Jude llegaba tarde al trabajo. Cuando ya estaba cerca del café de Bashir, se dijo que no tenía ganas de enzarzarse en una interminable charla con el afgano. Estuvo a punto de entrar en una cercana cafetería para comprar allí su café matinal, pero pensó que probablemente el afgano lo habría visto, pues su puesto se hallaba situado de forma que al hombre le fuera posible vigilar a la competencia. Ir a otro local habría constituido una traición y habría abierto una brecha en la relación entre los dos hombres.
– Buenos días, Bashir -saludó.
El otro le sonrió mostrando un diente de oro.
– Buenos días, patrón.
Bashir solía llamarlo así.
El afgano se secó las manos en el delantal, cogió un vaso de cartón, lo colocó bajo la espita del café y empujó la pequeña palanca negra.
– ¿Cómo va todo? -preguntó.
– Muy bien. ¿Y a ti qué tal?
– Estupendamente -respondió, y el atractivo rostro oliváceo pareció nublarse. Bashir se acercó más y se inclinó hacia su cliente-. Patrón… quiero preguntarle algo. -Bajó la voz y, en tono de complicidad, dijo-: ¿Está usted bien? ¿Tiene algún problema?
– ¿Cómo? -preguntó Jude desconcertado.
– ¿Está usted en apuros?
– No, claro que no. ¿Por qué lo preguntas?
– Por nada, por nada.
Bashir vaciló, como si temiera cruzar una invisible línea divisoria.
– Lo que ocurre es que no puedo evitar ver ciertas cosas -dijo al fin.
– ¿Qué cosas?
Bashir hablaba casi en susurros y miraba de un lado a otro, como si estuviera parodiando a un centinela.
– Creo que alguien lo sigue.
– ¡Qué tontería!
– Lo digo en serio. He visto al hombre. Grande, musculoso, con mala pinta. Tiene un mechón blanco en el pelo, como si se lo hubiera manchado de pintura. Es inconfundible.
– ¿Y por qué crees que me sigue?
– Porque lo he visto detrás de usted más de una vez.
Jude se echó a reír tratando de tomarse la cosa a broma.
– Es cierto. Lo sigue a distancia y no se despega de usted.
– Vamos, déjate de historias.
Pero a Jude le bastó echar un vistazo al rostro de Bashir para comprender que no bromeaba y realmente creía lo que estaba diciendo.
Mientras se alejaba con la bolsa que contenía su café, Jude movió la cabeza ante la disparatada idea. Sin embargo, no cabía duda de que el afgano había hablado en serio. Antes de entrar en el edificio del Mirror, se volvió a mirar calle arriba y calle abajo. No vio a nadie. O, mejor dicho, vio a mucha gente, pero a ningún tipo grande y musculoso con un mechón blanco en el cabello.
Sentado a su escritorio de la redacción, Jude tuvo que admitir que estaba algo inquieto. ¿Quién no lo estaría después de enterarse de que alguien lo sigue? Repasó mentalmente las posibles explicaciones. ¿Alguien a quien le sentó mal alguno de mis artículos? ¿El novio o el amante de alguna amiga mía? ¿Un viejo enemigo? No se le ocurrió nadie y decidió que resultaba inútil pensar en ello. Seguro que no ocurre nada. Lo que sucede es que Bashir es un poco… bueno, como es Bashir.
Sería de gran ayuda que le encargasen un trabajo mínimamente decente. Llevaba casi dos semanas sin tener uno, desde lo del cuerpo mutilado de New Paltz. Aquello sí había sido una buena historia, que él investigó con rapidez y escribió divinamente, aunque luego se la hicieran pedazos. Bah, qué demonios… La historia que le había quitado a lo de New Paltz la primera plana no había sido una completa pérdida de tiempo, pues gracias a ella había conocido a Tizzie. Y encontrar a Tizzie era lo mejor que le había pasado en mucho tiempo.
Tras el paseo dominical por Brighton Beach, la acompañó a su apartamento en el West Side y ella lo invitó a la proverbial taza de café. Apenas hubieron dado los primeros sorbos de la bebida, comenzaron a besarse en el sofá. Era evidente que a Tizzie la habían enternecido las confidencias de Jude. Cuando hicieron el amor, se mostró apasionada y receptiva, pero, pese a ello, a Jude le dio la sensación de que la joven no deseaba entregarse del todo. En cuanto a él, se sentía excitado como un adolescente, pero no quiso pedirle más, pues Tizzie le importaba demasiado y no quería cometer errores. Quería que todo ocurriese suave y naturalmente.
Tras un cálido buenas noches, al día siguiente volvieron a verse y estuvieron recorriendo los bares de Greenwich Village. Aquella noche iban a volver a encontrarse. Para Jude, tres citas en el espacio de una semana era todo un récord.
Vio que los jefes de sección estaban conferenciando y decidió investigar de nuevo la historia de New Paltz, por si había ocurrido algo digno de un seguimiento.
Se dispuso a llamar a Raymond La Barrett, un agente del FBI que era una de sus mejores fuentes de información policial; a decir verdad, era su única fuente de información policial. Jude no hacía buenas migas con la policía ni con los federales. Conoció a Raymond tres años atrás, mientras efectuaba la investigación previa para un reportaje sobre los diez narcotraficantes más poderosos de Nueva York, tipos que se dedicaban al negocio de la droga más o menos descaradamente. La cooperación entre ambos fue intensa y exigió confianza por ambas partes. Sorteando las leyes antidifamación, Jude logró decir en el reportaje sobre los narcotraficantes lo suficiente para que a la policía no le quedara más remedio que intervenir. A consecuencia de ello, se formularon cargos contra seis personas y hubo cuatro condenas. Jude y Raymond lo celebraron tomándose unas copas en McSorley's y, a partir de entonces, trabaron una relación de trabajo que hasta el momento había resultado ventajosa para ambos.
