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Skyler corría a través de la lluvia, borracho de dolor, con las ropas empapadas y pegadas al pecho y a la parte delantera de los muslos. No sabía adonde iba, no tenía más plan que el de marcharse y dejar atrás todo aquello, encontrar un refugio en el que pudiera esconderse y disponer de tiempo para formular un plan de vida centrado en un nuevo factor que estaba creciendo en sus entrañas como una bestia: el ansia de venganza. Pagarían cara la muerte de Julia, él se ocuparía de que así fuera. Era lo único que importaba.
Se daba cuenta de que sus pies lo conducían en dirección norte, hacia el bosque y, de una forma vaga, se dijo que por allí le sería más fácil fugarse. Conocía los caminos, los arroyos y los senderos que usaban los venados y los jabalíes. Sabía cómo sobrevivir en la zona, allí se sentía como en casa. Se ocultaría y dedicaría todos sus esfuerzos a trazar un plan de venganza para apaciguar a la bestia. Recordó el cerco de conchas en el que Raisin y él jugaban, un enorme promontorio circular de viejas conchas marinas construido, según decían, cientos de años atrás por los indios con fines defensivos; allí arriba era imposible que lo sorprendieran a uno. Aquél era el lugar perfecto.
Y entonces oyó a los perros.
Al principio fue un sonido difuso, que subía y bajaba como el viento. Luego sonó un trueno que pareció limpiar el aire y dejar espacio para los ladridos, la impaciente y espeluznante algarabía de la jauría siguiendo un rastro. De pronto, el sonido le pareció mucho más cercano. Skyler visualizó la escena: los ordenanzas sujetando las gruesas traillas y los sabuesos tirando de ellas y olisqueando el terreno. Si los ordenanzas lo encontraban, todo habría terminado. Lo matarían sin pensarlo dos veces. O quizá lo atarían y lo conducirían a la casa grande para abrirlo en canal, como habían hecho con Julia como castigo por lo que había descubierto, fuera lo que fuera. Corrió más de prisa, pero sabía que no le sería posible conservar su ventaja por mucho tiempo.
Se apartó del camino y se encontró metido hasta las rodillas en el agua de la marisma. Siguió avanzando, rodeado de agua, hasta que ésta no tardó en llegarle al pecho. Siguió adelante haciendo un gran esfuerzo. Notó algo frío en la mano derecha y, al bajar la vista, le sorprendió comprobar que seguía empuñando el cuchillo.
Debido al agua, tenía que avanzar a paso de tortuga. Tropezó con un tronco sumergido y cayó de bruces. Cuando alzó la cabeza, vio que la superficie en torno a él parecía hervir a causa de la lluvia que caía copiosamente sobre ella. Llegó a una pequeña isla en la que crecía un único árbol y se apoyó jadeando en el tronco. Unos líquenes colgantes le rozaron el hombro; los arrancó y los tiró al suelo. Ahora llovía a mares y, al volverse, a Skyler le fue imposible ver a más de tres metros de distancia, pero seguía oyendo a los perros. Sus ladridos parecían más agudos y ahora sonaban entremezclados con gemidos de frustración, como si les estuvieran impidiendo seguir tras su presa. Quizá fuera buena señal. Tal vez se encontraban al borde de las marismas y los ordenanzas no les permitían continuar tras él. Quizá habían perdido el rastro y no eran capaces de volverlo a encontrar a causa del agua. Tal posibilidad le insufló nuevas esperanzas y lo animó a seguir adelante. Saltó al agua y siguió avanzando dificultosamente por ella dando grandes zancadas. Pese a la lluvia y al frío, se ahogaba de calor y el sudor le resbalaba por las sienes y la nuca.
De cuando en cuando, la imagen del cuerpo de Julia, inmóvil, encogido y abierto en canal, lo asaltaba llenándolo de ira y afirmándolo en su determinación de enfrentarse a la tormenta y de despistar a sus perseguidores. Los minutos transcurrieron lentamente hasta formar un cuarto de hora, y luego media hora. Ya había dejado de pensar y caminaba a través del agua como si estuviera sumido en un febril sueño.
