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CAPÍTULO 13

– ¿Cómo te llamas?

Era una pregunta tan elemental que a Jude le pareció absurdo que no se le hubiera ocurrido hacerla antes. Desde luego, no tenía la cabeza nada clara. Aún no se había repuesto de la impresión que le produjo encontrarse con Skyler, con aquel flaco y desgreñado individuo que parecía un profeta del Antiguo Testamento.

Nada lo había preparado para el sobresalto de encontrarse frente a alguien que era su vivo retrato. Ni los rumores y habladurías de la redacción, ni la breve imagen que tuvo del vagabundo en el exterior de la librería. Sí, todo aquello lo había desconcertado e intrigado, pero no se había planteado seriamente la idea de que tenía un doble y de que ese doble surgiría un día ante sí, materializándose entre las sombras de la escalera de su edificio.

Y ahora lo tenía en su casa, sentado en la sala de su apartamento. Jude no dejaba de mirar la boca, la barbilla, la nariz y los ojos del vagabundo. Todas las facciones eran idénticas a las suyas. ¿Cómo es posible que esto esté sucediendo?

Era imposible. Pero cierto.

– Tu nombre. ¿Cómo te llamas? -le volvió a preguntar Jude al patético individuo sentado en el borde del sofá.

– Skyler.

– ¿Skyler? ¿Es tu nombre o tu apellido?

Una expresión de desconcierto.

– ¿Tienes padres? ¿Hermanos? ¿Se llaman ellos igual?

Jude estaba exasperado y su voz lo denotaba. Aquél, se dijo, no era el mejor sistema para conseguir información.

– No.

– Entonces, supongo que Skyler es tu nombre de pila. ¿Qué me dices del apellido? ¿Tienes?

__Supongo que puedes llamarme Jimin -respondió Skyler tras reflexionar durante unos momentos-. A nosotros nos llamaban jiminis.

– ¿A quién te refieres al decir «nosotros»?

– A los del grupo de edad. En la isla.

– ¿Qué isla? ¿El sitio del que vienes es una isla? ¿Cómo se llama?

De nuevo la expresión de desconcierto.

– No se llama de ninguna manera. Era simplemente la isla, el lugar en que vivíamos.

– ¿En qué estado se encuentra? ¿En qué país? ¿Está en Norteamérica? ¿Eres norteamericano?

Skyler se encogió de hombros.

– Supongo.

– ¡Supones! Cristo bendito. ¿Cómo es posible que te hayas pasado la vida entera sin salir de un lugar y ni siquiera conozcas su nombre?

El propio Skyler se hacía la misma pregunta. Y, por otra parte, seguía sintiendo fuertes recelos. Y no le faltaban razones para ello. A él no le había impresionado tanto como a Jude encontrarse frente a su doble, ya que fue el deseo de encontrarle lo que le impulsó a ir a Nueva York, donde ya llevaba casi dos semanas buscándolo. Sin embargo, recordaba bien la gran impresión que le produjo ver a Jude por primera vez en persona. Oculto en un portal, lo vio con toda claridad saliendo de su edificio, y pudo darse perfecta cuenta de que tenía exactamente su mismo aspecto e incluso su misma forma de caminar.

Skyler tenía sobrados motivos para actuar con cautela. Sabía tan poco acerca de Jude como Jude parecía saber acerca de él. Pero… ¿qué papel podía haber desempeñado Jude en los terribles sucesos de la isla? ¿Estaría acaso relacionado con el Laboratorio o con el doctor Rincón? ¿Y si también tenía algo que ver con la muerte de Julia? Cada vez que recordaba aquella muerte, Skyler sentía una cuchillada de dolor. Una cuchillada como la que él le había asestado a la foto del doctor Rincón.

Durante su viaje en autobús hacia el norte, mientras contemplaba por la ventanilla el desconocido y extraño paisaje de carreteras y tendidos ferroviarios, no había dejado de pensar en la foto del desconocido Jude. El viaje había sido angustioso. Las ciudades de extraños nombres carentes para él de todo significado se sucedían unas a otras. Había permanecido todo el tiempo pegado a la ventanilla. De los orificios de ventilación situados sobre su asiento salía un aire helado que lo mantenía continuamente aterido. A su lado se habían sentado un montón de desconocidos en sucesión, unos parlanchines y otros taciturnos, pero todos almas perdidas. Una noche, cuando las luces principales del interior del autobús estaban ya apagadas, un hombre cuyo aliento olía a tabaco alargó la mano y le tocó la pierna. Skyler le apartó la mano y se cambió de asiento.

No tenía la menor idea de cómo reaccionaría Jude, en el caso de que lograse dar con él. Ignoraba si el hombre que tanto se le parecía era un amigo o un enemigo. Luego pasó ocho o diez días infernales en la ciudad, buscando comida en los cubos de basura y durmiendo en Central Park. Localizó a Jude gracias a que un vagabundo que conoció en un banco del parque le aconsejó que buscase su apellido en la guía telefónica. Fue la única vez que alguien habló con él. A fin de cuentas, era un extranjero, y no hubiera sido raro que la gente se pusiera a tirarle piedras. Llegó a sentir auténtica desesperación. En un periódico encontró un anuncio de la firma de libros y fue a la librería, pero se asustó al ver a Jude de cerca. Después esperó en las cercanías del edificio de la calle Setenta y cinco, logró meterse en el portal entrando tras uno de los inquilinos y se escondió debajo de la escalera. Decidió ponerse en manos de Jude del mismo modo que un náufrago decide agarrarse a un clavo ardiendo.