Raymond era ocho años mayor que Jude y, valiéndose de ello, le llamaba chico. Hasta el año pasado, cuando el agente del FBI fue trasladado a Washington y puesto al frente de una división que recibía el torvo nombre de Operaciones Especiales, los dos hombres se veían una vez cada dos meses, y en un par de ocasiones hasta fueron de pesca. Trabajaron juntos en varios reportajes e incluso desarrollaron una especie de clave telefónica para concertar las reuniones: si uno de ellos decía «¿Qué tal unas cervezas?», ésa era la señal. Alternaban el lugar de encuentro, una vez se veían en un bar cerca del apartamento de Jude, y a la siguiente en un bar cerca de la casa de Raymond. «Es tan simple, que ya verás cómo funciona», comentó Raymond cuando acordaron la clave.
Jude se sabía el número telefónico de memoria.
– Operaciones Especiales.
La secretaria de Raymond respondió a la llamada y lo comunicó inmediatamente con su jefe.
– ¿Sí?
– Raymond, soy Jude.
– ¿Cómo te va, gran hombre?
– Estupendamente. ¿Y a ti?
– Bien. ¿Todavía trabajas para el periodicucho de siempre?
– Más o menos. Y supongo que tú sigues desperdiciando el dinero de los contribuyentes.
– Sí, mi distracción favorita es tirar puñados de billetes al váter. Bueno, ¿qué tripa se te ha roto?
– Pensé que tal vez podrías echarme una mano con un extraño caso de homicidio que tuvimos por aquí hace un par de semanas.
– Ya sabes que en esos asuntos no intervenimos, son cosa de las policías locales. A no ser que haya otras implicaciones, claro.
– Puede haberlas. A decir verdad, estoy en un impasse y a lo mejor tú puedes sacarme de él.
– Adelante, dispara -repuso Raymond, aunque no sonó muy convencido.
– Ocurrió en una pequeña población llamada Tylerville, cerca de New Paltz. Descubrieron un cadáver que aún no ha sido identificado. Tenía el rostro destrozado y le habían borrado todas las huellas dactilares menos una.
– ¿Y qué te parece extraño?
– Bueno, yo nunca había visto nada así.
– Ah, ¿pero lo viste?
– Sí. El forense me permitió presenciar la autopsia. Prácticamente, embalsamé al tipo.
– Cristo bendito, qué cosa tan desagradable.
– Para desagradable, lo que le hicieron al cuerpo.
– Aparte de destrozarle la cara y quemarle las huellas dactilares, ¿qué más le hicieron?
– En la parte interior del muslo izquierdo tenía un boquete del tamaño de una moneda de medio dólar.
– Vamos, no me vengas con ésas. Hace más de veinte años que no veo una moneda de medio dólar.
– ¿Quieres las medidas exactas? -preguntó Jude comenzando a hojear su cuaderno de notas.
– ¿Qué es lo que suena? -quiso saber Raymond.
– Nada. Estoy repasando mis notas.
– O sea que el tipo no sólo te dejó presenciar la autopsia, sino que también te permitió tomar notas. ¿Cómo se llama ese forense?
– Se apellida McNichol. No sé cuántos McNichol.
– Norman McNichol.
– Exacto. ¿Cómo lo sabías? ¿Lo conoces?
– ¿Que si lo conozco? Todo el mundo lo conoce. Es un chiflado. El sacamantecas de Ulster County. -Raymond bajó la voz y añadió-: Entre tú y yo, te aconsejo que no te fíes de él. Es un chiflado de campeonato, y lo más probable es que cualquier pista que te dé resulte luego ser falsa.
– Aquí lo tengo. El orificio medía exactamente 3,6 centímetros de diámetro. Era casi perfectamente circular.
– ¿Y eso qué demuestra? ¿Que lo abrieron como si fuera una botella de vino?
– McNichol sospechaba que lo hicieron para eliminar una marca de nacimiento.
– Sí, ésas son las cosas que a ese tipo se le ocurren. Atiende, chico, el orificio podía deberse a cualquier motivo. Una herida anterior, un accidente mientras transportaban el cadáver… Yo no pensaría dos veces en ello.
– ¿Podría ser un crimen de la mafia?
– Es posible. ¿Cómo demonios vamos a saberlo? Si le hubiesen cortado el pito y se lo hubieran metido en la boca, te diría que habías tropezado con algo importante. Pero… ¿un agujerito en el muslo? Eso no es nada.
– ¿Te importa investigarlo en vuestros archivos, a ver si en ellos aparece algo similar?
– De acuerdo, pero no te hagas ilusiones. Cualquier cosa en la que McNichol ande metido tiene muchas posibilidades de ser una perfecta majadería.
– Gracias. Eso es lo que necesito en estos momentos, ánimos.
– Dime una cosa, chico. ¿Estás grabando esta conversación?
– Ya sabes que sí. Hacerlo forma parte del procedimiento habitual que sigo en todos mis trabajos.
– Pues maldita la gracia que a mí me hace tu procedimiento, así que deja dé grabar.
– De acuerdo, la próxima vez estaremos solos tú, yo y el encargado de escuchar tus conversaciones.
– Muy gracioso, chico. Espera mi llamada.
– Hasta la vista.
– Ciao.
La comunicación quedó interrumpida.
El atónito Jude no pudo por menos de preguntarse si no lo habría entendido mal. Quitó el cable de escucha del receptor, sacó el magnetófono del cajón, se puso un auricular y rebobinó la cinta. Tras varios intentos, encontró lo que buscaba. La voz de Raymond sonó en su oreja.
– Aparte de destrozarle la cara y quemarle las huellas dactilares, ¿qué más le hicieron?
Qué cosa tan extraña, se dijo y, para cerciorarse, reprodujo la cinta desde el principio. En ningún momento le conté que hubieran quemado las huellas dactilares del cadáver. Sólo le dije que se las habían borrado.
Se encogió de hombros. Quizá Raymond lo hubiera adivinado por casualidad. Pero, ciertamente, Jude no se sentía nada cómodo con los misterios que, uno tras otro, surgían a su alrededor.
Jude se envolvió en una bata estampada comprada en El Corte Inglés de Madrid, se calzó unas sandalias de suela de esparto procedentes de una tienda de artículos eritreos del Villa-ge, y se fue a la nevera a por más vino. Se sentía de maravilla.
