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La iglesia baptista de Valdosta ocupaba un bajo edificio de madera cuyo único adorno era un campanario similar a una chimenea en el que no había campana alguna. Los cristales de las ventanas estaban cubiertos de pedazos de plástico adhesivo de colores, separados unos de otros por gruesas y serpenteantes líneas negras, que pretendían evocar el esplendor de los vitrales de las catedrales medievales europeas.
En el sótano, un lugar asfixiante, pese al aparato de aire acondicionado que no dejaba de zumbar y de gotear agua en los cubos de basura del exterior, Skyler permanecía tumbado en un incómodo camastro plegable de lona tensada. El hecho de ser plegable hacía que resultase fácil guardarlo con los demás camastros cuando llegaban los niños del programa de atención diurna y a los sin techo se les daba un rápido desayuno de cereales. Luego volvían a ponerlos en la calle.
Estaba deprimido, y no le faltaban motivos para ello. Llevaba allí… ¿cuánto tiempo? Días y más días, probablemente, más de una semana. Perdido, hambriento y desesperado, había vagado por las calles de la ciudad en lo que resultó ser una especie de curso acelerado para habituarse al nuevo y desquiciado mundo en el que había caído. Se sentía como un visitante de otro planeta. Los frenéticos movimientos, el ruido, la suciedad… Todo le pesaba como una enorme losa. No comprendía nada y ya ni siquiera aspiraba a comprender: se conformaba con sobrevivir. Los coches que doblaban las esquinas a toda velocidad, las atestadas aceras, el peligro acechando en las sombras. Todo era como en los peores programas de televisión que había visto en la isla.
El primer día, tras salir del aeródromo escabullándose a través de un seto, abordó a una muchacha para preguntarle en qué lugar estaba y ella giró sobre sus talones y echó a correr. Los niños se burlaban de sus viejas ropas y los perros le ladraban. Su aventura comenzó mal y siguió peor.
Aquella primera mañana se le había quedado grabada en la memoria de forma indeleble. La avioneta seguía en el aire cuando él despertó sobresaltado; el pánico era casi tan tangible como la bilis que notaba en el fondo de la garganta. Tras la siesta, se sentía aturdido y desorientado en el claustrofóbico compartimento portaequipajes. Tenía el brazo dolorido a causa del mordisco del perro. Necesitaba imperiosamente orientarse, ver cuál era la situación, así que, con gran cautela, alzó la cabeza para ver el interior de la cabina.
Allí estaba, como antes, la parte posterior de la cabeza del piloto, cubierta por la gorra de béisbol. Pero en el exterior todo había cambiado. Ya no se divisaba la enorme masa azul del océano. Sólo eran visibles inmensas cantidades de tierra que se extendía por doquier en todo cuanto abarcaba la vista. Los bosques formaban manchas verde oscuro, y los campos eran de color pardo y se parecían a los de la isla en la época de la siembra. Entre la ligera neblina se veían ríos color chocolate que serpenteaban por los campos y las colinas.
Había largas cintas negras -carreteras- y por ellas circulaban coches que iban y venían de un lado a otro, como pequeños animales poseedores de voluntad propia. El avión siguió volando y llegaron a una zona más poblada llena de tejados y calles. Vio un verdísimo campo con forma de diamante que lo tuvo un rato desconcertado, hasta que al fin comprendió que se trataba de un estadio de béisbol. Ahora volaban más bajo: nuevas casas, nuevas carreteras y coches, y una gran torre redonda de madera con algo escrito en ella. ¿Para qué serviría? La avioneta se ladeó, y en tierra Skyler vio algo grande y oscuro que se movía al igual que el aparato. Se sintió alarmado hasta que comprendió que se trataba de la sombra de la propia avioneta.
De pronto el piloto dijo algo. Skyler bajó la cabeza, aterrado y se quedó inmóvil como una estatua. El piloto habló de nuevo, pero su tono era despreocupado, mecánico, así que Skyler supuso que la cosa no iba con él. Una vez más, se arriesgó a mirar por encima del panel, y vio al piloto de perfil, con un mechón de pelo gris asomando a través del orificio delantero de la gorra que llevaba vuelta del revés. Skyler lo reconoció: era Bryant, el encargado de mantenimiento de la casa grande. Conocer la identidad del piloto hizo que todo pareciera más real y pavoroso. Bryant sostenía un micrófono en la mano y Skyler supuso que estaba comunicándose con alguien de tierra.
