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Quien fuera que hubiera llevado a cabo aquella broma estúpida en el enclave al parecer no había quedado satisfecho con lo realizado allí, pues, mientras se apresuraba hacia el centro de la ciudad, Hollend se encontró corriendo —vadeando casi en ocasiones— por entre más y más de las absurdas serpentinas centelleantes. Cubrían el suelo que pisaba, agitándose y enredándose a sus tobillos, y varias veces se vio obligado a detenerse y arrancarlas de sus pies para evitar un tropezón. Aturdido y nervioso, no prestó atención a los sonidos que se escuchaban más allá hasta que llegó a pocos metros de la plaza del mercado. Pero, cuando finalmente penetraron en su conciencia, se detuvo con repentina consternación.
«¿Música?». Sí..., sí que lo era. ¡No había confusión posible! Y voces que cantaban. Y gritos, que la rabia o el temor o ambas cosas volvían agudos. Totalmente confundido ahora pero con una creciente sensación de alarma, Hollend recorrió a la carrera los últimos metros y salió a la plaza.
Lo que apareció ante sus ojos tenía, para su conmocionado cerebro, todo el aspecto de algo sacado de una pesadilla demencial. Un auténtico ejército de ciudadanos y ancianos se movía de un lado a otro como hormigas enloquecidas esforzándose por arrancar las marañas de serpentinas que cubrían todas las grietas de la plaza. Las barrían de entradas, ventanas y esquinas, para luego recogerlas a brazadas y pisotearlas con energía, mientras, desde las abiertas puertas de la Casa del Comité, tía Osiku y otros ancianos de rango los exhortaban a esforzarse aún más. Pero de nada servía, pues en cuanto se las dejaba de pisotear las serpentinas volvían a elevarse por los aires describiendo centelleantes círculos. Y, con una sacudida que le recorrió todo el cuerpo, Hollend vio niños: docenas de niños vestidos con extrañas ropas de colores; sus cuerpos eran insustanciales pero sus risas resonaban por toda la plaza mientras recogían y lanzaban por los aires las serpentinas como si se tratara de una refulgente tormenta. En medio de todo aquel caos, un carromato pintado de una forma indescriptible se balanceaba como una nave en un mar encrespado, y en el asiento del carro se encontraba una mujer vestida de una forma sorprendente, «¿Índigo?» Por supuesto que no, se dijo Hollend con incredulidad; no podía ser. La mujer tocaba un arpa como si estuviera poseída, y, a su lado, una figura ridícula con el cabello y los ojos plateados reía y aplaudía. Y, martilleando los oídos de Hollend por entre los gritos y exclamaciones de aquella confusa masa, la letra de la canción que ellas y los niños cantaban crecía como una marea que lo inundaba todo.
¡Todos a una, bailad y cantad!
¡Esta alegre danza con nosotros bailad!
Se trataba del mismo baile que Índigo había utilizado para sacar a Koru de su escondite en el mundo fantasma. Hollend no lo sabía; no la había escuchado jamás, pero a medida que captaba las palabras se sintió asaltado por una emoción violenta y totalmente inesperada. Era irracional, era una locura, pero sintió el impulso de gritar a los esforzados ciudadanos: «No, deteneos, ¿qué daño hacen? Dejad las serpentinas; ¡son preciosas!». El recuerdo de la imagen de Sessa Kishikul con el rostro radiante y bailando entre las serpentinas en el enclave, mientras lanzaba exclamaciones de alegría, apareció de nuevo ante sus ojos; profirió un grito inarticulado de protesta...
Y una voz estridente lo llamó desde el grupo de danzantes:
—¡Papá!
Hollend se tambaleó como si le hubieran asestado un puñetazo.
—¿Koru?
—¡Papá!
Con los rubios cabellos ondeando al aire y los ojos brillantes de júbilo, un chiquillo vestido de bufón surgió del grupo para correr hacia él con los brazos extendidos. Hollend abrió la boca para negar lo que veía, incrédulo, esperanzado... y otra voz familiar, la de Ellani, le gritó mientras la niña corría también hacia él tras su hermano:
—¡Coge la pelota, papá! ¡Coge la pelota!
La deslumbrante esfera fue directa hacia la cabeza de Hollend. Este retrocedió asustado e, igual que Ellani había hecho cuando Sessa le lanzó la pelota mágica, levantó las manos instintivamente para rechazarla, y la cogió.
Ellani chilló de alegría y abrazó a Koru, y juntos empezaron a dar saltos frente a su padre.
—¡Papá, papá, baila y canta! ¡Esta alegre danza con nosotros baila!