Esta vez en la cama les había ido aún mejor. Tizzie se había mostrado de todo menos contenida. Fogosa y ardiente, sacudió el largo cabello de tal modo que en un par de ocasiones azotó con él el rostro de Jude. Él, por su parte, se abandonó totalmente a la pasión, olvidándose de todo menos de su cuerpo y de el de ella, moviéndose y reaccionando al mismo ritmo. Movió la cabeza sin dar crédito a la intensidad de sus sentimientos. Cogió una botella mediana de Chablis con una mano y dos copas con la otra.
Qué cosas. Hacía años y años que no lo pasaba tan bien en la cama.
Cuando regresó al dormitorio encontró a Tizzie erguida, en actitud de esfinge, con la espalda apoyada en la cabecera de la cama. Jude fue junto a ella y sirvió dos copas. Cuando Tizzie alargó el brazo para coger la suya, la manta que la cubría resbaló dejando al descubierto los pechos, pequeños, redondos y con los pezones erectos. Jude asintió con la cabeza aprobador y alzó su copa en brindis.
– Por tu buen aspecto, muñeca.
Ella alargó una mano, le desanudó el cinturón y le abrió la bata. Mirando su desnudez, le devolvió el brindis:
– Y por el tuyo, Louie. Esto podría ser el principio de una bonita amistad.
Jude sonrió, rodeó la cama y se sentó junto a ella. Tizzie le preguntó por los objetos que adornaban la habitación, y él le explicó de dónde había sacado cada uno y qué le había hecho elegirlo. Había pinturas, pequeñas esculturas y cachivaches comprados en mercadillos. Ella manifestaba curiosidad e interés, y a él le encantaba darle explicaciones. Volvió a tomar conciencia de lo a gusto que se sentía junto a Tizzie. Pero no pudo por menos que reconocer que aquélla no era la íntima charla poscoital que había anticipado.
– ¿Y qué me dices de eso? -preguntó Tizzie señalando hacia el armario entreabierto, en cuyo interior había un negligé negro de Betsy.
– Eso no es más que el vestigio de algo que probablemente nunca debió empezar y que, de todas maneras, ya ha terminado.
– No creas que estoy celosa, porque no lo estoy.
– ¿Ah, no?
– No.
Tizzie dio un sorbo a su vino y comentó pensativa.
– Esa chica debía de estar auténticamente enfadada si no regresó a recogerlo.
– Pues sí, contenta no estaba.
– Lo de ir dejando por ahí la ropa de una es una mala táctica. Nunca sabes quién terminará poniéndosela. Podría ser yo, por ejemplo.
– Si te apetece, por mí no te prives -dijo él.
– El negligé no es tuyo, así que mal puedes darme permiso.
El tono había sido de reprensión, y Jude, en vez de contestar, pasó un brazo en torno a Tizzie. Con la mano libre, acarició el cuerpo de la joven siguiendo sus curvas y contornos, hasta que de pronto encontró algo, una especie de costurón. Retiró la manta y miró el costado de la muchacha, donde había una larga y pálida cicatriz.
– ¿Qué es esto? -preguntó.
– Una operación.
– Eso ya lo imagino. ¿Qué clase de operación?
– Hace muchos años, estuve enferma y perdí un riñón.
– ¿Un riñón? ¿Y cómo fue?
– Tuve una mala reacción a un antibiótico que me administraron. Se llama gentamicina y es bastante corriente. Se utiliza para las infecciones urinarias, que era lo que yo tenía. Pero resulta que en casos muy contados tiene efectos nefrotóxicos y acaba con los riñones. Así que me trasplantaron uno.
– Cristo.
– No tiene importancia. Sucedió hace mucho. Ya ni siquiera pienso en ello. Incluso me gusta la cicatriz.
– A mí también me gusta -dijo él, y se inclinó para besarla.
Después de otra copa y de un nuevo rato de charla, Jude advirtió sorprendido que volvía a estar excitado. Excitado como llevaba tiempo sin estarlo. Alargó el brazo para acariciar la espalda de su compañera. Ella, tras unos momentos, respondió al avance colocándose encima de él e hicieron el amor otra vez.
Después, Jude quedó con la vista en el techo recordando los acontecimientos del día. Pensó en comentarle a Tizzie la extraña advertencia de Bashir y la conversación telefónica con Raymond, pero ahora todo aquello le parecía una nadería, pues lo que le estaba ocurriendo en esos momentos era muchísimo más importante.
Tomó a Tizzie entre sus brazos, pero ella, al cabo de unos momentos, se soltó del abrazo y le dijo que en aquella posición no le era posible dormir.
A la mañana siguiente, viernes, Jude tuvo un encuentro con Jenks Simmons.
Simmons era uno de esos tipos insufriblemente jactanciosos que hay en todos los periódicos, y que presumen de estar al corriente de todo cuanto ocurre, pero no en Bosnia, ni en el Ayuntamiento, ni en otros puntos críticos del mundo, sino en la propia redacción. No vivía para las noticias, sino para los chismes. Se decía de él que a veces, en sus artículos, omitía detalles clave -como que la policía sabía que el asesino era varón porque habían encontrado una ensangrentada huella dactilar en la parte inferior de la tapa del váter-, ya que prefería reservarse tales detalles para las tertulias de sobremesa. Le gustaba ser el centro de la atención. Para empeorar las cosas, y para aumentar la antipatía general que su persona inspiraba, Simmons tenía talento.
Se tropezó con él en la puerta de los servicios de caballeros cuando Jude salía y Simmons entraba.
– Bueno -dijo Simmons con una sonrisa de suficiencia-, ahora ya sabemos por qué te encargaron a ti el reportaje sobre los gemelos.
– ¿Cómo? ¿A qué te refieres?
Pero Simmons ya había desaparecido en el interior del baño, así que Jude tuvo que esperarlo fuera, en el concurrido pasillo de la redacción. La espera fue larga, tanto que el hombre comenzó a pasear de arriba abajo, cosa que, generalmente, bastaba para que por la redacción comenzara a rumorearse que un reportero estaba teniendo dificultades con uno de sus trabajos.
Al fin, Simmons salió de los servicios y sonrió satisfecho al ver que Jude seguía allí. A Jude no le importó, pues necesitaba averiguar qué era lo que Simmons sabía.
