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La criatura de ojos plateados señaló una débil y lejana neblina que, en alguna ocasión, podría haber sido un bosque.
—Por ahí, hermana. —Una mirada que decía más que cualquier palabra abrasó momentáneamente a Índigo—. ¡Y reza a la Madre todopoderosa para que no lleguemos demasiado tarde!
Con los dedos entrelazados y apretados con fuerza, como fantasmas en un mundo de recuerdos vacíos, pero a la vez con un propósito compartido que ardía en ambas como el fuego de un horno, empezaron a correr.
Gris, todo era gris; hierba, colinas, árboles y cielo: todo tenía la misma tonalidad pálida que deprimía y en ocasiones engañaba la vista. La cálida y acogedora luz del otro mundo se había apagado hasta convertirse en un sombrío ambiente nublado, y resultaba difícil calcular las distancias, Índigo y Némesis creían llevar horas corriendo sin detenerse, y no habían realizado ningún progreso digno de consideración. A Índigo le pareció que una mancha borrosa entre dos colinas apenas distinguibles que tenían delante podía ser el bosque donde se encontraba la torre del hombre dormido, pero ya no era posible estar segura en aquel paisaje llano y descolorido. El aire tenía un regusto rancio, y el mundo fantasma ya no las imbuía de energía; correr significaba un esfuerzo, una tensión, y a Índigo le dolían piernas y pulmones debido al cansancio. Y en todo aquel lugar no se oía ni veía el menor rastro de otra presencia viva.
Pero por fin, aunque más tarde resultó difícil recordar cómo había sucedido con exactitud, se encontraron ante el bosque y descendieron a la carrera la última de las suaves laderas en dirección a los árboles. Ya no había una exuberante masa de verde follaje, descubrió Índigo con una punzada de desasosiego; el bosque tenía más bien aspecto de banco de niebla, y el contorno de los árboles era vago y carente de todo detalle. Penetrar en el bosque resultó una experiencia aterradora ya que resultaba tan insustancial como parecía a la vista. Un gélido silencio impregnaba la atmósfera; ni siquiera una hoja se movía a su paso y en una ocasión, de forma desconcertante, Índigo tocó el tronco de un árbol y descubrió que su mano lo atravesaba sin sentir nada, como si allí no hubiera nada.
—¡Deprisa, hermana! —La voz de Némesis sonó amenazadora en el silencio; una chispa de temor atenazaba las palabras de la criatura—. ¡Tenemos tan poco tiempo!
Los músculos de los muslos de Índigo parecían arder, pero la muchacha se obligó a apresurar el paso. Más deprisa, debían ir más deprisa; había tan poco tiempo... La maleza bajo sus pies no era más que una mancha borrosa ahora, que se desvanecía despacio para convenirse en un vacío sin forma ni color, y ya le era imposible distinguir la forma individual de cada árbol. Némesis se encontraba unos pasos por delante, y, cuando la criatura lanzó de improviso un grito y señaló al frente, Índigo se sintió invadida a la vez por el alivio y el temor y corrió a reunirse con su gemela.
Habían llegado al claro. Pero el suelo del claro era un informe estanque de nada, y la achaparrada torre, aunque visible aún, era un vago espejismo que flotaba en su centro.
—Oh, Diosa... —Una sensación de náusea subió por la garganta de Índigo desde su estómago; la reprimió como pudo, sin dejar de mirar a la torre mientras respiraba jadeante y con dificultad. ¿Podría llegar hasta ella, o este vacío, esa nada, era una trampa mortal?
Le cogieron la mano de repente, y Némesis se colocó frente a ella.
—Debemos intentarlo. Nos suceda lo que nos suceda, debemos intentarlo.
Tras la esbelta figura de Némesis, la imagen de la torre se estremeció como un reflejo en aguas inquietas. No había tiempo para recapacitar: en cuestión de minutos habría desaparecido, Índigo asintió, y juntas ella y Némesis penetraron en el claro.
Aunque les dio la impresión de que caminaban en el vacío, el suelo a sus pies era sólido. Sabiendo, no obstante, que en cualquier momento aquello podía cambiar, Índigo y Némesis corrieron a la puerta de la torre. Estaba cerrada pero se había diluido su sustancia, y cuando la atravesaron se desvaneció a su alrededor. Las paredes de la estructura las envolvieron, creando una ilusión de solidez; pero no era más que una ilusión, ya que las formas de los bloques de piedra eran tenues y borrosas. Y allí, en el otro extremo de la habitación circular, estaba el sillón de respaldo alto que servía de lugar de descanso al hombre dormido.
