos más que tú —respondió Hollend, sacudiendo la cabeza.
Calpurna, poseída aún por aquel inexplicable terror, empezó a hablar atropelladamente sin detenerse a pensar: —Ellani cree que alguien ha incitado a los niños más pequeños. Dijo que Sessa...
—¡Calpurna, basta! —interrumpió Hollend con brusquedad—. Ellani dice tonterías; claro que los niños no pueden haber hecho esto. —Se volvió de nuevo hacia el scorviano—. ¿Quién lo hizo, entonces? Ésa es la cuestión. —Creo que debemos ir a buscar a los ancianos —dijo Nas, sombrío—. Alguien nos toma el pelo, ¡y yo no lo encuentro divertido!
Los otros espectadores se habían ido reuniendo alrededor de ellos, y se escucharon murmullos de asentimiento. Hollend frunció el entrecejo.
—A nuestros queridos tíos y tías no les gustará que los despertemos a estas horas..., pero a lo mejor tienes razón; a lo mejor deberían ver esto cuanto antes.
—Hollend, espera. —Calpurna volvió a cogerle el brazo—. Ellani..., ¿qué es lo que dijo sobre Koru? ¿Podría ser esto algo... ?
—¿Koru? ¿Qué sucede con Koru? —inquirió Nas—. ¿Tiene algo que ver con esto?
—No lo sabemos —contestó Hollend—. Algo despertó a Ellani hace un rato, y ella...
Antes de que pudiera seguir se escuchó un ligero alboroto en el exterior de una casa cercana, y una voz femenina gritó de exasperación o enojo o ambas cosas. Hablaba en un idioma extranjero pero Hollend y Calpurna reconocieron una palabra: ¡Sessa!
La alta y desgarbada rubia hija de Nas salió corriendo de entre un pequeño grupo de gente reunido ante la puerta principal de los scorvianos y, descalza y en camisón, bajó corriendo la escalera y salió a la calle. Precipitándose sobre una de las serpentinas caídas, la recogió y la levantó en alto, y comenzó a agitarla y retorcerla entre los dedos mientras daba saltitos primero sobre un pie y luego sobre el otro. Su voz, exultante como la de una niña pequeña, les llegó con toda claridad.
Nas lanzó un juramento y corrió a interceptar a su hija. Ésta lo vio y se lanzó a su encuentro, con las manos llenas ahora de serpentinas caídas que intentó colocar sobre él a modo de guirnalda. Nas la agarró por un brazo y tiró de ella, sin hacer caso de sus sonoras protestas, para apartarla del montón de reluciente material que empezaba a reunirse a sus pies.
—¡Tráela aquí, Nas! —gritó Calpurna, cuyo natural instinto maternal eclipsaba ahora cualquier otra cosa. Volvió la cabeza para mirar por encima del hombro—. Ellani, ve y... — Se interrumpió al ver que su hija no estaba allí sino que había retrocedido al interior de la casa. Hizo un gesto de contrariedad, y habría ido tras ella si en ese momento no hubieran llegado Nas y Sessa, que seguía protestando, junto con la esposa de Nas que había venido corriendo desde su propia casa y regañaba a su hija en voz alta y chillona.
»Traedla dentro, rápido —indicó Calpurna, haciendo entrar a la familia. Ellani se encontraba en la habitación principal, de pie junto a la escalera, con un puño apretado contra la boca y una expresión extraña que le desfiguraba el rostro. Calpurna la miró inquieta— ¡Ellani! ¿Te encuentras bien?
Al oír el nombre de Ellani, Sessa dejó de repente de forcejear para soltarse de su padre. Tenía un aspecto absurdo y ligeramente patético con los cabellos y el traje sucios y envuelta todavía en las serpentinas que Nas no había conseguido quitar, pero sus ojos empezaban a iluminarse como si acabaran de recibir una nueva y espléndida revelación.
—¡Ellani! —Pasó inmediatamente de la lengua de Scorva a la de Alegre Labor—. ¡Ellani, mira lo que he encontrado! —Su mano libre se abrió, y algo centelleó en la palma; luego, de repente, echó el brazo atrás—. ¡Coge la pelota, Ellani! ¡Coge la pelota!
Sucedió tan deprisa que Ellani no tuvo tiempo de pensar. Sessa arrojó la diminuta esfera; de forma automática las manos de la niña se alzaron violentamente como para protegerse el rostro, y antes de que pudiera detenerse ya había cogido la pelota.
Se produjo un momento de absoluto silencio. Luego la pelota pareció explotar en un cegador estallido de luz. Con un chillido de terror, Calpurna se desmayó y se desplomó como un saco de harina en los brazos de Nas, que tuvo la suficiente presencia de ánimo para sostenerla antes de que cayera al suelo. La esposa de Nas dio un paso atrás boquiabierta y aturdida. Y, cuando la explosión de luz y sus secuelas se desvanecieron, Ellani y Sessa se contemplaron mutuamente, cada una desde un extremo de la habitación.
Entonces, despacio, los labios de Sessa se curvaron en una sonrisa beatífica y dichosa.