Y, además, había otra cosa. Skyler había advertido que los ordenanzas estaban siguiendo a Jude. Cuando se dio cuenta de ello, experimentó un verdadero pánico al entender que era a él a quien los hombres del mechón buscaban. Sin embargo, este descubrimiento no dejó de tener su parte tranquilizadora. Los ordenanzas no estarían siguiendo a Jude si éste fuera uno de los suyos. El enemigo de mi enemigo es mi amigo, reflexionó Skyler, y de momento decidió confiar en Jude… aunque sólo hasta cierto punto.

Jude trataba de sacarle más información.

– ¿Cómo me encontraste?

– Por la guía telefónica.

– Lo que quiero decir es cómo te enteraste de mi existencia.

– En un periódico encontré un anuncio de tu libro.

– ¿Y dónde viste ese periódico?

– En un sitio llamado Valdosta.

– Aleluya. Al fin un nombre.

Jude preparó una cena para su inesperado huésped con sobras de comida que encontró en la nevera: pollo envuelto en papel de aluminio, arroz en un envase de plástico y ensalada. Skyler comió vorazmente, con la boca abierta, echado sobre la comida y con un codo a cada lado del plato, como protegiéndolo. Al verlo comer de aquel modo, Jude sintió primero repelús y luego fascinación. Sin decir palabra, estudió a su invitado y lo observó detenidamente de arriba abajo. Se fijó en la suciedad de su rostro, en la piel apergaminada, en los malolientes pantalones, en el barro que ensuciaba el cabello de su coronilla.

Tenía que admitirlo, su huésped era casi idéntico a él. Salvo por el hecho de que, decididamente, daba la sensación de ser algo más joven, aunque resultaba difícil decirlo a causa de toda aquella mugre. También se fijó en que los dos tenían en común ciertos gestos y ademanes. Cuando Skyler lo había mirado escrutadoramente hacía un momento, había ladeado ligeramente la cabeza, como Jude solía hacer. Y cuando se hallaba frente a la mesa de la cocina, antes de sentarse a comer, Skyler había reposado todo el peso de su cuerpo en la pierna izquierda, una postura que Jude solía adoptar y que en una ocasión una mujer le elogió como muy sexy.

Pero… ¿se parecía Skyler lo suficiente a Jude como para ser…? ¿Qué? Un pariente, quizá un hermano, o tal vez incluso algo más próximo. En el fondo, Jude estaba considerando la descabellada posibilidad de que la persona que en aquellos momentos se estaba atiborrando de comida en su cocina no fuera sino un gemelo suyo del que fue separado en una fecha que él no alcanzaba a recordar. Aquélla era la única explicación concebible, y tenía además la virtud de que aclaraba de modo racional lo que estaba viendo con sus propios ojos. Recordó la ley de Occam, el principio científico según el cual la suposición más simple es la que mejor explica lo inexplicable. Y, desde luego, lo que tenía ante sí era inexplicable.

Pero… ¿era realmente posible que aquel vagabundo fuera su gemelo? Por una parte, se dijo Jude, cosas así sucedían. En realidad, por una coincidencia que resultaba casi excesiva, él mismo acababa de escribir un artículo sobre el tema de los gemelos separados al nacer. Y, a fin de cuentas, Jude no sabía casi nada de sus padres ni de su propia infancia. Sabía que sus padres fueron miembros de una secta. Tal vez su madre dio a luz dos gemelos, y los niños fueron separados a causa de circunstancias fortuitas, o quizá incluso por decisión del cabecilla de la secta. Jude era en realidad el candidato ideal para que algo tan rocambolesco le sucediera. Gemelos evanescentes. Aquél era el término que Tizzie había utilizado. Era curioso que él lo hubiese oído por primera vez hacía tan poco.

Por otra parte, quizá todo aquello no se debiera sino a una asombrosa coincidencia, tal vez se tratase de un absurdo suceso que desafiaba toda lógica. Quizá entre ellos dos no existiera relación alguna. Quizá, sencillamente, daba la casualidad de que se parecían muchísimo. ¿No era eso posible? ¿Qué probabilidades habría de que dos personas nacidas de padres distintos y en lugares distintos tuvieran el mismo aspecto? Jude no desechaba tal hipótesis, pero cuanto más miraba a Skyler, más tentado estaba de admitir la posibilidad de que los dos fueran efectivamente gemelos. Algo en su interior le decía que aquélla era la respuesta del enigma. Era como si, subliminalmente, siempre hubiera conocido aquella verdad. De igual modo, cuando Tizzie sugirió que tal vez su zurdera significase que había compartido el útero materno con un gemelo, él tuvo la extraña sensación de que así había sido.