– Explícame de una vez a qué te referías.
– ¿A qué me refería? -preguntó Simmons simulando no entender.
– Lo que comentaste de los gemelos. ¿Qué demonios quisiste decir?
– Simplemente que está clarísimo por qué te encargaron a ti el trabajo. Fue porque tú mismo tienes un gemelo.
Jude se quedó totalmente desconcertado y sin saber qué decir.
– Y, si no tienes ningún gemelo -siguió Simmons-, entonces, debías de ser tú mismo el que ayer estaba en Central Park buscando comida en los cubos de basura. Al menos eso cuenta Helen, la que trabaja en Inmobiliaria. Dijo que el tipo se parecía mucho a ti. Salvo, naturalmente, por la forma de vestir, porque parece que el individuo carecía de tu proverbial elegancia y distinción. También dijo que el hombre… y parto de la base de que no eras tú, porque generosamente te concedo el beneficio de la duda…
– Simmons, como no hables más claro, te voy a borrar esa sonrisa de los labios…
– Vale, vale. Cálmate. Lo que Helen comentó fue que el tipo tenía un aspecto patético. «Parecía un perro apaleado», fue la expresión que usó.
Jude lo miraba con cara de pocos amigos, como si estuviera pensando en emprenderla a golpes con él.
– Bueno, no te sulfures. No era tu gemelo. Pero te conviene saber que por ahí anda alguien que se parece mucho a ti.
Jude dio media vuelta y comenzó a alejarse, pero Simmons lo hizo volverse con un último comentario:
– Bueno, ¿qué? ¿Merecía esperar por la noticia o no?
Al mediodía, Jude se encontró con Betsy en la cafetería. Él acababa de terminar sus espaguetis cuando la vio pagar en caja y dirigirse con su bandeja hacia lo que, con claro eufemismo, recibía el nombre de comedor. Clavó la vista en su postre, pero ella lo vio y fue a sentarse frente a él. La sonrisa que había esbozado Jude no tardó en borrarse, pues el interés que vio en el rostro de Betsy lo dejó desconcertado.
– Jude… ¿te encuentras bien? O sea… Supongo que si te ocurriese algo malo, me lo dirías, ¿no?
La mujer sonreía de oreja a oreja. Sólo la noticia de que él se había colgado de una viga le habría producido una satisfacción mayor.
– Sí, claro que me encuentro bien.
No preguntó a qué venía el interés, pues le daba la clara sensación de que, de todas maneras, Betsy se lo explicaría.
– Circulan extraños rumores sobre ti. Según Simmons, vagas por las calles como un mendigo y buscas comida en los cubos de basura. Si el que hacía todo eso no eras tú, era alguien que se te parece. ¿Qué te sucede?
De pronto, a Jude se le ocurrió que tal vez Betsy pensara que ella misma era la causa de sus miserias… que él había sido víctima del amor. Eso justificaría el brillo de satisfacción que relucía en los ojos de la mujer.
– Helen -dijo Jude.
– ¿Cómo?
– Helen, la de Inmobiliaria. Al parecer, vio a alguien que se parece a mí y es Helen la que ha ido contando esas historias. Lamento defraudarte, Betsy, pero la verdad es que no tengo ni idea de lo que ocurre.
– Ya -respondió ella, arrugando la nariz como si acabara de ver a Jude rebuscando en un cubo de basura.
Normalmente, Jude no hubiera hecho caso de las habladurías. Pero lo cierto era que estaban consiguiendo ponerlo nervioso. Experimentaba una vaga sensación de ansiedad. Todo había comenzado con aquella inquietante charla con Bashir. Un hombre con un mechón blanco en el cabello. El pequeño afgano parecía tan seguro de lo que decía… Y ahora aquellos rumores de que él tenía un doble. ¿Qué demonios estaba ocurriendo?
Jude no utilizaba con facilidad el término paranoico. Siendo un purista en lo referente al uso del lenguaje, consideraba que la palabra se utilizaba con excesiva frecuencia. Sin embargo, si alguien le hubiese preguntado cómo se sentía, y si él hubiera contestado a la pregunta con sinceridad, su respuesta habría sido: «Paranoico.»
Durante el fin de semana, el domingo, Tizzie y él tuvieron su primera pelea.
El sábado por la noche estuvieron en un restaurante de la Tercera Avenida. Durante toda la cena Tizzie se mostró distante y distraída. En cierto momento, Jude advirtió que su compañera miraba algo por encima de su hombro y también notó que, antes de apartar la vista, hizo un gesto de sorpresa. Jude se volvió y, a través de la ventana, le pareció ver a alguien, quizá un hombre, o tal vez sólo una sombra, fundiéndose con la oscuridad. Tizzie no le dio importancia al incidente y dijo que no había sido nada, sólo un hombre de horrible aspecto que miraba hacia el interior del local. Poco después, salieron del restaurante.
A la mañana siguiente, Jude se sintió indispuesto y decidió quedarse en la cama. Tizzie acudió al apartamento, utilizando para entrar la llave que él le había dado hacía poco. Para Jude eso fue indicio de que habían llegado a un punto crucial en su relación, mientras que ella consideró que simplemente era una cuestión de comodidad. A él, por su parte, y aunque se abstuvo de comentarlo, le dolió que ella no le hubiera dado una llave de su propio apartamento.
Jude tenía unas décimas y Tizzie se metió en la cocina para prepararle sopa y té. Cuando ella le llevó la comida, él no quiso tomar nada. Entonces Tizzie trató de ponerle el termómetro y él no quiso. Le puso otra manta y Jude se la quitó. Todos aquellos cuidados, aquella solicitud tan femenina, no lograron sino fastidiarlo.
– Lo único que necesito es que me dejen en paz -dijo de forma casi grosera.
Tizzie respingó y por su rostro cruzó una expresión dolida que inmediatamente se convirtió en enfado. La joven giró sobre sus talones y salió del apartamento dando un portazo.
¿Por qué demonios había tenido que portarse de aquel modo?, se reprendió Jude.
