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—¿No lo dirás, verdad, Índigo? —suplicó desesperado—. ¡A nadie!

—Claro que no. Lo prometo.

—Verás... se lo dije a Ellani, pero me pegó y dijo que no debía volver a hablar de ellos jamás!

—¿Ella te pegó?

Índigo estaba escandalizada; resultaba imposible imaginar a la dulce Ellani viéndose impulsada a tales extremos, en especial contra su hermano, a quien parecía amar tiernamente. Pero, de todos modos, no pensó que Koru mintiera.

«Empieza a tomar forma», dijo sombría la voz de Grimya en su cabeza. «Primero Ellani, esta mañana, y luego Calpurna, y ahora la historia que nos cuenta Koru. Estas son las mismas voces y las mismas criaturas que nos siguieron por la carretera, pero nadie aquí cree en ellas, excepto nosotras y Koru. » «YEllani», añadió Índigo.

«Sí, y Ellani. Pero tiene demasiado miedo para admitir lo que sabe. Es por eso que se enfadó tanto con su hermano. »

El débil pero claro sonido de un gong de cobre les llegó de repente desde el piso inferior, y los ojos de Koru se abrieron asustados.

—¡Ésa es mi madre! La comida está lista. Dije que estaría sólo un momento...

Índigo puso a funcionar su ingenio al instante.

—No te preocupes —tranquilizó al muchacho—. Diré que te invité a quedarte y jugar con Grimya. Nadie sabrá lo que me has contado, Koru. Lo prometo.

Una expresión de alivio cubrió el rostro del niño.

—¡Gracias! —Se volvió para marcharse, pero se detuvo junto a la puerta—, Índigo..., ¿crees que esos otros niños eran reales?

Ella vaciló, preguntándose si sería sensato ser completamente sincera. Koru era tan joven, tan impresionable... Sabía cómo habría querido su madre que respondiera a tal pregunta, y sintió que no tenía derecho a ir contra los deseos de Calpurna. Luchó con su conciencia, pero bruscamente se sintió zaherida por una afilada chispa de cólera. Fueran cuales fueran sus motivos, Calpurna intentaba negar la verdad. Y la verdad, decidió Índigo, era algo que ni la propia madre de un niño tenía derecho a ocultar a su hijo.

—Sí, Koru —respondió—. Creo que lo eran. Creo que lo son.

El niño permaneció inmóvil unos pocos segundos mientras su expresión reflejaba un extraordinario fermento de emociones diferentes. Por fin una emoción triunfó sobre las otras: total, exuberante y franco asombro.

—Oh, sí —dijo—. ¡Oh, sí! Tienen que ser reales, ¿no es así? ¡Después de todo, ahora los hemos visto los dos! —Abrió la puerta y dio un paso hacia el descansillo; luego su voz bajó hasta convertirse en un susurro—. Éste será nuestro secreto, ¿eh? Nuestro y de nadie más. Y, ahora que tú estás aquí, ahora que he encontrado a alguien mayor que cree en ellos, ellos regresarán, que lo harán. ¡Y esta vez no tendré miedo de jugar con ellos!

Esa noche Índigo tuvo un sueño extraño y vivido. Le pareció despertar de un sueño profundo para encontrarse descendiendo la escalera que conducía a la planta baja de U casa. Brillaba una luz abajo y se escuchaba un murmullo de voces, y cuando la sala principal apareció bajo sus pies Índigo descubrió que estaba llena de gente. O, más bien, con sombras de personas. Parpadeó, se frotó los ojos y, al volver a mirar, todo seguía igual; sombras que se movían decididas en todas direcciones, pero sin que existiera una forma física que las proyectara.

—¿Hollend? —Su voz resonó de forma peculiar en medio de los murmullos— ¿Calpurna? —Buscó alguna figura familiar entre las cambiantes formas bidimensionales, pero las sombras cambiaban constantemente al deslizarse obre las paredes y los muebles, y era imposible distinguir algún rasgo característico.

Sin saber muy bien cómo, se encontró con que había llegado al pie de la escalera, y de improviso una voz se dejó oír por encima de las demás, detrás de ella. La voz dijo tajante:

—¿Y cuál era tu nombre?

Índigo giró en redondo. La luz de la habitación era nebulosa, como la del sol al filtrarse por entre aguas profundas, pero podía ver lo suficiente para distinguir la silueta de un gran atril situado, incongruentemente, donde hubiera debido estar la puerta de la cocina. Había alguien detrás del atril. Tenía la cabeza inclinada sobre un enorme libro abierto y escribía en él afanosamente, con una pluma de ave de tamaño desmesurado; sobre su cabeza centelleaba algo débilmente metálico.

Índigo clavó los ojos en el hombre, y éste repitió con cierta impaciencia:

—Vamos, vamos. La pregunta está muy clara. Tu nombre, por favor.

El hombre hablaba su propio idioma, la lengua de las Islas Meridionales... Sin querer, Índigo dio un paso en dirección al atril, y la figura alzó bruscamente la cabeza. La muchacha se dio cuenta entonces de que lo que el hombre lucía en ésta era una corona vieja y deslustrada y decorada con afiladas puntas, algunas de las cuales se habían roto o desgastado por efecto del tiempo. Podía ser de bronce o de algún otro material descolorido por la pátina del tiempo; era imposible estar seguro. Pero sí había, pensó, algo impuro en ella.