Esta idea hizo que Jude se sintiera mal por haber juzgado casi despectivamente a Skyler. Sin embargo, el joven tenía efectivamente una manera de comer muy desagradable. Por otra parte, parecía no saber nada de nada y estar totalmente desorientado. Aun aceptando la posibilidad de que fuesen gemelos y los hubieran separado al nacer, Jude no podía por menos de preguntarse dónde se habría criado Skyler para llegar a ser un adulto tan zafio e ignorante. Aquél era un misterio que merecía la pena resolver, y Jude sospechaba que si lograba encontrar la solución de ese enigma, conseguiría también abrirse a sí mismo la puerta de su infancia perdida.

Se acercó al aparador, sacó una botella de whisky y se sirvió un vaso. Dio un buen trago y luego, mientras esperaba que Skyler terminara de comer, siguió bebiendo a pequeños sorbos.

– Comencemos por el principio -dijo al fin tendiéndole a Skyler una servilleta para que se limpiase la boca y los dedos-. ¿Qué edad tienes?

Por primera vez, Skyler lo miró a los ojos. Con el estómago lleno parecía más tranquilo y mejor dispuesto.

– Veinticinco años o así.

– ¿«O así»? ¿No conoces tu edad exacta?

– Es difícil saberla, porque no teníamos cumpleaños. Los jiminis teníamos una idea aproximada de nuestra edad, pero no la conocíamos con exactitud. Lo único que sé es que tengo alrededor de veinticinco años.

– Pero podrías ser mayor, ¿no?

– Sí, podría, pero no lo creo.

– ¿No contabais los años?

– Claro que los contábamos, pero no desde el principio. Y, como acabo de decirte, no celebrábamos los cumpleaños. Nos decían que no existía ningún motivo para recibir el paso de los años con alborozo, como si envejecer fuera bueno. Nos decían que, muy al contrario, la vejez era algo que se debía combatir, algo a lo que había que oponerse con ayuda de la ciencia.

– ¿Y eso quién lo decía? ¿Tus padres?

– No. Ninguno de nosotros conocía a sus padres. Nos decían que pertenecíamos al Laboratorio, y más concretamente al doctor Rincón y a Baptiste, su fiel servidor.

– ¿Qué tal si me cuentas todo lo que sepas acerca de esas personas?

Y así, tras un suspiro apenas audible que supuso para él una especie de cruce del Rubicón, Skyler inició el largo relato de su vida. Habló de sus primeros recuerdos de la isla en la que había crecido, con la idea difusa y fragmentaria de cómo era la vida en «el otro lado». Explicó que sacaba las cabras a pastar y habló de sus correrías por el bosque con Raisin, de las lecciones de ciencias en el aula de conferencias, de las charlas de Baptiste, de la ley del doctor Rincón, de lo mucho que en el Laboratorio se detestaba la religión, y de la firmeza con que sus miembros creían en la prolongación de la vida y en que estaba próximo el amanecer de una nueva era dominada por la ciencia y la razón. También habló de los ordenanzas, de Kuta y de la peculiar instrucción sobre la vida y el mundo que recibió en la cabaña del negro, de sus crecientes dudas y temores. Y, por último, relató su fuga.

Mencionó las muertes de Raisin y Patrick, pero no entró en detalles, y no hizo la menor alusión a la muerte de Julia. Julia era suya y sólo suya. El amor que durante tanto tiempo había marcado su vida era algo personal e intransferible. No podía compartir con nadie el profundísimo dolor que le produjo la pérdida de Julia.

A Jude le costó un esfuerzo permanecer callado hasta que Skyler concluyó su relato, pues en la cabeza se le arremolinaban las preguntas. Pero ahora que ya estaba al corriente de los hechos básicos, le costaba romper su silencio. Se había llenado el vaso tres veces, y la agitación que lo había dominado desde el momento en que encontró a Skyler bajo la escalera ya había pasado. Se sentía más que un poco mareado y sus pensamientos no eran del todo coherentes.

– ¿Qué clase de hombre era ese tal Rincón?

– Un semidiós -respondió Skyler, pues había oído aquella palabra en la televisión y le pareció que era el término adecuado.

– ¿Alguna vez lo viste?

– No. Vino en una ocasión a la isla, pero no nos dejaron verlo.

Jude dio otro largo trago de whisky.

– O sea que nunca has estado en Arizona, ¿verdad?

El desconcierto que expresaban los ojos de Skyler fue suficiente respuesta.

– ¿No recuerdas si, de muy niño, jugaste en las galerías de una mina abandonada?

– No, no recuerdo nada de eso.

– ¿Y el desierto? ¿Un lugar que de día era muy caluroso y de noche muy frío?

– Sólo me acuerdo de la isla. Estoy seguro de que fue en ella donde pasé toda mi niñez.

– ¿Alguien te dijo alguna vez que tenías un hermano?

– No -respondió Skyler. Hizo una pausa y preguntó-. ¿Crees que somos hermanos?

En vez de contestar, Jude hizo una nueva pregunta:

– ¿Cómo es posible que no conocieras a tus padres y que no sepas nada sobre ellos? ¿No será que lo has olvidado?