Más tarde la llamó para disculparse. Pareció que aceptaba la disculpa, pero su tono siguió siendo frío, lo cual era intranquilizador. A Jude le inquietaba lo mucho que Tizzie había llegado a importarle. Se conocían desde hacía menos de dos semanas, y él -cosa absolutamente insólita-, ya se preocupaba por ella más que por sí mismo. Se dijo que tal vez eso se debiera a que Tizzie le gustaba demasiado y, a causa de ello, le costaba aceptar sus cuidados.
Por primera vez se sentía cómodo con una mujer, era capaz de hablar y actuar con sinceridad y abandonar las poses que había adoptado con otras. Descubrió, no sin cierta sorpresa inicial, que a ella parecía gustarle él, y no la imagen de él que ella se había forjado, y le encantaba la fluidez que eso daba a la relación entre ambos. Quizá Tizzie consiguiera que se abriese totalmente a ella, cosa que otras muchas mujeres habían intentado antes en vano.
Pero… ¿eran recíprocos tales sentimientos? Aquélla era la gran pregunta. A él le parecía que las cosas iban viento en popa. Por él, comenzarían inmediatamente a vivir juntos, pero no se atrevía a proponérselo por temor a que ella no aceptase. En Tizzie había algo misterioso que quedaba fuera del alcance de Jude, y éste temía que su interés por él no tardara en desvanecerse.
Haz frente a la realidad, se dijo, tú estás más colado por ella que ella por ti. Quería saberlo todo acerca de Tizzie: cómo fue su niñez, dónde pasó sus vacaciones, qué tal día había tenido, qué estaba pensando. Pero ella no parecía dispuesta a dar explicaciones. Se había producido una especie de inversión de papeles, pues antes el acusado de ser inescrutable solía ser él.
Y ahora estaba a punto de comenzar una nueva semana y Tizzie estaba de viaje y ni siquiera le había dicho adonde había ido. Se reprendió de nuevo por estar actuando como un idiota. Se prometió que, cuando Tizzie volviera, se mostraría especialmente solícito con ella.
El lunes, ya casi repuesto, Jude dedicó el día a hacer promoción de su libro.
Seguía sintiéndose un poco perplejo por el éxito de La máscara de la muerte, un éxito que en gran medida se debía a la gran cantidad de publicidad que la novela había recibido. La editorial, que, por cierto, era otra de las empresas de Tibbett, había llegado al extremo de enviar por correo pequeñas máscaras blancas de la muerte a los principales críticos. Jude tenía que reconocer que aquel alarde publicitario lo tenía impresionado.
Durante el día concedió entrevistas a diversos colegas. Hacerlo le resultó fatigoso, ya que estaba acostumbrado a formular preguntas, no a contestarlas. Además, le molestaba darse cuenta de que en todas las entrevistas caía en la misma palabrería. Cuando escuchaba sus declaraciones grabadas, reconocía las palabras y recordaba haberlas pronunciado, pero la voz le parecía la de un extraño. Era como contemplar su foto en los anuncios de prensa; cuando la vio por primera vez, su reacción fue extraña. Le pareció que la foto era de un desconocido, de alguien casi totalmente ajeno a él.
Caramba, se dijo, procura tranquilizarte.
Por la tarde tuvo que ir a firmar ejemplares de su novela en la librería Words Ink del SoHo. Fue un auténtico desastre. Jude llegó tarde porque estuvo atrapado durante veinte minutos en el sofocante y oscuro interior del tren número 6, que se quedó detenido en un túnel, entre dos estaciones. Por el sistema de megafonía se anunció a los pasajeros lo que éstos ya sabían: que el tren había sufrido un retraso. Jude salió del metro en Astor Place, y en aquel preciso momento comenzó a caer un auténtico diluvio.
Corrió hasta la librería y llegó jadeando, con el cabello pegado a la cabeza y la ropa empapada. La encargada, una cincuentona huesuda que llevaba el pelo recogido en un pequeño moño, lo recibió con un apretón de manos y una sonrisa forzada. Cerca de la ventana habían colocado un escritorio con el tablero cubierto de cuero sobre el cual había un montón de ejemplares de La máscara de la muerte. A un lado había un cartel en el que aparecía su retrato y la ubicua máscara blanca. A la izquierda del escritorio se veía un buffet con una fuente de galletas saladas y otra con pedacitos de queso. Junto a ellas, varias botellas verdes de vino y un batallón de vasos de plástico. A Jude le bastó un vistazo para darse cuenta de que había muchísimos más vasos que público.
La encargada le siguió la mirada y adivinó lo que estaba pensando.
– Por lo general, no tenemos firmas de… -titubeó la mujer buscando la palabra adecuada- de libros como el suyo.
La frase sonó a acusación y, por si no había quedado suficientemente claro, el siguiente comentario de la mujer disipó cualquier duda:
– Los de nuestra oficina central insistieron mucho en que usted firmase ejemplares aquí.
Jude aún estaba tratando de contestar algo ocurrente cuando la mujer lo tomó por el brazo y lo condujo hacia el escritorio.
– ¿Por qué no se sienta aquí? -preguntó en el oficioso tono de una maestra recibiendo en su clase a un nuevo alumno.
– Un vaso de vino me vendría bien para calmar los nervios.
Dado que ella me trata como si yo fuera Jeffrey Archer, se dijo Jude, no tengo por qué no comportarme como si fuera Dylan Thomas.
– Desde luego. Ahora se lo traemos.
Jude se preguntó por qué la mujer usaba el plural. Aparte de ellos dos, en el local sólo había otro empleado y unos cuantos compradores en la sección de libros de viaje y biografías. Aquello era la pesadilla de cualquier autor hecha realidad: un montón de libros por vender y nadie a quien dedicárselos. Apuró el vino de un trago y tendió el vaso de plástico para que se lo volvieran a llenar. La mujer torció el gesto y fue con el vaso hasta el buffet.
Jude colgó del respaldo del sillón la chaqueta mojada y se sentó al escritorio, que era de caoba y tan cómodo que casi le dieron ganas de ponerse a escribir algo, quizá a mano y con una pluma de ave. Deseó que apareciera algún comprador para dedicarle unos renglones bien floridos. En la calle seguía lloviendo a mares. Cogió un libro de la parte alta de la pila, abrió una página al azar y comenzó a leer. El texto le pareció enrevesado y torpe, así que volvió a dejar el libro donde estaba, y se bebió otro vaso de vino. Esta vez, fue él mismo al bufé a llenárselo de nuevo. Al regresar al escritorio cogió de un estante un ejemplar de Trampa 22.
