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Índigo les contó lo sucedido; la llamada a su puerta después de marcharse Thia, las tres criaturas que le habían hecho la estrafalaria pregunta de «¿Sabes algún juego?», antes de preguntarle si podía curarlas y luego desvanecerse en el mismo instante en que ella comprendió que sus cuerpos eran transparentes como los de los fantasmas. Durante varios segundos Índigo había sido incapaz de hacer nada que no fuera contemplar tontamente el umbral vacío; luego, violentamente, se había puesto en pie de un salto y, precipitándose fuera de la habitación, había descendido a toda velocidad por la empinada escalera. Aunque lo que había visto desmentía su impresión, tenía la irracional convicción de que los niños seguían todavía allí, que podía perseguirlos y atraparlos. En su lugar, en la abierta puerta de la calle, casi al pie de la escalera, había chocado de cara con tío Choai. Por qué había ido éste a la casa Índigo no lo sabía ni le importaba; dejando de lado todo decoro había agarrado al anciano por la manga. —¡Tío! Los niños..., ¿los ha visto? ¿En qué dirección se han marchado?

Choai parpadeó apresuradamente mientras su inicial indignación daba paso a la curiosidad. —¿Niños, doctora Índigo? No hay niños aquí.

Ella había intentado explicar lo que había visto, pero en cuanto Choai empezó a comprender lo que quería decir, la muchacha se dio cuenta de que había cometido un gran error. Sencillamente él o no quería o no podía creerla. La gente, tanto si eran niños como si no, no se desvanecía ante los ojos de los que la contemplaban, afirmó. Tales cosas no eran posibles. Índigo intentó discutir, pero anciano se mostró inflexible. Debía de haber sufrido Un momentáneo desequilibrio mental y sensorial debido al cansancio, le dijo con aire de benigna preocupación. Estaba claro que se había equivocado al dar por sentado que ella estaba ya en condiciones de empezar su trabajo, y ahora rectificaría tal equivocación acompañándola personalmente de regreso a los cuidados y comodidades que podían brindarle sus anfitriones.

—Me trajo hasta aquí como si fuera una inválida medio atontada —terminó Índigo, consciente de que Grimya la escuchaba con tanta atención como Hollend y Calpurna—El resto ya lo sabéis, excepto por una cosa: no tengo un exceso de cansancio y no fue una alucinación, sea lo que sea lo que tío Choai prefiera creer. Vi a esos niños. Estaban allí, me hablaron y luego se desvanecieron, tal y como lo he descrito.

Se produjo un largo silencio, roto tan sólo por un débil gemido preocupado de Grimya. Hollend y Calpurna intercambiaron unas miradas que Índigo no pudo interpretar, y fue Hollend quien por fin habló.

—Índigo..., no quiero poner en duda lo que piensas que viste, pero tienes que admitir que el viejo Choai tenía razón.

—¿Razón?

Calpurna le tomó la mano y la apretó en un gesto maternal.

—Querida, claro que la tenía. Tal y como dijo, ¡algo así es sencillamente imposible! —Le sonrió bondadosa, y continuó en el tono de voz que habría utilizado para calmar a una criatura preocupada—. Todos lo sabemos, ¿no es verdad? ¡Claro que sí! Debes de haberte quedado adormilada unos instantes, y lo habrás soñado. Los sueños pueden ser así. — Dirigió una rápida mirada a su esposo—. Dormirse en el trabajo no es nada de lo que

avergonzarse, ¡como Hollend bien puede atestiguar!

Asombrada por la forma en que se intentaba explicar lo sucedido, Índigo quiso protestar.

—Pero, Calpurna, no pareces...

«No, Índigo; no discutas con ella. » El silencioso mensaje de Grimya llegó a ella veloz y apremiante antes de que pudiera seguir. «He visto algo en su mente, y en la de Hollend también. Es mejor que no digas nada. Te lo explicaré luego, cuando estemos solas. »

—Bueno —Calpurna dio una palmada, como para indicar que el tema del desliz de Índigo quedaba cómodamente resuelto y por lo tanto cerrado—, hemos de encargarnos de no permitir que el mismo error vuelva a suceder. Descansarás, Índigo, y esta vez de verdad, hasta que recuperes por completo las fuerzas y la vitalidad. ¡Y tu recuperación se iniciará con una excelente comida!