– Uno no puede olvidar lo que nunca ha sabido. Lo cierto y verdad es que a todos nosotros nos criaron… Resulta difícil explicarlo. Los jiminis teníamos la sensación de que todos los adultos de la isla eran algo así como nuestros padres. De que todos ellos se ocupaban de velar por nosotros.

– ¿Y todos eran médicos?

– Todos no, pero muchos sí.

– Parece como si el sitio fuera una gran institución clínica. ¿Podía tratarse de algún tipo de centro médico?

– No sé a qué te refieres. La isla era, simplemente, el lugar en el que crecimos. Los mayores cuidaban de nosotros con esmero, y cuando surgía algún problema inmediatamente se ponían los medios para solucionarlo.

– Pero no os querían.

– Yo creía que sí, pues, de lo contrario, ¿por qué iban a cuidar tan bien de nosotros? Pero ya he dejado de creerlo.

Jude, sin saber qué decir, apuró de un trago el contenido de su vaso.

– Cuéntame más cosas acerca de esos ordenanzas, de los tipos que os vigilaban.

– Tú ya los has visto -respondió Skyler.

Jude comprendió inmediatamente a quién se refería. Al menos resultaba un pequeño alivio tener la certeza de que su paranoia tenía una firme base de realidad.

– ¿Te refieres al tipo del mechón blanco? -preguntó, y Skyler asintió con la cabeza-. Pero has hablado en plural. ¿Hay más de uno?

– Hay tres.

– ¿Tres?

– Sí, y se parecen muchísimo. Sólo es posible distinguirlos por el mechón blanco. Los tres lo tienen distinto.

Así que aquélla era la explicación del enigma, se dijo Jude. Así era como el tipo del metro había logrado adelantársele. Eran dos hombres en vez de uno. Pero… ¿tres? Clavó la mirada en Skyler.

– ¿Tres tipos iguales? ¿Trillizos idénticos? No sabía que existieran.

– No sé si son idénticos. Se parecen mucho, pero uno termina distinguiéndolos -explicó Skyler, y se encogió de hombros, como dando el asunto por zanjado.

– Cristo bendito.

Skyler lo miró con extrañeza.

– ¿Por qué no dejas de mencionar a Cristo? -preguntó.

– ¿A qué viene esa pregunta?

– Me extraña lo mucho que lo repites.

– Lo repito lo que me da la gana, y esta noche me da la gana de repetirlo muchas veces.

– Comprendo.

Jude se levantó, se dirigió a la sala y rebuscó en los estantes de su librería. Minutos más tarde regresó a la cocina y dejó sobre la mesa el voluminoso atlas que traía bajo un brazo.

– Muy bien, dices que creciste en una isla. A ver si conseguimos situarla. Fuiste a parar a Valdosta, ¿no? Eso está en Georgia.

Tras consultar el índice del atlas, lo abrió por las páginas que correspondían a la parte sur de Estados Unidos. Siguió con el dedo la línea de la costa, y se le cayó el alma a los pies al advertir la cantidad de islas existentes en la zona. Las había a docenas, y los islotes menores ni siquiera tenían nombres o, si los tenían, no figuraban en aquel mapa.

– Veamos… Valdosta… Valdosta… Aquí está.

Le sorprendió lo lejos de la costa que estaba la ciudad.

– ¿Cómo era el avión en que te fugaste?

Skyler evocó sus recuerdos: la cabina con los cuatro asientos, la gorra de béisbol del piloto, los diales con agujas fluctuantes, los números luminosos…

– Pequeño. Rojo y blanco.

– ¿De hélice o a reacción? -preguntó Jude con un punto de exasperación.

Skyler hizo un gesto de ignorancia.

– Ya sé lo que vas a decir ahora -afirmó.

– ¿Qué?

– Cristo.

– Muy gracioso. Apenas llevas aquí una hora y ya crees que me conoces.

Quince minutos más tarde, Jude decidió darse por vencido, al menos de momento. Había deducido que la isla debía de hallarse en las costas de Florida, Georgia, Carolina del Sur o, como máximo, Carolina del Norte. El número de islas existente en aquella parte del litoral norteamericano era apabullante. Además, Jude sabía que el atlas era incompleto y que en él se omitían infinidad de pequeños islotes. Él había estado en Pawley Island, frente a las costas de Carolina del Sur, e hizo una excursión en bote con un pescador local. Recordaba bien lo mucho que le sorprendió la cantidad de minúsculos islotes que salpicaban las aguas de las marismas.

Skyler no le había dado ni una sola pista. Lo único que sabía decir era que el avión lo había depositado en aquella pequeña ciudad de Georgia. Ni siquiera sabía cuánto había durado el vuelo, pues se había pasado casi todo el trayecto dormido, lo cual era tan absurdo que Jude se sentía inclinado a creerlo. El periodista se proponía conseguir información sobre la capacidad de los depósitos de combustible de distintos tipos de avioneta, y sobre la autonomía de vuelo de cada uno de los aparatos. Eso le permitiría trazar el radio máximo de la distancia recorrida. Con ello lograría al menos reducir la búsqueda de posibles candidatos a una zona de… ¿Cuánto? Quizá ochocientos kilómetros, aunque, para conseguir tal propósito, necesitaría disponer de más datos. Y, mientras tanto, debía decidir qué hacía con Skyler, quien parecía temer incluso por su vida.

