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La pomposa conversación se alargó un poco más, un ritualista ofrecimiento y rechazo de algún refrigerio, y por fin tío Choai se despidió de ellos, tras informar a Índigo que la adolescente que se le había asignado vendría para escoltarla a su lugar de trabajo a su debido tiempo. Mientras su regordeta y enérgica figura trotaba calle abajo en dirección a las puertas del enclave, Hollend cerró la puerta y se volvió hacia Índigo con expresión de impotencia.

—Lo siento, Índigo —dijo—. No teníamos ni idea de que arreglaría las cosas con tanta rapidez; por lo general estas cuestiones tardan días. —Se detuvo, y sus ojos escudriñaron el rostro de la joven—. ¿Podrás hacerlo?

—Me las arreglaré, —Índigo torció el gesto en una mueca irónica—. No parece que tenga donde elegir.

Calpurna, que tras la marcha de Choai había ido en busca de Ellani y Koru, regresó conduciendo a los niños delante de ella.

—Es monstruoso —exclamó indignada—. Índigo no lleva ni medio día en esta ciudad; apenas si ha tenido tiempo de descansar una noche, ¡y aún menos para prepararse para el trabajo!

Hollend se encogió de hombros con gran expresividad.

—No está en situación de discutir con los tíos, querida. Ni tampoco nosotros, bien mirado.

Calpurna lanzó un despectivo bufido.

—Ese horrible hombrecillo, presumiendo y pavoneándose como un gallito... Y en cuanto a los regalos, Hollend, ¡has sido excesivamente generoso! Ya sé que hay que hacerlo, pero darle la pluma además del cuchillo...

—Calpurna, amor mío, los regalos no eran nada para nosotros, como bien sabes. Estas gentes son primitivas e ignorantes al mismo tiempo que codiciosas, ¡y podemos proporcionarles suficientes juguetes nuevos como para ir Comprando su colaboración hasta el fin de nuestros días! —Le palmeó la espalda—. No te excites. No vale la pena.

—Muy bien, muy bien —suspiró ella— Pero todavía me duele. Ese viejo estúpido y pomposo me ha trastornado por completo al retrasar nuestro desayuno... Koru, ayuda tu padre a preparar la mesa, y veré qué puedo aprovechar de nuestra comida.

Se volvió hacia la puerta interior e Índigo, viendo una Oportunidad para hablar en privado, ofreció:

—Yo te ayudaré, Calpurna.

Las comidas se preparaban en una pequeña habitación en la parte posterior del edificio a la que Calpurna se negaba a llamar cocina, aunque a los ojos de Índigo resulta muy adecuada, y la agantiana se dedicó a refunfuñar para sí al tiempo que removía y condimentaba lo que parecía y olía como una espacie de gachas de lentejas sobre el fuego de leña, mientras Índigo cortaba pan y Ellani sacaba platos y tazones de una alacena incongruentemente elegante colocada contra una pared. Cuando la niña salió Con su carga en precario equilibrio, Calpurna interrumpió sus murmuraciones a mitad de frase, se volvió y dedicó a Índigo una sonrisa de apesadumbrada disculpa.

—¿En qué estaré pensando? Aquí estoy yo permitiendo que te veas involucrada en todo este caos, ¡y ni siquiera te he preguntado si dormiste bien! Por favor, perdóname, Índigo. No acostumbro ser tan descortés, ¡pero ese hombre horrible siempre consigue hacer aflorar lo peor de mi carácter! —Hizo girar la cuchara con ferocidad como si fuera Choai y no las gachas lo que hervía en el cazo—. ¿Dormiste bien?

—Sí, muchas gracias. —Índigo lanzó un rápido vistazo por encima del hombro para asegurarse de que no regresaba Ellani, y añadió—: Pero hubo una cosa...

—¿Oh? —Calpurna se mostró preocupada—. No los niños, espero. ¿Te molestaron? Se levantan siempre tan temprano... Les dije que no hicieran ruido esta mañana, pero...

—No, no; no fueron los niños.

Índigo le habló de los extraños cuchicheos oídos durante la noche, las débiles y lejanas voces que parecían hablar en la lengua local. Cuando terminó, Calpurna frunció el entrecejo.

—¿No se veía a nadie en el exterior, dices? Bueno, no, eso tendría sentido... La gente de aquí no pisa el Enclave de los Extranjeros si no es por un buen motivo. ¿Y eran voces de niños?

—No puedo estar segura, pero eso creo.

Calpurna frunció aún más el entrecejo, y las gachas quedaron momentáneamente olvidadas.

—Qué extraño —dijo.

—¿En qué sentido? —inquirió Índigo, alerta.

—Oh, es sólo que cuando Ellani y Koru eran más pequeños solían decir que por las noches oían voces de vez en cuando. No sucedía muy a menudo, pero los dos se mostraban bastante aterrorizados por ellas.

Eso, pensó Índigo, podía explicar la extraña reacción de Ellani cuando ella había mencionado las voces.

—¿Descubristeis qué había detrás de todo ello? —preguntó.