Sin dar tiempo a la muchacha para responder, se escabulló en dirección a la cocina. El rostro de Hollend se iluminó por unos segundos con una expresión de alivio, Índigo se dio cuenta de que sus anfitriones se sentían desconcertados por lo que les había contado, aunque tal vez el término «violentos» se acercaba más a la verdad; como si ella hubiera cometido un error fundamental de decoro al relatarles su extraña experiencia o por el simple hecho de haber admitido que había sucedido. Recordó su conversación con Calpurna aquella mañana en la cocina, después de los ruidos de la noche, y la revelación de que Ellani y Koru habían padecido semejantes «alucinaciones» en el pasado. Entonces, como ahora, Calpurna había parecido muy ansiosa por correr un velo sobre el tema y descartar cualquier cosa que no fuera la más racional de las respuestas, e Índigo no podía comprender por qué tenia que ser así.

De la cocina surgían ahora alegres ruiditos mientras Calpurna se preparaba para servir la cena. Los dos niños habían desaparecido prudentemente al ver acercarse a la casa del tío Choai, pero ahora Ellani salió del piso superior y, con un movimiento de cabeza y una tímida sonrisa en dirección a Índigo, corrió a reunirse con su madre. Índigo la siguió, en tanto Hollend ponía la mesa, pero Calpurna rechazó de plano su oferta de ayuda.

—No, no; Ellani es toda la ayuda que necesito. —Sonrió con entusiasmo; con demasiado entusiasmo, pensó Índigo—. ¿Por qué no subes a tu habitación y descansas un rato? Enviaré a uno de los niños a buscarte en cuanto esté lista la comida. —Si estás segura... —Claro que lo estoy. Vamos, vete. Grimya siguió a Índigo por la empinada escalera y, en cuanto la puerta de la habitación de invitados se hubo cerrado tras ellas, la loba dijo en un susurro apremiante y gutural:

—¡Bien! Ahora podemos hablar... y puedo contarte por qué consideré mas sensato no discutir con Calpurna. Índigo volvió la cabeza por encima del hombro. —Será mejor que no lo discutamos en voz alta —advirtió, bajando mucho la voz—. Las paredes divisorias de la casa son muy endebles, y el sonido puede atravesarlas.

«Muy bien. » Grimya cambió su modo de comunicarse. «Escucha, Índigo. Te sorprendiste mucho cuando Calpurna y Hollend se mostraron de acuerdo con lo que el anciano, Choai, dijo que te había sucedido. Pero yo no me sorprendí, porque pude percibir algo de lo que pensaban. »

Aunque la loba no podía en realidad leer la mente, sus agudos sentidos mentales a menudo sintonizaban con los estados de ánimo predominantes en las personas y con algunos de sus pensamientos vagabundos. Índigo aguardó a que le contara más cosas, y Grimya continuó:

«No te creyeron porque no podían creerte. Algo les ha sucedido a los dos, me parece, durante los años que han vivido aquí. Se han vuelto como la gente de este país. Han perdido la capacidad de creer en nada que no sea muy lógico. » Índigo empezó a comprender. «¿Algo como las voces nocturnas?» «Como eso, sí. Y como los niños que aparecen de la nada y desaparecen otra vez en la nada. » Grimya hizo una pausa. «Debes de haberlo visto por ti misma. Toda la gente de este lugar es igual. Es como si hubieran olvidado cómo soñar. »

Como si hubieran olvidado cómo soñar... Con su extraño talento para ir directamente al meollo de las cosas, Grimya había definido con precisión la inquietante impresión que Índigo tenía de Alegre Labor —de todo el país en realidad— y de sus habitantes. ¿Sabía el astuto tío Choai, o la escrupulosamente calculadora Thia, o cualquiera de sus compatriotas, hombres y mujeres, lo que era un sueño? ¿Eran capaces de percibir cualquier cosa situada fuera de los límites estrictos de los sentidos físicos, o de imaginar nada más allá de los estrechos confines de un futuro planeado y trazado hasta el último detalle fríamente pragmático? Todo lo que había visto hasta ahora sugería que Grimya tenía razón. Así pues, enfrentados con la repentina anomalía de una extranjera que afirmaba haberse topado cara a cara con tres fantasmas, su reacción era de cielo y total rechazo. No creían en tales cosas; por lo tanto tales cosas no podían existir. No cabía error; no existía la menor posibilidad de error. La extranjera estaba equivocada y ahí terminaba la cuestión. Pero seguramente Hollend y Calpurna no compartían tal insensato prejuicio... Ellos eran de otro país, no habían estado inmersos desde la infancia en los dogmas de esta extraña cultura y, por lo tanto, debían poseer una mentalidad más abierta. Sin embargo, al menos en esto, parecían estar tan ciegos como Choai.