Y el sillón tenía un ocupante.
—¿Fenran... ?
Índigo apenas si se atrevió a susurrar su nombre por temor a que el más leve sonido hiciera añicos la frágil y menguante existencia de la torre. Cogidas todavía de la mano, ella y Némesis cruzaron la habitación... y bajaron la mirada hacia el rostro dormido y los oscuros cabellos de su amor perdido.
—Fenran...
La esperanza se apoderó de Índigo, mareante y devastadora. Esta vez sucedería lo que ansiaba; el poder estaba en su interior, era una parte de ella, fluía entre ella y la gemela, la otra Índigo, la otra Anghara, que permanecía arrodillada a su lado ante el sillón. Sus manos se extendieron al frente en el mismo momento y tocaron el rostro de Fenran, y, cuando sus dedos establecieron contacto con la piel del joven, un levísimo parpadeo agitó fugazmente sus párpados cerrados.
—Fenran. —Sus voces eran una sola lo mismo que sus manos eran también una—. Mi amor, mi queridísimo amor. Despierta. ¡Despierta!
Las manos morenas que reposaban tan inertes sobre los brazos del sillón se movieron. Los dedos se crisparon sacudidos por un espasmo, y un suspiro surgió de la garganta de Fenran. Luego sus grises ojos se abrieron, soñolientos, y, como quien sale muy despacio de un sueño, la vio.
—Anghara... Madre todopoderosa, Madre todopoderosa... ¡Anghara!
Para Índigo fue como si todos los días, todas las horas de su existencia se hubieran fundido en este único momento. Ya no era una ilusión, ya no era un sueño, ya no era una promesa efímera que podían arrebatarle. Esto era cierto, era real: Fenran había regresado a ella.
Y de algún lugar situado lejos de ellas, en las profundidades del bosque, surgió un potente suspiro.
—¡Hermana! —Némesis se incorporó de un salto alarmada, y se produjo un centelleo plateado cuando la criatura miró a su alrededor con ojos desorbitados—. ¡La torre!
Índigo levantó los ojos, perdida la recién encontrada felicidad en el sobresalto producido por el auténtico terror que se percibía en la voz de Némesis.
La torre se desvanecía. Las paredes empezaban ya a volverse transparentes, mostrando las sombras borrosas del bosque como a través de una ventana oscura, y, mientras los ojos de la muchacha se abrían horrorizados, las mismas piedras lanzaron un último estremecimiento de agonía y desaparecieron.
Y, desde el sillón, Fenran exclamó:
—¡Ah, no, no!
—¡Fenran! —La voz de Índigo fue un alarido de protesta y terror. Giró en redondo hacia la silla, en tanto Némesis hacía lo propio con sólo un segundo de diferencia, y pudo aún ver cómo la figura de Fenran se convertía en un fantasma gris en un espectral sillón también gris que empezaba a desvanecerse por completo.
—¡NO! ¡NO!
Se aferró a su mano como enloquecida, pero la mano carecía de sustancia; no podía sujetarlo. Se arrojó al frente, en un intento por agarrar su cuerpo y arrebatarlo de las garras del moribundo mundo de fantasmas, pero sus dedos se cerraron sobre la niebla, sobre el vacío. El gritaba su nombre, y su voz sonaba como si proviniera de una distancia enorme e insalvable; ella también gritó, luchando, forcejeando. El mundo pareció invertirse para transformarse en un vórtice nauseabundo, y por un instante creyó haberlo conseguido, ya que de improviso sintió el cuerpo de Fenran, sus ropas, sus cabellos, sólidos y reales entre sus manos, y de repente volvía a haber paredes tangibles a su alrededor, piedra física, los oblicuos rayos del sol, un lugar que conocía...
... una habitación sin amueblar, tierra desnuda y piedra desnuda; un extraño arcan de metal, cuyo color no era exactamente plateado, ni tampoco bronce, ni tampoco un acerado azul gris. Y hubo una época, una época antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo...
Entonces, de las cada vez más consolidadas paredes de piedra, surgió una ráfaga de energía, un tremendo puñetazo físico que la lanzó violentamente hacia atrás. Sus manos soltaron a Fenran y, cuando intentaron volver a sujetarlo, no encontraron nada, Índigo se vio arrojada lejos de la desnuda estancia, de regreso al mundo fantasma, para aterrizar cuan larga era sobre el suelo informe y vacío en claque habían estado la torre y el bosque.