Poco después, la avioneta se ladeó de nuevo y tomó tierra. El tren de aterrizaje golpeó la pista con una fuerte sacudida. El sonido del motor se hizo más agudo, el aparato comenzó a reducir velocidad, giró bruscamente a la izquierda y siguió adelante hasta que el motor, tras toser un par de veces, se detuvo. A continuación se oyeron varios clics y chasquidos, y después pasos que avanzaban por el pasillo en dirección a Skyler. Consciente de que Bryant se hallaba justo frente a él, contuvo la respiración y quedó inmóvil y rígido, con la sangre golpeándole en las sienes. Luego, súbitamente, la lona se estremeció. Skyler se dispuso a saltar contra el ordenanza, y ya estaba reuniendo fuerzas para hacerlo cuando oyó que la portezuela se abría. Tanteó con una mano: la maleta que antes estaba a su lado había desaparecido. Bryant se hallaba ya fuera de la cabina.
Los pasos dejaron de oírse y, al cabo de un rato de silencio, Skyler descendió del aparato y se encontró en el interior de un hangar abierto con techo de metal corrugado. Miró en todas direcciones y no vio a nadie. En las proximidades se alzaba una torre de dos pisos coronada por grandes ventanas cuadradas y por un objeto giratorio redondo. Más allá había un edificio de ladrillo cuyas ventanas reflejaban la luz como espejos, y un estacionamiento de coches semilleno. A la izquierda del chico se alzaba una valla metálica y más allá, un seto, a través del cual era visible una carretera. El calor era infernal.
Echó a correr todo lo de prisa que le permitieron las piernas, saltó la valla como pudo, cortándose en el brazo con las púas de la parte superior, y luego se abrió paso entre el seto. Ya en la carretera, corrió otro trecho y se volvió a mirar. Nadie lo seguía. Aflojó el paso y miró en torno. Había grandes carteles sostenidos por postes. Uno anunciaba Aqualand y mostraba a unos alegres niños descendiendo por un tobogán lleno de agua. Otro era el reclamo de una gasolinera. Al llegar a un cruce se encontró con un cartel en el que, con letras rojas sobre un fondo amarillo, se leía: Venga a comer con nosotros. No se veía a nadie en las inmediaciones. Más tarde apareció la muchacha caminando por la acera, él le pidió ayuda y ella giró sobre sus talones y se alejó corriendo.
Skyler se había pasado dos días vagabundeando por las calles, comiendo de los cubos de basura de los restaurantes y pidiendo limosna a los transeúntes. Nunca en su vida había utilizado monedas y tuvo que aprender a manejarse con ellas. Le creció la barba, el estómago le dolía constantemente, y palideció y se adelgazó de tal modo que tenía aspecto de anacoreta.
Una mañana despertó en un parque, vio el cielo cubierto de negros nubarrones y advirtió que el viento estaba arreciando. Comprendió que se fraguaba una tormenta. Las calles se vaciaron y, en el momento en que comenzaba a llover, apareció un coche policial que lo recogió y lo condujo hasta el refugio para indigentes situado en el sótano de la iglesia.
Resultó que no se trataba de una tormenta, sino de un huracán, y la experiencia fue aterradora. Mientras en el exterior el viento ululaba y la lluvia caía a mares, en el interior del refugio los hombres se peleaban. Había muchos borrachos y ladrones, lo cual asustó a Skyler. Un hombre que hablaba solo hirió a un compañero con un cuchillo y lo expulsaron del refugio. El hombre se marchó mascullando palabrotas. Por la noche, el ocupante del camastro contiguo al de Skyler, le gruñó que su nombre era Smokey y le dijo que debía enrollar sus ropas y dormir sobre ellas para evitar que se las robaran. Skyler comenzaba a preguntarse si Baptiste no habría tenido razón: tal vez el continente no fuera más que una gran cloaca.