Grimya, que había escuchado los confusos pensamientos de Índigo, dijo:

«A lo mejor los años pasados en este país los han cambiado. A lo mejor se han contagiado de esta cosa, de este escepticismo, como si fuera una enfermedad. » ¿Era posible? Para un cerebro débil o estúpido, o para la vulnerable conciencia de un niño, quizá; pero Hollend y Calpurna eran ambos demasiado inteligentes y resueltos para ser presa con tanta facilidad de influencias externas. Los dos miraban con desdén a los habitantes de Alegre Labor, casi con desprecio, aunque, eso sí, con un elemento de afecto en su menosprecio. No tenía sentido. Se volvió otra vez hacia la loba.

«No sé lo que se oculta tras esto, Grimya. Pero digan lo que digan Hollend y Calpurna y Choai..., diga lo que diga cualquiera... ¡yo sé lo que vi! ¡Yno soñaba!»

Antes de que Grimya pudiera responder se escucharon unos leves golpecitos en la puerta, y una vocecita vacilante pronunció su nombre. Índigo dio un brusco respingo al revivir por un instante lo sucedido en la habitación del médico; pero la voz le era familiar. —¿Koru? El niño entró en la habitación e inclinó la cabeza ante ella en una curiosa mezcla de la forma de saludar tanto de Agantia como de Alegre Labor.

—Madre dice que la cena estará lista en unos minutos.

—Oh... oh, sí. Gracias, Koru. Bajaré enseguida.

Esperó a que el chiquillo volviera a inclinar la cabeza y saliera, pero en lugar de ello éste se hizo el remolón, y resultaba evidente que luchaba por superar su innata timidez para decir algo más. Perpleja, Índigo inquirió con dulzura:

—Koru, ¿qué tienes? ¿Sucede algo?

Koru se removió inquieto, apretando un pie sobre el otro y entrelazando las manos a la espalda. Luego, de corrido, soltó:

—¡No quería escuchar! ¡Pero no pude evitarlo!

Grimya irguió las orejas de improviso.

«Se refiere al viejo Choai. Debe de haber oído lo que se decía... y lo que contaste a sus padres. »

El rostro de Koru estaba totalmente rojo de vergüenza y habría perdido el valor y salido corriendo antes de que Índigo pudiera volver a hablar, de no ser porque Grimya se dirigió de repente hacia él, moviendo la cola, y levantó la cabeza para lamerle la barbilla. Fue un gesto inteligente y perfectamente calculado, pues Koru estaba ya por completo fascinado y desarmado por la loba y albergaba secretas ilusiones de que, un día, también él podría tener un «perro» como aquél. Agradecido, el niño enterró las manos en el espeso pelaje de su cuello, ocultando el rostro y con él su confusión.

Índigo lanzó a Grimya una calurosa mirada de agradecimiento y empezó a hablar al chiquillo con dulzura.

—No tienes de qué preocuparte, Koru. No me importa si escuchaste; y no se lo diré a nadie si tú no quieres.

Koru alzó el rostro despacio, con expresión esperanzada.

—No quería —repitió—. Fue sólo que yo he... —Se interrumpió al volver a fallarle el coraje.

La mente de Índigo realizó un repentino salto intuitivo, y la muchacha decidió arriesgarse para demostrar que estaba en lo cierto. Se inclinó hacia él y habló con voz muy suave.

—Tú también los has visto, ¿no es así?

Koru permaneció muy quieto. Luego, con gran energía, asintió.

Índigo dejó escapar la respiración que ni siquiera se había dado cuenta que había estado conteniendo.

—¿Tres niños, como los que vinieron a verme a mí?

—No; eran sólo dos. Pero yo podía ver a través de ellos, ¡tal como tú dijiste!

El corazón de Índigo palpitaba cada vez con más fuerza.

—¿Te hablaron?

Otro gesto de asentimiento con la cabeza.

—Querían que me fuera con ellos a jugar. Yo... —Dirigió Una inquieta mirada a la ventana—. Yo dije que no. Era de noche, y tuve miedo. De modo que se fueron, igual Que los que tú viste. Pero... algunas veces todavía los oigo ahí afuera. Me llaman. Pronuncian mi nombre, y dicen «Ven a jugar, ven a jugar».

Una vez más la pregunta «¿Sabes algún juego?» resonó en la memoria de Índigo, y un extraño y terrible escalofrío le recorrió toda la espalda. Koru levantó los ojos hacia ella. De improviso sus ojos mostraban temor.