Una joven que llevaba una trinchera verde con el cinturón hecho un nudo se acercó al escritorio, miró el póster, a Jude, y de nuevo el póster.
– Sí, soy yo -dijo él, con una sonrisa.
– ¿Quiere decir que es usted escritor?
– Pues sí.
– ¿Y qué clase de escritor es usted?
Jude no esperaba esa pregunta y respondió lo primero que se le vino a la cabeza.
– Popular. Escribo para las masas.
– Ya.
La joven cogió un libro y lo hojeó con el entrecejo fruncido. Jude trató de adivinar qué significaba el ceño, ¿interés o desdén? Luego vio con asombro que la mujer iba con la novela hasta la caja, la pagaba y volvía para que se la dedicase.
«Jude Harley -escribió él con florida caligrafía-. El pueblo vencerá. Aprovechad el día.»
– Tiene usted un nombre muy raro.
– Es la abreviatura de Judas. Me lo pusieron por Judas Priest, la banda de heavy metal. Mi madre era fanática del rock.
Tras dirigirle una desconcertada sonrisa, la joven cerró el libro y salió del local cerrando la puerta suavemente a su espalda. Jude bebió otro vaso de vino. Se sentía de maravilla. Judas Priest. Tenía que volver a gastar aquella broma.
Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, por la librería desfilaron una docena de personas, y tres de ellas compraron su libro. Entre venta y venta, Jude hojeó Trampa 22 y asumió una afectada actitud de poet maudit. Con todo el vino que había bebido, se sentía en la gloria.
Y de pronto se produjo un insólito suceso. Un autobús de turistas estacionó en la calle, y la librería fue invadida por un tropel de personas que huían de la lluvia y que reían y charlaban con fuerte acento del Medio Oeste. El grupo apenas cabía en la tienda. En cuanto los turistas lo vieron sentado al escritorio se acercaron con una mezcla de curiosidad y cautela, como si fuese un animal exótico.
– Vaya, fijaos en esto -dijo un caballero que llevaba gafas sin montura.
Jude sonrió inseguro.
Una mujer de cabello entrecano hizo que dos amigas suyas se colocaran a su lado y les tomó una fotografía. El flash de la cámara cegó momentáneamente a Jude.
Después de hacer la foto, la mujer se acercó al escritorio, cogió un libro y lo sopesó como si fuera un pepino.
– ¿De qué va esto, joven? -preguntó.
– De Nueva York en los noventa -respondió Jude tras pensarlo unos momentos-. Las criaturas de la noche, los bares, el bajo mundo. La vida en el interior del vientre de la Bestia.
– ¿Hay sexo y violencia?
– Un poco.
– ¿Un poco, de qué?
– De cada cosa.
– Vendido -proclamó la mujer en tono de subastadora, y sus acompañantes se echaron a reír.
En torno al escritorio no tardó en formarse un nutrido corrillo y fueron muchas las manos que se alargaron hacia los libros. Jude comenzó a firmar como un poseso, charlando, dando respuestas ingeniosas, preguntando los nombres de pila, escribiendo «para Vicky», y «para Hermán», y «para Babe», y «con mis mejores deseos», y «afectuosamente», y «con recuerdos de Nueva York», e incluso reproduciendo alguna que otra cita de Trampa 22.
Y entonces miró accidentalmente hacia la ventana.
La lluvia se había convertido en un auténtico diluvio que inundaba de agua las calles. Era como mirar hacia fuera a través de una cascada, todo parecía difuminado y borroso, como un cuadro impresionista. De pronto, en el centro del cuadro apareció un rostro. Jude se quedó petrificado al verlo. Una voz interior le dijo que aquella imagen difusa iba a ser de trascendental importancia para él. Aguzó la vista. Era un hombre, empapado y con la espalda encorvada. Bajo la lluvia, la figura se acercó más al escaparate y sus facciones se concretaron. Jude se quedó boquiabierto. El rostro del hombre era idéntico al suyo. Se sintió como si se estuviera mirando al espejo. La cara era, quizá, algo más joven, pero resultaba difícil decirlo, porque su propietario iba sin afeitar y estaba desencajado y macilento. Los ojos de ambos se encontraron por un instante, y a Jude le pareció advertir un brillo de reconocimiento en las pupilas del vagabundo. Luego el hombre dio media vuelta y su imagen volvió a difuminarse. Terminó desapareciendo tan rápidamente como había aparecido.
Jude saltó del sillón y corrió a la puerta. No logró abrirla inmediatamente y por el rabillo del ojo vio que la encargada iba hacia él. Al fin consiguió abrir y salió a la lluvia. En cuanto lo hizo se quedó calado hasta los huesos. Miró en todas direcciones, pero no vio a nadie. Corrió calle arriba, se detuvo, dio media vuelta y corrió en la dirección opuesta. Pero fue inútil; la aparición se había esfumado. Permaneció largo rato metido en un portal, tratando de dilucidar qué hacer.
Cuando volvió a la librería, los turistas, que ya estaban marchándose, lo miraron con recelo. Permaneció bajo la lluvia hasta que todos hubieron salido y entró de nuevo en el local. La encargada estaba jugueteando con uno de los botones de su blusa. Jude se dirigió al escritorio, recogió su chaqueta y se quedó de pie frente a ella, sobre un pequeño charco de agua. Murmuró una lacónica disculpa, pues estaba demasiado desconcertado para extenderse más y descubrió que la mujer lo miraba con auténtica simpatía.
Jude caminaba ofuscado por la oscura estación de metro de Times Square. Encima se hallaba «la encrucijada del mundo», el lugar en el que uno podía encontrarse con cualquier persona de cualquier lugar. Pero ningún encuentro podía compararse con el que acaba de tener, pues se había encontrado consigo mismo.
