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En su interior, en un lugar tan profundo y primitivo que no podía definirlo, se agitó una presencia: su enemiga, pero que ya no era su enemiga. Némesis tenía un nuevo nombre ahora, y ambas eran una sola.

Un destello plateado volvió a aparecer en los ojos de Índigo al pensar las palabras, al sentirlas: «Hermana. Me voy a casa. Nos vamos a casa».

Se apañó de la ventana. Era difícil reunir las fuerzas necesarias para mirar en dirección a la peana, porque no sabía qué encontraría allí y, al no saberlo, imaginaba lo peor. Pero no había nada. Ni un cadáver en descomposición, ni huesos ennegrecidos, ni ropas viejas desintegrándose en el polvo. Al final, el tiempo había sido benévolo, y había concedido a los restos mortales del Benefactor la dignidad —puede que la dignidad final— de la inexistencia.

Una sonrisa agridulce asomó a los labios de la muchacha, que musitó:

—Adiós, querido amigo.

La desnuda habitación del piso superior de la Casa repitió sus palabras en un sordo eco que se apagó lentamente. Durante cinco segundos Índigo permaneció inmóvil, con la mirada fija en el lugar donde había estado el Benefactor, mientras escuchaba las voces triunfales, cada vez más cercanas al edificio.

¡Todos a una, bailad y cantad!

¡Esta alegre danza con nosotros bailad!

Pena, alegría y triunfo llenaron el corazón de Índigo, que descendió corriendo la escalera para salir a la luz del sol.