– Esos tipos… ¿cómo los has llamado? Ordenanzas. Es un nombre muy peculiar, a saber a qué viene. Hace un momento has comentado que eran brutales. ¿Qué has querido decir?

– Simplemente eso. Los ordenanzas se ocupaban de nosotros. Cuando éramos pequeños, se mostraban cariñosos. Nosotros los teníamos por una especie de hermanos mayores. Pero más adelante me di cuenta de que los ordenanzas nos mantenían en la isla a la fuerza, y de que si intentábamos irnos de allí, nos perseguirían.

– ¿Para haceros qué? ¿Serían capaces de mataros?

– No lo sé.

– ¿Y para qué supones que te persiguen ahora? ¿Crees que quieren matarte?

Skyler se encogió de hombros y asintió con la cabeza.

– Pero eso es absurdo. ¿Por qué iban a querer matarte? ¿Sólo por haber huido de la isla?

– Quizá haya otra razón.

– ¿Cuál?

– Quizá pretendían evitar que sucediese lo que ya ha sucedido.

– ¿El qué?

– Que yo te encontrase.

A Jude le desconcertó la respuesta, y reflexionó unos momentos sobre sus implicaciones. Era un disparate. Aun en el caso de que él tuviera un gemelo idéntico del que, intencionada o accidentalmente, fue separado al nacer, ¿por qué demonios iba a tomar nadie medidas tan drásticas para evitar que ambos se encontraran? Y, por otra parte, ¿por qué lo habían seguido los tipos del metro?

Miró a Skyler, que sentado frente a él al otro lado de la mesa parecía exhausto. Jude empujó en su dirección la botella de whisky.

– Toma. Prueba esto. Te levantará el ánimo.

Skyler se llevó la botella a los labios, dio un largo trago y notó en la garganta la quemazón del alcohólico brebaje. Se puso en pie tosiendo y, con las manos en torno al cuello, corrió a la pila, abrió el grifo y se amorró a él. Volvió a la mesa con la camisa empapada y los ojos muy abiertos.

– Cristo bendito -exclamó.

Jude no pudo evitar unas sonoras carcajadas. Al verlo, el propio Skyler sonrió e incluso soltó una risita que sonó exactamente igual que una risita de Jude.

– Bueno, siéntate -dijo Jude separando una de las sillas que estaban arrimadas a la mesa-. Antes de que sigamos, hay algo que tengo que hacer.

Skyler se sentó en la silla, que era de madera y respaldo recto. Jude sacó de un cajón unas tijeras de cocina. Las abrió y cerró un par de veces en el aire, cogió un trapo de cocina, se colocó detrás de Skyler, le puso el trapo en torno a la garganta y se lo remetió por dentro del cuello de la camisa. Luego apoyó una mano sobre el flaquísimo hombro y al hacerlo se dio cuenta de que era la primera vez que tocaba a Skyler.

Gruesos mechones de pelo cortado comenzaron a caer sobre el trapo, sobre los hombros de Skyler y sobre el suelo de linóleo.

– No te voy a hacer un corte a la moda -dijo Jude, que se había situado frente a Skyler y le estaba examinando con mirada crítica el pelo de los lados-. Mañana irás a una peluquería a que te corten el pelo como es debido. Esto sólo es provisional, por esta noche. No te puedes quedar aquí con este aspecto. Si los vecinos te vieran, mi reputación se resentiría.

Con el pelo cortado, Skyler tenía un aspecto casi presentable. Y se parecía aún más a Jude, a pesar de que era más flaco y huesudo que éste. Por otra parte, se dijo Jude, también parece más joven que hace un rato.

Quizá se debiera al licor, pero lo cierto era que Jude comenzaba a sentir un cierto afecto hacia Skyler, aunque en sus sentimientos había una extraña ambivalencia. En ciertos momentos, sentía deseos de protegerlo, como si Skyler fuera un desventurado niño salvaje. En otros, le daba repelús e incluso se ponía furioso, como si Skyler fuera un intruso que no tuviera el menor derecho a alterar de aquel modo su vida. Se daba cuenta de que su percepción física de Skyler oscilaba al unísono con sus actitudes. Pasaba de reconocer que ambos eran prácticamente idénticos, a hacer caso omiso de tal parecido y recriminarse por estar alimentando y atendiendo a un perfecto desconocido. En resumidas cuentas: estaba totalmente confundido.

De todos modos ya había tomado la decisión de ayudar a Skyler a salir de su apuro, fuera éste cual fuera. Tratando de anticipar acontecimientos, se preguntó si él mismo podía encontrarse en peligro y qué riesgos estaría dispuesto a correr llegado el caso. No lo sabía. Qué cosa tan extraordinaria. Aunque sólo conozco a Skyler desde hace media hora, en cierto modo tengo la certeza de que este encuentro va a suponer un gran cambio en mi vida. Quizá un cambio irrevocable.

– Más vale que duermas un poco -dijo-. Puedes usar mi dormitorio. Yo me acostaré en el sofá. De todas maneras, aún no tengo sueño.