En el SoHo comió algo y se bebió tres tazas de café para contrarrestar los efectos del vino. Sentado en la cafetería, no lograba olvidar aquella imagen. Era una imagen que llevaba toda su vida viendo: la de su propio rostro. En ciertos momentos, la recordaba con toda nitidez, era como si su propia imagen hubiera salido del interior de un espejo para agarrarlo por el cuello. Lo que más le había impresionado eran los ojos. Durante el milisegundo en que los miró, le pareció contemplar los recovecos de su propia alma.
Sin embargo en otros momentos casi lograba convencerse de que estaba confundido, de que se había puesto casi frenético a causa de un simple vagabundo que se había acercado al escaparate atraído por las luces del local. Eso era todo. Y, además, había que tener en cuenta el vino, el nerviosismo, la embriagadora sensación que le había producido el firmar tantos libros en aquella extraña librería dickensiana. ¿Le habría echado la encargada alguna droga en el vino? Era posible, pero no probable. Jude conocía los efectos que tenían los alucinógenos, y no se parecían en nada a lo que él había experimentado. Cuando vio al vagabundo estaba ligeramente achispado, pero en posesión de todas sus facultades mentales. Y luego, naturalmente, estaba lo que había contado Helen; sin duda, ella había visto al mismo hombre que él.
Al salir de la cafetería se dirigió hacia el metro, y ahora se hallaba en uno de los túneles de la estación de Times Square. A la izquierda había unos jóvenes charlando cerca de una fila de cabinas telefónicas. A la derecha, al otro lado de un pasillo tachonado de negras manchas de chicle, había un quiosco de prensa atendido por un pakistaní. Un gran montón de ejemplares sin vender del Mirror se alzaba junto a otros montones mucho más pequeños de periódicos rivales.
Se dirigió hacia el andén de la línea del East Side caminando por entre la densa masa de viajeros. Cuando llegó el tren, subió a un vagón atestado. Todos los asientos estaban ocupados por exhaustos viajeros de todas las razas y colores. Totalmente rodeado de cuerpos sudorosos, Jude se agarró a una de las correas que colgaban de una barra del techo. El tren se puso en marcha con fuerte sacudida.
– Dispense -murmuró mecánicamente la mujer que acababa de pisarle el pie izquierdo con su fino tacón.
Alzó la vista hacia los paneles situados en la parte alta de los laterales del vagón: anuncios de ópticas, de remedios para las hemorroides, de centros de cirugía estética. A su lado, alguien llevaba puestos unos auriculares de los que emanaba música de rock punk. Dejó vagar la mirada sobre el mar que formaban las cabezas de los pasajeros y, por la portezuela del fondo, alcanzó a ver el interior del siguiente vagón.
Entonces vio al hombre corpulento y musculoso, con un mechón blanco en el cabello. El tipo tenía una expresión desagradable y amenazadora, y Jude tuvo la certeza de que tal expresión iba dirigida a él. Pero… ¿por qué? Él jamás lo había visto. Por un momento, los ojos de ambos se encontraron. Luego el desconocido bajó la mirada y se volvió dándole la espalda. Jude miró apresuradamente a su alrededor y volvió a dirigir la vista hacia el otro vagón. El tipo del mechón tenía la espalda encorvada y oscilaba al compás de los traqueteos del tren, moviendo los hombros como un boxeador. La gente que lo rodeaba se mantenía a prudente distancia de él.
Jude cerró fuertemente el puño en torno a la correa. Notaba el pulso acelerado y un gran peso en el estómago. Escrutó a los pasajeros que lo rodeaban. Nadie se fijaba en él, nadie le prestaba la más mínima atención. Trató de pensar con claridad. El mechón blanco, el mismo detalle que Bashir había mencionado. ¿Podía tratarse de una coincidencia? Sin duda, en una ciudad tan enorme… Y, de todas maneras, nada malo podía ocurrirle en un vagón de metro atestado.
Contuvo el aliento, ladeó ligeramente la cabeza y volvió a mirar a través del cristal de la portezuela trasera. Me está mirando. El desconocido volvió a apartar la vista. El mechón blanco de su cabeza parecía una mancha de pintura.
Su instinto le dijo que lo mejor era huir. Soltó la correa y comenzó avanzar entre los pasajeros en dirección al vagón anterior al suyo. Tuvo que abrirse paso a base de codazos y empujones.
– Eh, hijoputa, ten cuidado.
La gente rezongaba, torcía el gesto, lo miraba mal.
Llegó a la puerta que conducía al vagón delantero, donde se apoyaba una vieja. Jude, prácticamente, la alzó en vilo y la apartó. Luego asió el tirador metálico de la puerta, que tras ofrecer una ligera resistencia, cedió. Salió por la puerta y recibió el azote de una fortísima corriente de aire caliente y el estrépito de las ruedas metálicas sobre las vías. La puerta se cerró a su espalda. Ahora Jude se hallaba en inestable equilibrio entre dos traqueteantes vagones, con el pie derecho en uno y el izquierdo en otro. En la penumbra, tanteó en busca del tirador de la otra puerta hasta que al fin lo encontró. Lo sujetó con ambas manos y lo hizo girar de un lado a otro hasta que saltó el pestillo y la puerta se abrió.
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Cuando se volvió a mirar hacia atrás, vio rostros que lo miraban con extrañeza e irritación, pero no alcanzó a divisar al desconocido del mechón. Tenía frente a sí un auténtico muro humano, pero no se achicó. Inclinó la cabeza, embistió contra el muro y, retorciéndose y dando codazos, comenzó a avanzar entre los sudorosos pasajeros. La gente se apartaba alarmada. En el mismo momento en que llegó a una de las puertas de doble hoja del vagón, el tren se detuvo. Las puertas se abrieron y Jude saltó al andén y echó a correr sin volver la vista atrás ni una sola vez.
Siguió corriendo y sorteando a los pasajeros que iban hacia él. Abandonó el andén, pasó bajo la escalera que ascendía hasta Grand Central y se metió por el túnel que conducía a la línea de la avenida Lexington. El pasillo estaba sorprendentemente desierto y el quiosco de prensa, situado en uno de sus extremos, tenía el cierre metálico echado. Jude oía el eco de sus propios pasos y el sonido de su agitada respiración. Aflojó el paso y miró hacia atrás. Nadie lo seguía; sólo vio media docena de pasajeros que caminaban con paso cansino. Frente a sí no había absolutamente nadie, y el túnel se hacía más oscuro, angosto y amenazador. Echó a correr de nuevo. Las plantas de los pies le dolían al pegar contra el pavimento y, en la enrarecida atmósfera, los pulmones comenzaron a arderle.