De pronto salió de su trance. Advirtió que ya apenas llovía y que la marisma tenía menos profundidad: sólo le llegaba hasta la rodillas. Además, el fondo parecía más firme. Siguió adelante hasta que, al bajar la vista, se dio cuenta de que estaba caminando por tierra firme. Había salido de las marismas. Se dejó caer al suelo y permaneció largo rato allí tendido, sin pensar en nada.
Súbitamente, se incorporó como impulsado por un resorte. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? No tenía ni idea. Los músculos le dolían. Aguzó el oído. Ya no sonaban los ladridos. Alzó la vista y por entre las copas de los árboles vio que la tormenta se habían disipado. Estaba oscureciendo. Necesitaba un lugar seguro en el que pasar la noche.
Entonces comenzó a analizar su precaria situación. No dejarían de buscarlo, eso lo sabía. Nunca cesarían en su empeño. Lo perseguirían y, por mucho que se adentrase en el bosque de la parte septentrional de la isla, tarde o temprano terminarían atrapándolo. Verían el humo de una hoguera, o él mismo se tropezaría con ellos mientras iba a la caza de algún animal, o quizá los perros volverían a recorrer el bosque y olfatearían su rastro. No podía permanecer escondido indefinidamente. Su única posibilidad de salvación era abandonar la isla. Pero… ¿cómo? Raisin lo intentó y murió arrastrado por las traicioneras corrientes de las marismas. ¿Cómo le sería posible alcanzar el éxito en lo que Raisin había fracasado?
De pronto vio la respuesta con toda claridad. El bote de Kuta. Tenía el motor estropeado, pero el viejo podía arreglarlo, y a él le sería posible sortear los bancos de arena y llegar hasta el continente. Kuta era la única persona a la que podía recurrir y, tratándose de un caso de vida o muerte, el negro no le negaría su ayuda. Una vez en el continente, Skyler dispondría de tiempo para planear su venganza. Sin embargo, la perspectiva de ir al otro lado le infundía pavor. No tenía ni la más remota idea de lo que encontraría allí.
Y primero tenía que llegar hasta la cabaña de Kuta, lo cual no sería fácil. Tendría que esperar hasta que oscureciera, para luego volver sobre sus pasos, rodear la marisma y llegar a la pradera. Después, se deslizaría hasta otro lado del campus y alcanzaría la delgada línea costera en la que vivían los gullah.
Anocheció rápidamente y una extraña calma descendió sobre el bosque. Skyler avanzaba sigilosamente entre los árboles. De cuando en cuando, utilizaba el cuchillo para abrirse paso por entre la maleza. Al fin encontró un sendero que iba más o menos en la dirección que él deseaba. En torno a sí oía el ronco croar de los sapos. A veces, lo que parecía ser un tocón o un arbusto tomaba de pronto vida y emprendía la huida, y la reacción del animal sobresaltado hacía que Skyler se sobresaltase a su vez. El cielo estaba despejado, pero cada vez más oscuro y, a través de las ramas, ya se veían algunas estrellas.
Llegó a un cruce con otro camino, ligeramente más amplio, que iba en la dirección adecuada. Lo siguió durante media hora, hasta llegar a la pradera. Allí se detuvo y quedó observando. El lugar parecía extrañamente tranquilo. La luna se hallaba cerca de la línea del horizonte y alumbraba con un tenue brillo fantasmal la alta hierba amarillenta que se mecía bajo el impulso de la brisa. Skyler se adentró en la pradera; mientras andaba, los altos tallos le rozaban las piernas y él se sentía como un barco navegando por un mar dorado. Algo se movía sobre su cabeza, oscuras formas zigzagueaban en el aire de la noche: murciélagos. Skyler se sentía vulnerable caminando así bajo la luna, pero el temor terminó desvaneciéndose y el joven pasó a sentirse desconectado, como fuera del tiempo. Era justo lo contrario del pánico que había sentido mientras cruzaba la marisma. Y de golpe se dio cuenta de que era como si le hubieran extirpado el centro visceral en el que se fraguaba el miedo y a él ya no le importase lo más mínimo lo que pudiera sucederle.