«Baila y canta..., baila y canta... » De improviso Hollend empezó a reír sin poder parar. «Baila y canta... Coge la pelota... »
—Niños...
Pensó que sus piernas iban a doblarse bajo su peso, pero no lo hicieron y desde luego no lo harían, como bien sabía una parte de él muy cercana a su corazón. Se sentía inmensamente feliz, con una felicidad ridícula y tonta que no le producía ninguna ganancia, que no tenía un objetivo, ni tampoco un valor tangible. ¡No tenía sentido! Pero su hijo había vuelto a él sano y salvo, y sus dos hijos lo sujetaban con fuerza de las manos e intentaban arrastrarlo hasta el baile, y él reía y gritaba como si también fuera un niño y quería bailar, quería bailar como en los viejos tiempos, ¡aquellos días en que le había importado algo más que el dinero y la posición!
Entonces, desde la calle sin alumbrado que quedaba a su espalda, desde lo que ahora parecía ser otro mundo, una mujer lanzó un grito de sorpresa y angustia.
—¡Es mamá!
Koru giró en redondo, y Hollend giró también, a tiempo de ver cómo Calpurna penetraba en la plaza corriendo con la esposa de Nas jadeando tras ella. La visión del rostro macilento de Calpurna estuvo a punto de romper el hechizo, pues en su expresión desolada estaba todo el poder forjado por los años vividos bajo la influencia de Alegre Labor, y por un instante el mundo que Hollend acababa de descubrir amenazó con desmoronarse.
Pero, antes de que pudiera moverse, antes de que pudiera hablar, Koru dio un salto al frente.
—¡Mamá! —Vio cómo la boca de Calpurna se torcía bajo los efectos de la sorpresa, y sus propios labios se ensancharon en una amplia sonrisa—. ¡Mamá, mira lo que he traído a casa para ti! —Corrió hacia ella, sosteniendo la brillante esfera, una copia perfecta de aquella con la que Ellani había atrapado a su padre—. ¡Aquí la tienes, mamá! ¡Coge la pelota!
Así empezó, y así se fue forjando cada nuevo eslabón; cada uno era seguido por otro y otro y otro a medida que la enorme cadena iba creciendo. La primera barrera se había derrumbado cuando los ciudadanos y ancianos de Alegre Labor despertaron y encontraron toda su ciudad iluminada por enormes cascadas de despreciables e inútiles desechos, ya que la simple escala física de la transformación era tan grande que ni siquiera su propia racionalidad la podía resistir. No podían hacer caso omiso del atropello, pero, aunque se esforzaron por no ver a sus autores, por no oír sus voces camarinas, por no creer en las manos que les arrebataban las serpentinas en el instante mismo en que intentaban quitarlas, la brecha en su muro defensivo había preparado el camino para su derrumbe total. Los niños giraban y giraban como derviches, zigzagueando entre la multitud, y la gente gritaba aturdida y asustada al vislumbrar el momentáneo giro de una melena espectral o el centelleo de una falda fantasma, o respondían impulsivamente a una efímera pero encantadora sonrisa. La confusión fue en aumento a medida que llegaban más y más ciudadanos perplejos, atraídos por el ruido. Surgían de las casas de la plaza o apresuraban el paso desde las calles vecinas o desde el Enclave de los Extranjeros y la Oficina de Tasas, y se veían arrastrados de grado o por fuerza hasta aquel caos, Índigo había dejado a un lado el arpa ahora, y ella y sus amigos estaban en el centro de todo el alboroto, como bailarines de un círculo que se iba ensanchando a partir del carromato; Mimino y Koru, Hollend y Calpurna, Ellani y Némesis: todos cogidos de la mano mientras llamaban a los otros para que se unieran a su fiesta. En ese instante empezó a elevarse un nuevo grito, al principio difícil de distinguir entre el tumulto pero que rápidamente se tornó más claro.
—¡Coge la pelota! ¡Coge la pelota!
Espíritu a mente, figura espectral a cuerpo físico, los niños del otro mundo encontraron las envolturas físicas que los habían abandonado, y pusieron en funcionamiento la magia del Benefactor. Una mujer, con el rostro extasiado, se incorporó al corro al lado de Índigo para unirse a los bailarines, y hubo un niño fantasma menos en la plaza. Dos jóvenes se añadieron en el otro extremo y uno besó a Calpurna mientras que el otro cogía la mano de Koru y le hacía dar vueltas y vueltas; un hombretón corpulento, de rostro colorado y jadeando de risa y cansancio, fue a brincar junto a Mimino; y otros tres niños desaparecieron.