—No, no lo hicimos. Sencillamente decidimos que no era más que una fantasía. — Sonrió—. Los niños pequeños tienen mucha imaginación; y además muy pronto se olvidaron de ello. —Vaciló y una curiosa expresión apareció en su rostro—. Al menos Ellani sí se olvidó.

—¿Koru todavía las oye?

Se produjo otro silencio.

—Bueno, él dice que sí; pero sólo tiene ocho años, y a esta edad a menudo es muy difícil separar la invención de la verdad. —Con cierta brusquedad, un poco demasiado bruscamente según el parecer de Índigo, el rostro de Calpurna se iluminó y la mujer sonrió—. No creo que tengamos que preocuparnos por lo que dice Koru. Le pediré a Hollend que investigue el asunto por ti. Sin duda debe de haber algo en la casa, alguna teja o puntal sueltos, que producen estos ruidos. Hollend no tardará en encontrarlo y arreglarlo.

Índigo la miró, perpleja por su actitud. La mujer parecía reacia o incapaz de hacer otra cosa que no fuera desechar la historia, y —lo que es más— desecharla con una explicación tan insulsa que resultaba casi absurda. ¿Ocultaría algo? No parecía probable; la expresión de Calpurna era demasiado franca, demasiado ingenua, y no parecía estar hecha de la madera de los buenos mentirosos.

Sondeando con cautela, la muchacha dijo en el tono más inocente que le fue posible.

—¿Estás segura de que ésta es la explicación, Calpurna?

—Desde luego que estoy segura, querida. Después de todo, ¿qué otra explicación podría haber?

La «adolescente» que acudió para acompañar a Índigo hasta su nuevo lugar de trabajo era una muchacha delgada, no muy desarrollada; debía de tener unos trece o catorce años, aunque daba la impresión de ser más joven, y no parecía muy dispuesta a pronunciar una sola palabra que no fuera estrictamente necesaria; Índigo averiguó que su nombre era Thia, pero aparte de esto no pudo descubrir nada más sobre ella.

Antes de que abandonara la casa, Calpurna se llevó a su huésped aparte, y con cierto tono de disculpa le dijo:

— Índigo, perdona mi presunción, pero ¿puedo darte un pequeño consejo?

—Desde luego. — Índigo agradecía cualquier consejo que pudiera ayudarla a salvar el laberinto de protocolo y costumbres que con tanta rigidez definía la vida en Alegre Labor.

—No resulta tan difícil si te acuerdas de seguir unas cuantas normas sencillas —dijo Calpurna con una sonrisa—.

Saluda con una inclinación a todas las personas que te presenten; una inclinación más profunda para todas aquellas que lleven bandas de color, ya que son tíos y tías, como Choai, y se consideran a sí mismos personas importantes.

Espera siempre a que sean ellos los que te hablen primero, pero dirígete con total libertad a todos los demás.

—La sonrisa se tornó ligeramente conspiradora—. En tu calidad de médica eres merecedora de respeto, a pesar del hecho de ser extranjera, de modo que no permitas tonterías a las personas de rangos inferiores. Y no sugieras remedios a tus pacientes; dales instrucciones con firmeza y severidad. Eso es lo que esperan. La cortesía puede que sea una obsesión en este país, pero no es más que una capa superficial. Bajo esta superficie, la mayoría son extraordinariamente groseros.

Índigo lanzó una carcajada que reprimió enseguida, no fuera a ser que Thia, que esperaba un poco más allá, la oyera.

—Lo recordaré. ¡Gracias!

—Ah, y lo mejor será que lleves esto puesto. —Calpurna introdujo la mano en un profundo bolsillo de su sobrefalda y sacó una banda de color blanco que entregó a Índigo con una mueca de disgusto—. Lo siento; recuerda un poco a aquello de marcar a un animal, pero es el protocolo aquí. Todos tenemos que lucir el color asignado a la condición de extranjero cada vez que osamos salir del enclave. El color blanco, me temo, denota lo más bajo en categoría. —Ayudó a Índigo a colocarse la banda por encima del hombro y a atarla, y luego añadió—: Será mejor que te marches ya.

Llevada por un impulso, la muchacha la besó en la mejilla.

—Gracias otra vez, Calpurna. ¡No podría habérmelas arreglado sin tu ayuda!

—Bah, tonterías. Eres mucho más inteligente que estas pobres gentes y no tardarás en desenmarañar sus ardides. No permitas que Choai te agote en tu primer día; si intenta convencerte para que te quedes después de la puesta del sol, niégate. Te veremos por la noche.

Mientras atravesaba las puertas del enclave en pos de la taciturna Thia, Índigo sintió como si penetrara en un mundo totalmente nuevo y extraño a ella. Puesto que desde su llegada no había abandonado el hogar de Hollend y Calpurna, no había visto demasiado de Alegre Labor excepto como una vaga extensión de edificios situados al otro lado de la valla del enclave. Ahora, sin embargo, bajo la helada pero brillante luz diurna, su cerebro se vio