Le puso a Skyler una mano en el hombro y lo condujo hasta el dormitorio. Una vez allí, sacó de la cómoda un pijama azul a rayas y lo tiró sobre la cama. Miró el rostro de Skyler, con el que ya estaba familiarizado, y captó el desconcierto de su compañero.

– Esto se llama pijama -le explicó-. Nos lo ponemos para dormir. Bienvenido al siglo XX.

Después le mostró el cuarto de baño, particularmente el funcionamiento de los grifos, pensando que el otro se sentiría impresionado por el hecho de que hubiera agua fría y caliente. Ignoraba que Skyler había dejado de escuchar, que ya no prestaba atención a nada de lo que decía.

Skyler sentía una vorágine en su interior. Tenía el pulso acelerado y le costaba un inmenso esfuerzo mantener la calma, controlar sus emociones, hacer como si no ocurriera nada.

Algo que acababa de ver había vuelto su mundo del revés. Cuando entró en el dormitorio detrás de Jude, le echó un vistazo a toda la habitación. Vio la cómoda, los estantes de pino llenos de libros, la gran cama… Y luego se fijó en algo que había en una de las mesillas de noche.

– Buenas noches -le deseó Jude.

– Buenas noches -farfulló Skyler.

En cuanto su anfitrión salió de la habitación, Skyler corrió a la mesilla, cogió la foto enmarcada de Tizzie, la examinó minuciosamente y, sin apartar la vista de ella, se sentó en el borde de la cama. Su pulso estaba cada vez más acelerado.

El cabello era distinto, más largo y ondulado. Las mejillas eran menos redondas y los ojos parecían reflejar mayor madurez. Pero, aparte de ésas, no había otras diferencias importantes. No cabía duda, el rostro que lo miraba sonriente desde el otro lado del cristal era el rostro de Julia.

Cuando despertó en el sofá, a Jude le dolía la cabeza y tenía la boca seca como estopa. Durante unos momentos, la resaca fue su única preocupación y se impuso a toda otra consideración. Los absurdos sucesos de la noche anterior permanecían de momento escondidos en un remoto recoveco de su cabeza. Pero no siguieron allí por mucho tiempo. Los recuerdos cobraron súbitamente vida y ocuparon el centro de su atención, sumiéndolo en una mezcla de asombro e incredulidad.

¿Sería todo aquello real?, se preguntó casi esperando que el incidente no hubiera sido más que un sueño.

Pero en aquel momento oyó a Skyler moviéndose por el apartamento.

Lo encontró en la cocina, sentado a la mesa, sin hacer nada. Parecía exhausto y tenía grandes círculos amarillos en torno a los ojos. A la luz del día se advertían las imperfecciones del corte de pelo de la noche anterior. Tenía el cabello lleno de trasquilones y la barba le rozaba la parte alta del pecho. Seguía llevando el pijama azul a rayas. Entre eso y la expresión de sorpresa que mostraba, Skyler tenía aspecto de niño perdido. Lo cual, se dijo Jude, no estaba muy lejos de la realidad.

– ¿Café? -preguntó quitando de la cafetera los posos del día anterior.

– No.

Jude dejó la cafetera en el fuego y en la pila se salpicó el rostro con agua. Con la cara mojada buscó el trapo y vio que estaba sobre la repisa, lleno de pelos de Skyler, así que optó por secarse con papel de cocina. Luego se tomó cuatro aspirinas.

– Bueno, ya veo que por las mañanas no estás muy locuaz -comentó Jude-. Es curioso. A mí me ocurre lo mismo.

Skyler lo miró sin decir nada.

– Vale, si no quieres hablar, no hables -dijo Jude.

Preparó para ambos un copioso desayuno: jugo de naranja, tostadas, beicon y huevos fritos. Skyler volvió a comer vorazmente, aunque no con la zafiedad de la noche anterior. Al terminar fue a dejar el plato en la pila y luego volvió a sentarse a la mesa.

– Quiero decirte que… -comenzó inseguro-. O sea, te agradezco todo esto, la comida, la cama… Pero la verdad es que… -Se interrumpió y apartó la mirada-. No sé qué hacer, ni adonde ir, ni de qué viviré…

La voz de Skyler temblaba ligeramente, y Jude se dijo que cuando él estaba nervioso la suya sonaba igual.

– Vamos, tranquilo -le dijo Jude, cuyo dolor de cabeza había desaparecido-. No tengas miedo. Nadie te hará nada, yo me encargo de ello. Los dos estamos juntos en esto.

No tenía la absoluta certeza de que todo aquello fuera cierto, pero pensó que sus palabras animarían a Skyler, quien parecía cada vez más apesadumbrado. De pronto Skyler lo agarró por el brazo y apretó tan fuerte que los dedos se le hundieron en el músculo del antebrazo. Cuando alzó la mirada, Jude vio que el pecho de Skyler subía y bajaba agitadamente, aunque de sus labios no escapaba ni un solo sonido.

– Vamos, hombre. ¿Qué te pasa?

– No entiendo nada de lo que ocurre.

– Bueno, es lógico. Yo tampoco lo entiendo. Y déjame decirte que resulta muy desconcertante llegar a tu casa y encontrarte con tu hermano gemelo debajo de una escalera.