El rostro ceñido por la corona la miraba. Los ojos eran castaños, grandes, dulces y casi bovinos; los cabellos, entrecanos, pulcramente cortados en recto flequillo sobre cejas del mismo color; la nariz, larga y estrecha, curiosamente torcida como si en alguna ocasión se hubiera roto y la hubieran vuelto a encajar mal; las mejillas, voluminosas, y entre ellas se veía una boca tan pequeña y carnosa y de un rojo tan intenso que parecía como si no le perteneciera en realidad y hubiera sido robada a otra persona.

El hombre sonrió, de forma no muy agradable.

—Te aseguro que resulta tan tedioso para mí como lo es para ti, pero hay que cumplir con los trámites. Por tercera vez, ¿cuál era tu nombre?

De haber estado despierta, Índigo habría sido alertada por lo extraño de la pregunta. El hombre no había dicho «es» sino «era». En su sueño, sin embargo, se limitó a abrir la boca y responder:

—Anghara hija de Kalig, de Carn Caille en las Islas Meridionales.

La sorpresa se apoderó de ella como una dolorosa sacudida física. ¿Qué era lo que había dicho? ¡Había dado su auténtico nombre, el nombre al que se había visto obligada a renunciar hacía medio siglo!

—¡No! —La voz se le quebró—. ¡No, no es ése! Me equivoqué, ése no es...

Se interrumpió. Los ojos castaños la observaban, y la sonrisa se desvaneció mientras la roja boca se fruncía con energía.

—La anotación ha sido realizada y no se permiten alteraciones. Nombre: Anghara hija de Kalig. Función: médica. Condición: extranjera. Propósito... ah, sí; ahora llegamos a la pregunta más importante. ¿Cuál es tu propósito?

Ella no comprendió, y él se dio cuenta perfectamente, ya que la impaciencia afloró de nuevo a su rostro.

—Propósito —repitió con el aire resignado del sabio que se enfrenta a una deliberada idiotez—. Debes tener un propósito, o no estarías aquí. ¿Cuál es?

—No tengo ningún propósito —dijo Índigo, todavía no muy segura de sí misma—. Sólo tengo la intención de...

—Incorrecto —interrumpió él con indiferente pero absoluta certeza—. Ésa es la respuesta equivocada, y no puede anotarse. Di la verdad.

Y, a su espalda, las voces fantasmales empezaron a susurrar:

—Di la verdad, di la verdad, la verdad, la verdad...

Esto era una locura...

—Estoy diciendo la verdad —protestó Índigo con energía, mientras la rabia empezaba a liberarla del poder que el sueño ejercía sobre ella—. ¿Quién eres tú para interrogarme y poner en duda mi palabra?

La extraña boca de pimpollo del hombre se distendió de improviso en una sonrisa pacífica y totalmente segura de sí misma.

—Soy el Benefactor. Todos deben responder ante mí de una forma u otra. No hay excepciones.

—Yo no te conozco —replicó Índigo, enojada.

La sonrisa permaneció.

—En ese caso sería sensato que averigües cosas sobre mí, o encontrarás poco que te satisfaga aquí. —Con un concluyente molinete, la pluma realizó una señal en el libro de registro, y el hombre hizo un gesto con la cabeza en dirección a la muchacha—. Regresa al alojamiento que te ha sido asignado, y medita sobre tu propósito. Tienes dos caminos donde elegir; decide cuál quieres seguir y, cuando lo hayas decidido, te concederé una segunda entrevista.

Casi pegado a la espalda de Índigo, alguien alzó una risita ahogada. Sin querer, la joven volvió la cabeza para mirar por encima del hombro, pero no vio más que la nebulosa luz y las irregulares formas espectrales que flotaban, aparentemente sin rumbo, por la habitación. Volvió la cabeza otra vez al frente, pero el atril y su ocupante habían desaparecido, y en su lugar Calpurna salía en aquellos instantes de la cocina, con una sonrisa de bienvenida en el rostro y un humeante plato de porcelana en las manos. —¡Bienvenida, Índigo! —Los labios no se movieron pero la voz flotó en el aire con claridad—. ¡Quédate con nosotros, Índigo! ¡Nosotros te enseñaremos! ¡Seremos amigos! Y, de la habitación que quedaba a la espalda de Índigo, otras voces —voces de niños— gritaron: —No, no. No, no. Existe otra posibilidad. Existe otra gente. —¿Dónde está Grimya? —Con la falta de lógica propia de los sueños, Índigo hizo la pregunta sin un motivo concreto, y una vez más los labios de Calpurna no se movieron, aunque su voz llegó hasta ella con toda claridad.

Grimya está con los niños. Grimya está trabajando con los niños.

No, no. No, no. Grimya ha venido a jugar con nosotros. Grimya juega con nosotros. Juega tú también con nosotros, Índigo, juega con nosotros; toca tu arpa y canta.. ¿Sabes canciones? ¿Sabes algún juego?