Los religiosos que se encargaban del asilo le dieron una camisa y unos pantalones nuevos, e insistieron en que asistiera a los servicios. Le asombró ver un crucifijo sobre el altar. Se mantuvo en silencio, observando con ojos muy abiertos por el pasmo la reverencia con que sus compañeros leían la Biblia. Los himnos, sin embargo, le gustaron.
Sus compañeros le enseñaron a ganarse unos dólares llenando bolsas en los supermercados, desherbando jardines, limpiando ventanas y recogiendo botellas vacías para canjearlas por dinero en la tienda WinnDixie. Consiguió una exigua cantidad de monedas y vivió del cereal del asilo, de sandwiches y de lo que encontraba en los cubos de basura de una hamburguesería próxima.
Durante los dos días siguientes, Skyler y Smokey se unieron a un pequeño grupo de mexicanos y salvadoreños que recogían melocotones. El primer día todos se rieron de él porque le daba terror montar en la plataforma abierta del camión que debía transportarlos.
– Pero… ¿de dónde sales? -gritó el propietario echándose hacia atrás el sombrero de paja con que se cubría-. He visto patanes, pero como tú ninguno.
Cuando el hombre se disponía a marcharse y dejarlo en tierra, Smokey les susurró algo a dos de sus compañeros, y los tres saltaron sobre Skyler y lo subieron al camión. Skyler hizo el traqueteante trayecto sentado en el suelo, entre los cestos y los sacos de arpillera. La huerta se hallaba a bastantes kilómetros de distancia. Smokey le mostró la mejor forma de llevar al hombro una gran escalera blanca, y una joven mexicana que tenía un pulgar atrofiado le enseñó cómo se arrancaban los melocotones de las ramas. A todos los recogedores les dieron tarjetas numeradas. Cuando llenaban un cesto de una fanega, lo llevaban al capataz, quien inspeccionaba la fruta y hacía una perforación en la tarjeta con un sacabocados. A Skyler le humilló que hasta los niños llenaran más cestos que él. Era un trabajo muy fatigoso que producía un fuerte dolor de espalda; la pelusilla de los melocotones se le pegaba a la piel, de forma que cuando se pasaba un brazo por la frente para enjugarse el sudor, notaba como si un millar de diminutas agujas lo pincharan.
Al final del primer día no les pagaron para que a la mañana siguiente tuvieran que volver a la huerta. Al fin, el segundo día el capataz examinó sus tarjetas y, de mala gana, comenzó a repartir billetes. Eran pequeños pero nuevos, y olían a tinta; nadie puso el menor reparo. Smokey cogió tanto su paga como la de Skyler, pero luego se separaron y el hombre estuvo dos días desaparecido. Cuando regresó, apestando a ginebra, sólo le entregó a Skyler doce dólares.
A la mañana siguiente, Skyler se cambió de ropa y caminó cuatro calles hasta Hill Street. Pasó frente a varios locales, el de la Southern Salvage Company, el de una tienda del Ejército y la Marina y el de Currie's Body Shop, hasta que llegó a dos grandes bidones oxidados que servían de base a un alto mástil del que pendía una bandera norteamericana. Al lado, un cartel azul y naranja anunciaba: Hardee's: donde mejor se come en Valdosta. Y debajo, en letras más pequeñas: «Los domingos, coma en el buffet hasta hartarse.» Pero en aquellos momentos únicamente servían desayunos. Cuando regresó, unas horas más tarde, la camarera insistió en ver su dinero antes de permitirle que se sentara, y Skyler tuvo que poner todo su peculio, monedas incluidas, sobre el mostrador. Lo acomodaron en una mesa individual cercana a la puerta de la cocina. Comió vorazmente y regresó al refugio empachado.
Smokey había vivido mucho y le gustaba contar historias en las que él quedaba retratado como un hombre de mundo. Una noche, tumbado en el camastro y con la vista en el techo, le explicó a Skyler:
– ¿Sabes una cosa? En esta ciudad te dan dinero sólo por marcharte. De veras. Si vas a la comisaría, los policías te acompañarán a la estación de autobuses y te comprarán un pasaje para cualquier sitio al que desees largarte. La única condición es que no se te vuelva a ver el pelo por aquí.