– ¿Quién es la mujer del retrato?

– ¿De qué retrato hablas?

– Del que tienes en la mesilla de noche. ¿Quién es esa mujer?

Skyler seguía aferrando el brazo de Jude como si en ello le fuera la vida.

– Es mi novia. Se llama Tizzie -respondió Jude confuso-. ¿Por qué lo preguntas?

En vez de responder, Skyler apartó la mirada y soltó el brazo de Jude.

– Escucha, ni siquiera hará falta que la veas. Además, no te preocupes, es de confianza. Viene aquí algunas veces -le explicó, y de pronto pensó en algo-. Cristo bendito. No sé que demonios voy a decirle.

Skyler se levantó y comenzó a pasear de arriba abajo por la cocina. Durante unos momentos, ninguno de los dos nombres dijo nada. Al fin Jude pensó que, como anfitrión y hombre de mundo, le correspondía a él trazar el plan de acción. Le pidió a Skyler que lo siguiese y se dirigió a la sala de estar.

– Lo primero que tenemos que hacer -dijo-, es encontrar un sitio para ti. Es arriesgado que sigas vagando por las calles y probablemente no es buena idea que te quedes en el apartamento.

Se acercó a la ventana y metió dos dedos entre las hojas de la persiana para separarlas y mirar a través de ellas. En la calle no vio nada anómalo.

– Dentro de poco habrá por aquí más ordenanzas que en un puñetero ministerio.

Hizo sentar a Skyler en el sofá y comenzó a hablarle en tono paternal.

– Ahora voy a salir a buscar un sitio en el que puedas meterte. Tú quédate aquí y no te muevas. No se te ocurra contestar al teléfono. Si llaman a la puerta, no respondas. ¿Entendido? -preguntó, y Skyler asintió con la cabeza-. Tienes un aspecto espantoso. Seguro que no has pegado ojo en toda la noche. Luego te daré un somnífero y quiero que te lo tomes. No te hará nada malo. Simplemente, te permitirá dormir. Pero primero tienes que asearte. Date un baño. ¿Sabes afeitarte?

Skyler volvió a asentir con la cabeza.

Minutos más tarde, Skyler se hallaba en el baño. Siguiendo las instrucciones de Jude, había metido sus ropas en una bolsa de plástico, para que luego su anfitrión las tirase a la basura. Sobre un taburete había ropas limpias de Jude. La bañera se estaba llenando de agua caliente y el espejo frente a Skyler estaba empañado. Comenzó a pasarse la maquinilla de afeitar por las mejillas y, aunque se cortó dos o tres veces, logró rasurarse más o menos satisfactoriamente. Luego limpió con la palma de la mano el espejo empañado y se miró.

Jude había acertado al decir que se había pasado la noche en vela. ¿Cómo podría haber dormido después de su descubrimiento?

Se sentía confuso, totalmente perdido. La noche anterior, cuando, tras el extraño encuentro en las escaleras, Jude y él se pusieron a conversar, Skyler fue sintiendo una creciente confianza en él. Por un lado, Jude pareció quedarse totalmente atónito cuando lo vio por primera vez. Y luego, cuantas más cosas le contaba Skyler, más perplejo parecía Jude. Y a medida que éste lo iba interrogando y comentaba con él lo de la isla y la vida que en ella llevaban los jiminis, y aventuraba teorías acerca de los porqués de aquel misterio, Skyler comenzó a sentir algo totalmente imprevisto: camaradería, complicidad. Quizá esto se debía a lo solo y desesperado que se sentía. Si deseaba descubrir la verdad acerca del Laboratorio, necesitaba tener a Jude de su parte. Pero no era sólo por eso. Jude le inspiraba confianza. Parecía sincero. No daba la sensación de estar representando una comedia.

Sin embargo, ahora Skyler ya no sabía qué pensar. La foto lo había cambiado todo. O tal vez no. Era imposible que en el mundo existiera otra Julia. Y sin embargo aquella persona -Tizzie, la había llamado Jude-, era su vivo retrato. Se parecía a Julia tanto como Jude a Skyler. Pero… ¿cómo podía ser eso posible? ¿Tanto abundarían en el mundo los dobles? ¿Estaría a fin de cuentas Jude representando una comedia? ¿Formaría parte de la misma conspiración que acabó con Julia? ¿Tendría Jude la intención de matarlo también a él? Skyler se dijo que tendría que mantenerse permanentemente en guardia.

Se despojó del pijama y lo tiró en un rincón. Luego se metió en la bañera. Había otra cosa que no quería admitir cuando pensaba en la foto. La imagen le había sorprendido y entristecido, al traerle recuerdos de Julia. Pero también había hecho nacer en él una mínima esperanza. Por lo visto, existía alguien con el mismo aspecto. Quizá, por imposible que le resultara creerlo, la mujer también actuase como Julia… quizá incluso fuese como ella.

En aquel momento Skyler oyó un ruido. En alguna parte sonaba agua cayendo sobre un suelo de baldosas.