El túnel terminaba en un laberinto de columnas, pasadizos y escaleras descendentes. Jude, que conocía el camino, cruzó sin vacilar la amplia explanada subterránea, que tenía el tamaño de medio campo de fútbol. Llegó a una escalera con un cartel esmaltado en blanco y negro que anunciaba: Uptown. Allí se detuvo por un momento, puso una mano en la barandilla y volvió la vista atrás. No vio a nadie. Aliviado y aún con la respiración agitada, hizo lo posible por recuperar la calma y trató de bajar la escalera como si no le hubiera sucedido nada.
Al fondo del andén, de espaldas a Jude, un hombre con chaqueta de cuero paseaba ociosamente. El periodista se detuvo en seco y aguzó la vista. Había algo en aquella figura, en su peculiar modo de caminar, que le parecía conocido. Recordó e, inmediatamente, el pánico se apoderó de él. No podía ser. Pero era. ¡Se trataba del mismo hombre!
No había posibilidad de error, pues allí estaba el mechón blanco, reluciendo en la penumbra como si poseyera luz propia. Jude, con el corazón de nuevo acelerado, se escondió detrás de una columna, contuvo el aliento y se quedó totalmente inmóvil. Oía perfectamente al hombre que caminaba de arriba abajo por el andén; en determinado momento, el individuo carraspeó, y el sonido fue ronco y desagradable. Era asombroso, increíble. Era físicamente imposible que el sujeto del mechón hubiera llegado al andén antes que él. ¿Cómo lo había conseguido? Jude relegó la pregunta a un segundo término, pues lo primero era escapar de allí.
Esperó a que se produjese una distracción para elegir cuidadosamente el momento. Al cabo de unos instantes, un tren entró en el andén por la vía opuesta y su estrépito ahogó cualquier otro sonido. Jude aguardó a que el hombre reanudara sus paseos y le volviera la espalda. Entonces salió de detrás de la columna, corrió hasta la escalera y comenzó a subir los peldaños de dos en dos. Al llegar arriba se volvió y alcanzó a ver las piernas del desconocido, que seguía con sus paseos. Cruzó a la carrera la gran explanada subterránea, pasó por los torniquetes de salida, subió otro tramo de escaleras y salió al fin a la calle. Atardecía y la lluvia había limpiado la atmósfera.
Jude siguió corriendo por la acera hasta llegar a la Tercera Avenida y cruzó otras cuatro calles más en dirección norte. No se detuvo hasta que vio un taxi que tenía abierta una de las portezuelas traseras. Por ella asomaba una pierna y un zapato de tacón. En el interior, una mujer vestida de noche estaba contando laboriosamente el dinero para pagar al taxista. Jude sujetó el tirador de la portezuela e hizo lo que pudo por devolver la sonrisa que la mujer le dirigía mientras se apeaba. El periodista montó en el coche, dio su dirección y, exhausto y atemorizado, se arrellanó en el asiento posterior.
El taxi, que no tenía aire acondicionado, avanzaba lentamente por entre el denso tráfico. Jude bajó al máximo las dos ventanillas. Todavía se percibía el perfume fuerte y exótico de la anterior ocupante. En el suelo había una cajita de fósforos y un cigarrillo a medio fumar. El conductor puso la radio. El presentador de un programa de entrevistas estaba poniendo verde a su entrevistado: discutían acerca de la Seguridad Social. Jude miró a ambos lados de la calle. La gente regresaba a casa desde el trabajo con maletines y bolsas de supermercado en las manos.
El taxi dobló una esquina, obligando a detenerse a un peatón que torció vivamente el gesto. Al fin el vehículo fue a detenerse ante la casa de Jude, un edificio de cinco pisos sin ascensor situado en la calle Setenta y cinco Este. Jude pagó la carrera, dio una generosa propina, se apeó y miró calle arriba y calle abajo. No vio nada sospechoso. El sol estaba muy bajo sobre el horizonte occidental de la ciudad y sus rayos lo teñían todo de rojo.
Entró en el vestíbulo y pasó ante su buzón, que estaba repleto de cartas. Abrió la puerta que daba a las escaleras. El suelo era de pequeñas baldosas blancas y negras, y la escalera tenía un grueso pasamanos sobre el que se acumulaban las capas de pintura color marrón. Era un lugar deprimente, por el que Jude normalmente procuraba pasar lo más rápidamente posible.
Sin embargo, ahora se detuvo. La respiración ya se le había normalizado, pero sus sentidos seguían alerta tras el incidente del metro, particularmente la vista y el oído. Y eso fue lo que le permitió oír un tenue rumor procedente de la oscuridad debajo de la escalera. Apenas fue un rumor, el tenue susurro de una respiración.
Jude retiró el pie del primer peldaño y fue a mirar bajo la escalera. Entre las sombras vio una temblorosa y patética figura demasiado pequeña para ser la del hombre del mechón.
– Salga -le ordenó Jude con voz cuya firmeza lo sorprendió-. Sé que está usted ahí debajo. Salga -repitió.
Percibió un movimiento, sonó un nuevo rumor y, de pronto, un hombre se materializó entre las sombras debajo de la escalera y avanzó hasta quedar iluminado por la bombilla que pendía del techo.
Jude se quedó paralizado, estupefacto, mirando al tembloroso vagabundo que tenía frente a sí. El hombre estaba sucio y cubierto de harapos, y el largo y enmarañado cabello le caía sobre los hombros. No obstante, pese a su desaliñado aspecto, saltaba a la vista que el vagabundo era la viva imagen de Jude. Se trataba sin duda de su famoso doble.
Y de pronto el doble habló.
– No me haga daño. Por favor, no me haga daño.
La voz era débil, temerosa, y en ella se percibía un extraño acento vagamente sureño. Pero lo que realmente dejó atónito a Jude fue que sonaba exactamente igual que las grabaciones de su propia voz.