En la escalinata de la Casa del Comité, tía Osiku y sus compañeros vociferaban y reprendían, incapaces de aceptar que eran impotentes para detener la anarquía que se desplegaba ante sus ojos. Qué era lo que veían, cómo aparecía la enloquecida escena a sus ojos, todavía velados, nadie lo sabía y a muy pocos les importaba; pero de improviso una niñita tan cubierta de serpentinas que apenas si resultaba visible salió corriendo de entre los reunidos y ascendió los peldaños de la Casa del Comité, para detenerse en seco frente a la delegación de los ancianos. Con un gesto exaltado arrojó al suelo los adornos que la cubrían... y tía Osiku lanzó un alarido de horror cuando por un instante, antes de que su cerebro lo ocultara, ante sus ojos apareció su propio rostro infantil sonriéndole por encima de un cuerpo transparente.
—¡Coge la pelota, Osiku!
Al cabo de un momento la niña ya no estaba allí, y tía Osiku se encontraba de pie en la escalera retorciéndose las manos mientras de sus ojos caían lágrimas de añoranza.
Como una inundación que devolviera la vida a una tierra marchita, la embriagadora celebración del despertar de Alegre Labor se propagó desde la plaza del mercado. Un grupo de niños fantasmas que gritaban alborozados, con tía Osiku a la cabeza, asaltaron los sacrosantos bastiones de la Casa del Comité, y por todas las habitaciones del edificio resonó el grito «¡Coge la pelota, coge la pelota!» antes de que un tropel de ancianos, secretarios y domésticos salieran bailando por entre las grandes puertas para unirse al festejo. En el otro extremo de la plaza alguien había arrancado una contraventana de madera y la golpeaba con un palo al ritmo de la canción, que era ahora coreada al cielo por una multitud de gargantas; otros, entendiendo la idea y fascinados por ella, agarraron lo primero que hallaron que hiciera ruido, y la improvisada banda aporreó con entusiasmo sus instrumentos al ritmo de la desenfrenada danza. La gente agarraba puñados de serpentinas y las arrojaba a cualquiera que tuviera cerca; se inició un juego de tirar de la cuerda con una improvisada cuerda hecha a base de serpentinas trenzadas con celeridad, en el que los participantes reían sin parar mientras caían unos sobre otros en sus esfuerzos por ganar. Por todas partes había ruido, color e hilaridad y un auténtico celo por vivir. Y Grimya disfrutó de un momento de total alborozo cuando, mientras saltaba y jugaba, mordisqueando las brillantes cintas que revoloteaban por el aire, descubrió de repente a Thia entre la multitud.
Thia trabajaba ahora en la Oficina de Tasas para Extranjeros y dormía en el pequeño cubículo que tenía allí cuando Nas Kishikul había llegado. Con su agudo sentido del olfato para percibir los problemas, se había unido al grupo que salió en pos de Hollend, y nada más llegar a la plaza se encontró de frente con toda aquella desenfrenada algarabía. En estos momentos estaba pegada a la pared de una casa en una esquina de la calle, totalmente aterrorizada. No podía negar lo que los sentidos le decían, por mucho que lo intentase, y se aferraba con desesperación a la creencia de que había caído enferma con unas fiebres que la habían trastornado. Esto no sucedía en realidad. No sucedía. Y, cuando la perra gris que en una ocasión le había hablado en la lengua de los humanos (pero desde luego no lo había hecho, no lo había hecho; también eso formaba parte del delirio de la fiebre) se acercó a ella corriendo seguida de una criatura espectral, y la criatura gritó «¡Coge la pelota, Thia! ¡Coge la pelota!», Thia no cogió la pelota sino que en lugar de ello se puso a gritar con toda la fuerza de sus pulmones y huyó del lugar como una liebre acosada.
Su huida estaba condenada al fracaso. A un ladrido de advertencia de Grimya, la niña fantasma —que era, claro está, el propio doble de Thia— saltó sobre el lomo de la loba y, montándola como si fuera un caballo, salió en su persecución. Un grupo de chicos y chicas lo encontró divertido y se unieron a ellas, y entre todos atraparon a Thia en la puerta de la Casa del Comité. La agarraron, la engalanaron de serpentinas y luego, al grito coreado de «¡uno!» y «¡dos!» y «¡tres!», la levantaron entre todos y la lanzaron pateando y gritando por los aires. Thia se vio lanzada y recogida cinco veces, y cuando el juego terminó sus capturadores le cubrieron las mejillas de besos antes de que la niña fantasma que se había deslizado entre ellos introdujera la esfera mágica en las impotentes manos de Thia con una
sonrisa triunfal, para después desaparecer.