Índigo no se movió. Con los ojos fuertemente cerrados y la respiración contenida en la garganta, rezaba en silencio una y otra vez para estar equivocada, para que nada hubiera sucedido, para que cuando por fin reuniera el valor para abrir los ojos encontrara a Fenran despierto y vivo a su lado. Tenía que ser así. Tenía que serlo. Tenía que serlo.
Algo le rozó los cabellos. Todos sus músculos se pusieron en tensión. Y una voz que no era la de Fenran, pero que estaba llena de un dolor y un sufrimiento que igualaban a los suyos, dijo:
—Anghara.
Némesis se encontraba arrodillada a su lado, Índigo levantó la cabeza, y el último resto de esperanza se esfumó. El claro estaba vacío y las postreras sombras del bosque se disolvían lentamente. La torre del hombre dormido ya no estaba, y en los últimos instantes de su existencia se había llevado el espíritu de Fenran, que empezaba a despertar, y lo había enviado de nuevo a reunirse con su cuerpo físico.
Ella podría haberlo conseguido. Podría haberlo sacado de allí, espíritu y cuerpo juntos, de la misma forma en que ella había conseguido penetrar en este mundo. Un minuto, sólo eso, habría transformado el deprimente fracaso en alborozado éxito. Un minuto para reforzar el eslabón, para abrir la puerta entre las dimensiones. Había visto la puerta; había mirado a través de ella, había tocado y sujetado a Fenran por un instante mientras su cuerpo vivo despertaba en aquel otro lugar, y si se le hubieran concedido unos segundos más habría podido sujetarlo bien y sacarlo de allí. Pero en lugar de ello...
Empezó a sollozar, y aquel mundo vacío le devolvió el desagradable sonido estrangulado con un eco apagado. Némesis se acercó a ella, se detuvo a su lado, y los brazos del ser la rodearon en un mudo intento de consolarla. Permanecieron así abrazadas durante unos instantes, mientras las lágrimas de una se entremezclaban con las de la otra; luego, despacio, la distinción entre quién era Índigo y quién Némesis empezó a difuminarse, hasta que sólo una única figura solitaria, con la cabeza tan inclinada que los cabellos castaños le ocultaban el rostro y los ojos de color Índigo moteados de plata llenos de lágrimas, permaneció triste y abandonada en el vacío gris de lo que había sido un claro del bosque.
El Benefactor la encontró allí, como ya sabía que lo haría. Aunque los árboles del bosque eran en aquellos momentos tan sólo débiles siluetas imprecisas, demasiado tenues para ocultarlo, ella no se dio cuenta de que se acercaba y únicamente cuando él pronunció su nombre, con gran dulzura, levantó la cabeza.
—Índigo, lo siento tanto —dijo el Benefactor, contemplándola entristecido.
Índigo le devolvió la mirada. En algún remoto rincón de su cerebro se esforzaba por encontrar palabras con las que insultarlo por lo que sin duda había sido un engaño monstruoso y una traición. Pero lo cierto es que sabía que él no la había engañado ni traicionado. Tan falible, tan mortal, tan humano como lo era ella, el hombre había creído — al igual que ella— que todo saldría bien. Y, consciente ahora del terrible error cometido, sentía el dolor de la muchacha y su propio remordimiento como un cuchillo retorciéndose en su alma.
Ella no podía ofrecerle consuelo, pero tampoco podía odiarlo ni hacerle reproches. Cuando por fin habló, la voz de Índigo sonó desprovista de vida.
—Un minuto más. Eso habría sido suficiente.
—Lo sé. Intenté..., intenté retenerlo, pero no tenía poder suficiente. Creo que habría estado fuera del poder de cualquier mortal.
Por extraño que pareciera, ella no dudó que él hubiera hecho todo lo posible; todo lo que cualquier otro hubiera podido hacer. Asintió.
—¿Qué harás ahora? —preguntó el Benefactor.
La muchacha tuvo la impresión de que la respuesta era importante para él, pero no contestó; se limitó a encogerse de hombros de forma apenas perceptible.
—Grimya te espera —dijo el Benefactor con suavidad—. Y este mundo espera, también, a que sus últimos ocupantes se vayan. —Dio tres lentos pasos hacia ella—. Ven conmigo, Índigo. No hay nada más que podamos hacer aquí. Regresemos a casa juntos.