Llegó al otro extremo de la pradera, entró en el bosque y volvió a mezclarse con las sombras. A lo lejos distinguió las luces de los barracones. El cálido brillo de las ventanas iluminadas resultaba seductor y parecía llamarlo. Dio media vuelta y echó a andar en dirección contraria. Se detuvo junto a un árbol para orientarse, y luego siguió avanzando en trechos de diez pasos, de árbol en árbol, sin dejar de aguzar el oído.
No tardó en encontrarse en el sendero que tan bien conocía y por el que podría haber caminado con los ojos vendados. El camino a la cabaña de Kuta. Frente a sí vio la oscura silueta de la pequeña construcción. En la ventana había luz. Se acercó a la orilla dando un rodeo. La luna rielaba en el agua, y percibió un brillo metálico. Era el motor fueraborda, que seguía sobre el tocón. Skyler se dirigió al embarcadero y una vez en él vio algo que le hizo detenerse en seco. El bote estaba hundido bajo un palmo de agua, aunque su amarra aún seguía atada a la baranda. Alcanzaba a ver el fondo del bote y pudo advertir que éste tenía en su fondo un enorme agujero, y que cerca de él había una gran piedra.
Dio media vuelta lentamente y miró hacia tierra. Observó que la puerta de la cabaña había saltado de sus goznes y caído hacia dentro. Avanzó cautelosamente hasta la pequeña edificación, se inclinó bajo la ventana y alzó la cabeza para mirar al interior.
¡Un ordenanza! Estaba sentado en la cama, de espaldas a Skyler. Incluso desde detrás, el grueso cuello y los amplísimos hombros daban al hombre el aspecto de matón. Permanecía inmóvil, como si esperase a alguien. ¡Me espera a mí!, comprendió de pronto el chico.
Echó un rápido vistazo al resto de la habitación. No se veía a Kuta por ninguna parte. Y todo parecía estar como siempre, salvo la puerta y una alfombra que yacía arrugada en un rincón.
Retrocedió sigilosamente, dio media vuelta, echó a correr y siguió corriendo una vez se hubo adentrado en el bosque. Han venido. O sea que alguien me había visto por aquí. Tyrone. Pero… ¿qué habrá sido de Kuta? ¿Le habrán hecho algo? Temía que así hubiera sido. Aquellas personas, a las que llevaba toda su vida conociendo, en las que había confiado y a las que incluso había querido, eran monstruos. Capaces de todo. Pero ¿por qué? ¿Qué pretenden? ¿Y por qué mataron a Julia? ¿Qué descubrió Julia en el ordenador?
El instinto de conservación le decía muy claramente que lo mejor era correr. Y corrió, como un animal perseguido. Volvió sobre sus pasos y al cabo de poco divisó de nuevo las luces de los barracones. Cuando llegó al borde de la pradera, se detuvo para ver si detectaba indicios de movimiento. No. Luego escrutó las sombras del borde de los bosques, al otro lado de la pradera. No vio nada inquietante y comenzó a avanzar.
Una vez a descubierto, volvió a sentirse vulnerable, pero esta vez la sensación llegaba acompañada por el miedo y la certeza de que el peligro era real y estaba cerca. Se detuvo un momento para mirar en torno. Siguió sin ver nada. Reanudó la marcha reprendiéndose por no haber dado el rodeo por el bosque. De pronto el corazón se le aceleró y todos sus sistemas de alarma se dispararon. Se tiró de bruces al suelo y, tras unos instantes, alzó lentamente la cabeza y miró en todas direcciones. De nuevo nada, sólo el susurro del viento entre la hierba. Los murciélagos habían desaparecido y las estrellas parpadeaban en el negro cielo de terciopelo.