Lejos de allí, en el otro lado de la plaza, Índigo no había presenciado la transformación de Thia y ni siquiera vio a la adolescente cuando ésta se alejó tambaleante y aturdida en medio de sus nuevos amigos, Índigo tenía otras preocupaciones: el corro se había convertido en tres corros concéntricos a medida que más y más gente se unía a él, y en aquellos momentos casi todos los participantes habían dejado de ser figuras fantasmales para convertirse en los habitantes de Alegre Labor. El número de niños se había ido reduciendo rápidamente con cada esfera que encontraba su blanco, y la cancioncilla era cada vez más rápida y vehemente —Esta alegre danza con nosotros bailad—, y voces, ritmos y golpear de pies se fundían en un glorioso canto general. Tan abstraída estaba Índigo, tan fascinada por aquel espíritu festivo, que no observó el cambio que se operaba en el centro de la plaza, y al principio no oyó la voz que le gritaba apremiante tanto en voz alta como mentalmente.
—¡Anghara! ¡Anghara, hermana!
Por fin, de golpe, percibió la llamada. Alguien la llamaba por su nombre; no Índigo sino por su auténtico nombre. Anghara, que casi nadie conocía. Perdió el paso, desconcertada, y al mirar por encima del hombro vio a Némesis que se abría paso por entre la multitud hacia ella. Los ojos del ser tenían una mirada extraviada, y una mano delgada señaló en dirección a la bomba donde todavía se encontraba el carromato, Índigo escuchó entonces en su mente el atribulado mensaje.
«¡Anghara! ¡Elportal!»
Se detuvo en seco, y se vio lanzada fuera del círculo cuando sus compañeros de baile, incapaces de detener su propio impulso y reacios a hacerlo, le soltaron las manos y siguieron girando sin ella. Nada más recuperar el equilibrio Índigo miró en dirección a la bomba.
El reluciente arco, el portal al otro mundo, se desvanecía. En aquellos instantes ya no mostraba más que una sombra de su antiguo brillo, y las verdes colinas del otro lado habían perdido su color y adquirido una tonalidad grisácea, Índigo contempló la abertura, sin comprender de momento. Entonces la mano de Némesis llegó hasta ella y, agarrándola por el brazo, la hizo girar para clavar los ojos en su rostro con desesperación.
—Anghara, ¿qué hay de Fenran? ¿Qué hay de Fenran?
—Oh, no... —La comprensión empezó a penetrar en su cerebro, y con ella el horror. Él seguía allí, en el mundo fantasma, y el mundo fantasma se desvanecía...
—¡¡Dulce Madre, no, NO!!
Rostros sobresaltados se volvieron bruscamente cuando Índigo se lanzó en dirección al arco. Ella y Némesis llegaron junto a él a la vez; sus manos lo atravesaron, seguidas de los brazos y cabezas, y de repente Índigo sintió cómo una fuerza enorme la repelía, la rechazaba, mientras el portal se desvanecía casi por completo.
—¡DIOSA QUERIDA, AYÚDAME!
Aulló las palabras con todas sus fuerzas y, con la mano de Némesis sujeta en la suya, se lanzó al frente. Sintió como si mil toneladas de roca sólida la aplastaran, le arrebataran el aire de los pulmones, le trituraran carne y huesos... y con un alarido penetró a través de la abertura entre dimensiones que ya desaparecía y rodó sobre la hierba del otro mundo.
Hierba gris. Lo descubrió cuando se incorporó temblorosa sobre las rodillas, e interiormente se quedó como paralizada. La hierba era gris; el color se había ido. Alzó la mirada, y ante ella no vio otra cosa que gris, extendiéndose hasta el horizonte: colinas grises, emborronadas bajo un cielo también gris; los grises árboles de bosques fantasmales, borrosos y apenas distinguibles. Este mundo, el refugio de los niños que ellos ahora ya no necesitaban, se moría.
Una voz a su izquierda dijo: «Hermana... ». Némesis empezaba a levantarse, despacio y algo vacilante, e Índigo sintió una turbulenta sacudida de alivio al comprobar que el ser, su gemela, ella misma, había conseguido cruzar el portal con ella. Pero en cuanto al portal...
Ya no estaba. Ya no había ni reluciente arco, ni reflejo, ni la menor señal que indicara el punto donde momentos antes había estado la puerta entre este mundo y Alegre Labor.