Skyler escapaba de la realidad soñando despierto. Por la noche, tras haber engañado al hambre con los sandwiches de mortadela y mantequilla de cacahuete que daban en el refugio, se tumbaba en su camastro, se tapaba los ojos con el antebrazo y se pasaba las horas muertas evocando recuerdos de la isla. Ni siquiera conocía el nombre de ésta, ni dónde se hallaba, y no quería hablarle de ella ni a Smokey ni a nadie.
Sobre todo, recordaba sus primeros años, cuando la vida era simple, despreocupada y alegre. Pensaba mucho en Raisin, pero no quería pensar en Julia, pues aún le resultaba excesivamente doloroso.
Una noche, los ensueños de Skyler fueron bruscamente interrumpidos. Big Al, el supervisor del refugio, un hombre que iba con el pecho al aire, exhibiendo una enorme tripa y unos gruesos hombros cubiertos de espeso vello, se acercó y golpeó con el pie una de las patas de su camastro.
– Ven conmigo -ordenó.
Skyler se puso en pie, siguió al fornido hombretón hasta su minúscula oficina y se sentó frente al escritorio, sobre el cual había un montón de guías telefónicas, varios trapos y papeles, un tintero y un oso de peluche. De la pared colgaban calendarios de talleres mecánicos en los que aparecían mujeres inclinadas para que se les marcaran bien los pechos, o bien echando hacia adelante la pelvis.
– La verdad es que no lo entiendo -dijo Al, negando con la cabeza.
Skyler se quedó confundido y se dijo que el tono de voz de Al no auguraba nada bueno.
– Venís aquí y abusáis de la hospitalidad sureña.
Skyler lo miró a los ojos, pero lo único que detectó en ellos fue exasperación.
– Supongo que a ti te parece fantástico. El escritor se deja barba y viene aquí simulando ser lo que no es.
Al se retrepó en su sillón y asumió una actitud más reflexiva, como si se dispusiera a dar a su interlocutor una lección.
– Lo que yo digo es que no importa que un hombre sea pobre. Eso no es ningún crimen. Pero lo que no soporto es que un hombre se haga pasar por lo que no es. Sobre todo, que se haga pasar por alguien que se encuentra en una situación peor que la suya. Creo que eso lo convierte en un desaprensivo. ¿Sabes por dónde voy?
Lo único que el desconcertado Skyler atinó a hacer fue negar con la cabeza.
Al se echó hacia adelante y apoyó los codos en el escritorio.
– Cuéntame de qué va la cosa. ¿Estás investigando para escribir un libro? ¿Quieres reunir…? ¿Cómo lo llamáis? Ah, sí, material.
Skyler comprendió que algo tenía que contestar.
– No entiendo nada de lo que dices. No tengo ni idea de a qué te refieres.
– No, claro que no.
Dicho esto, Al cogió un periódico y se lo tiró. Skyler lo cogió y miró la página por la que estaba abierto. Siguió sin comprender.
– Mira la foto -ordenó Al. Era el retrato de un hombre que se parecía mucho a Skyler-. Tengo que admitir que, haciéndote el torpe, casi lograste engañarme. Deberían darte el osear al mejor actor, tengo que reconocerlo. -Miró a Skyler con clara hostilidad y movió la cabeza-: Tienes diez minutos para que recojas tus cosas y te largues.
Y, al cabo de los diez minutos, Skyler se encontró en el callejón, con un pequeño hatillo bajo el brazo.
– Toma -le gritó Big Al-. Llévate este recuerdo de tu viaje por el Sur -añadió arrojándole el periódico a los pies y cerrando de un portazo.
Skyler recogió el periódico. Se llamaba Usa Today. Miró la foto y vio que el retratado, aunque no era exacto a él, se le parecía lo suficiente para que cualquiera lo confundiese. Aparentemente, se trataba del anuncio de un libro recién aparecido. La máscara de la muerte. En el texto se mencionaba Nueva York. Tras leer el nombre del autor, arrancó la página, la dobló y se la metió en el bolsillo. Luego echó a andar en dirección a la comisaría de policía.