Se puso en pie y reanudó la caminata, ahora con la vista al frente y confiando en el oído para cubrir la retaguardia. El miedo se volvió a disparar y no tardó en convertirse en pánico. Skyler apretó primero el paso y luego echó a correr a toda velocidad, aunque resultaba difícil hacerlo por el terreno desigual. Cuanto más corría, más asustado se sentía y más se esforzaba por olvidarse de todo lo que lo rodeaba y concentrarse exclusivamente en el camino que tenía por delante.
De repente, a su derecha, una sombra surgió de entre la hierba. Un ligero movimiento y luego un ruido, un ronco gruñido. Sin dejar de correr, Skyler se volvió justo a tiempo de ver un cuerpo peludo que se lanzaba hacia él y unos dientes blancos que relucían bajo la luz de la luna. Era un perro que se abalanzaba furioso hacia su garganta. El gruñido se hizo más intenso y Skyler notó un desgarrón en el brazo. Sin darse cuenta de lo que hacía, levantó la mano armada con el cuchillo, la subió en el aire y la hoja fue a hundirse profundamente en el peludo cuello. Su filo rebanó la yugular del animal. Cuando éste cayó al suelo ya estaba muerto. Las patas traseras se estremecieron, los pulmones se vaciaron y un postrer gemido escapó de su garganta. La sangre manaba a borbotones sobre el suelo.
Skyler retrocedió un paso y se quedó mirando atónito el cadáver del animal. Se tocó el hombro. Tenía la camisa desgarrada y el brazo le sangraba, pero la mordedura era superficial. Había tenido una suerte increíble. Miró a su alrededor y dio media vuelta. Luego echó a correr de nuevo, llegó al extremo de la pradera y se adentró en el bosque.
Siguió corriendo hasta que los pulmones le dolieron. Había reconocido al perro. Lo había visto con otros de su raza tras la alambrada de la perrera que había cerca del alojamiento de los ordenanzas. Probablemente, el animal que lo había atacado llevaba rato siguiendo su rastro. Ahora Skyler se preguntaba si no habría otros perros buscándolo. De ser así, él les había facilitado la tarea al dejar un claro rastro tras de sí. Llegó a un sendero y, ya a paso normal, tomó dirección norte, hacia el bosque.
Al cabo de un cuarto de hora llegó a un terreno despejado, largo y estrecho, en el que la hierba crecía corta. En un extremo se alzaba un gran cobertizo metálico. Skyler reconoció inmediatamente el lugar, era la pista de aterrizaje. Pero… ¿cómo había llegado hasta allí? Debía de haberse extraviado. Estaba hecho un lío, y demasiado exhausto para orientarse, corregir su error y volver a poner distancia entre él y sus perseguidores. Caminó hacia la pequeña puerta lateral del hangar. Hizo girar el tirador y le sorprendió que la puerta se abriera.
El interior estaba en tinieblas, pero Skyler encontró a tientas el interruptor y lo accionó. Incluso en reposo, la larga y esbelta avioneta daba sensación de poder y de ansias de volar. Las ruedas del tren de aterrizaje estaban inmovilizadas con calzos. Skyler abrió la portezuela metálica situada en un costado del aparato, volvió junto al interruptor para apagar la luz y, ya a oscuras, regresó a la avioneta. Una vez dentro, cerró la portezuela a su espalda y comenzó a gatear. Al fondo del aparato encontró una pequeña recámara metálica en la que había dos pequeñas maletas. Se metió en ella, encontró a tientas una lona y se la echó por encima.
Se quedó inmóvil escuchando su agitada respiración entre las sombras. De cuando en cuando, le vencía el sueño, pero a los pocos momentos respingaba y abría los ojos porque le parecía haber oído unos ladridos. Pero no podía estar seguro. ¿Eran realmente ladridos? Y, de serlo, ¿se acercaban o se alejaban? O tal vez el cansancio estaba alterando sus percepciones y lo que oía eran los ecos de lo que sus oídos habían percibido hacía unas horas.