Jude estaba tumbado en su cama, con las manos enlazadas tras la cabeza, contemplando el techo. Hacía unos momentos había representado una pequeña comedia para levantarle el ánimo a Skyler. Había hecho ver que tenía un plan de acción. Pero lo cierto era que no tenía ni idea de qué podía hacer ni de a quién podía recurrir. Jamás se había visto en una situación tan endemoniada como aquella.

Debía proceder paso a paso, tratar de resolver las incógnitas una a una. Aquella partida de ajedrez tendría que jugarla haciendo uso del instinto. Iría desplegando los peones con la esperanza de que tarde o temprano se le ocurriese alguna buena jugada. Lo primero y principal era poner a Skyler a buen recaudo. Probablemente, tendría que disfrazarse de algún modo. Se preguntó si, pareciéndose más a él, Skyler correría más o menos peligro.

Tal vez conviniera buscar ayuda, hablar con alguien. Tarde o temprano, Tizzie tendría que enterarse de lo que ocurría. Siguiendo un súbito impulso, descolgó el teléfono y marcó su número, pero no estaba en casa. Seguía fuera de la ciudad, sabía Dios dónde. En el mensaje del contestador, su voz sonaba fría y formal. Jude se limitó a dejar su nombre.

En el momento en que colgaba el teléfono, oyó algo: agua cayendo sobre el suelo.

Cristo. Ese chico ni siquiera sabe bañarse sin ponerlo todo perdido de agua.

Se levantó rápidamente, fue al baño y abrió la puerta. El agua de la bañera se estaba desbordando y Skyler trataba de cerrar los grifos. Cuando lo consiguió, volvió a estirarse en la bañera.

Y ahora le tocó a Jude el turno de sorprenderse. Se fijó en un detalle del cuerpo de Skyler, una pequeña mancha azul que tenía en la parte interna del muslo derecho.

– ¿Qué demonios es esto? -le preguntó señalándola.

– Nuestra marca. Todos la tenemos.

– ¿Todos?

– Sí, todos los jiminis.

Jude miró la marca más de cerca. Era un poco mayor que una moneda de veinticinco centavos y su diseño era muy curioso. Parecían dos bebés, uno frente a otro, unidos por las manos.

– Mierda -exclamó Jude asombrado-. Es un tatuaje. Alguien te hizo un tatuaje. -le dijo clavándole la mirada-. Y vuestro nombre no es jiminis. Es géminis.

Jude estaba cruzando a gran velocidad el puente Tappan Zee. El coche iba tan de prisa que la luz del sol parpadeaba entre los soportes del puente como una vieja película en blanco y negro. Allá abajo, el Hudson fluía hacia el norte hasta perderse de vista. Sus aguas estaban salpicadas de velas que parecían comas blancas sobre la superficie azul.

Estaba hecho un lío. Todo aquello era absurdo. La marca en el muslo de Skyler tenía que significar algo, y el hecho de que él y los otros miembros de su «grupo de edad» -sabía Dios lo que significaba el término- recibieran el nombre de géminis también tenía que significar algo. Pero… ¿qué? Jude no tenía ni la más remota idea. No obstante, al ver la marca había recordado algo. ¿Sería una coincidencia? ¿O tal vez el cadáver de Tylerville tenía una marca similar en el muslo hasta que su asesino se la arrancó? Pero… ¿por qué tuvo que arrancársela? El misterio no sólo se estaba haciendo cada vez más profundo, sino también cada vez más amplio.

Al menos, ahora ya tenía algo que hacer, un punto de partida. Él era reportero y, como tal, especialista en desenterrar verdades que la gente trataba de mantener ocultas, así que lo único que necesitaba era eso, un punto de partida. Ahora que ya estaba sobre la pista, la seguiría como un sabueso, y se mantendría sobre ella hasta que alcanzase la solución del misterio o llegara a un callejón sin salida.

De momento se dirigía a toda velocidad a New Paltz. Lo de encontrarle alojamiento a Skyler podía esperar, pues la visita a New Paltz era más importante.

Una vez Skyler estuvo limpio y presentable, con unos vaqueros y una camiseta, lo primero que hizo Jude fue llamar por teléfono. Habló desde la cocina para que Skyler no lo oyese. No porque desconfiase de él, sino porque, simplemente, consideraba que, hasta que las cosas estuvieran un poco más claras, cuanto menos supiera Skyler, mejor.

– Operaciones Especiales -respondió la secretaria.

Jude dio su nombre. Esta vez pasó más de un minuto antes de que Raymond se pusiera al aparato.

– Hola, chico, ¿qué tal te va?

– Bien. ¿Y a ti?

– Estupendamente.

Jude se esforzó en hablar con voz normal, en no dejar traslucir el más mínimo nerviosismo, y le pareció que Raymond estaba haciendo lo mismo.

– Te llamo porque aún sigo investigando el caso de asesinato de New Paltz, y quería saber si había surgido algo nuevo. ¿Se identificó por fin a la víctima?

– Mierda, sí. La identificación llegó hace poco. Quería llamarte pero… Ya sabes. He estado ocupadísimo.

Jude abrió su cuaderno de notas.

– Bueno, ¿cómo se llamaba el tipo?

– A fin de cuentas, el tal McNichol hizo todo un trabajo. La huella dactilar no sirvió para nada. Pero resultó que el difunto aparecía en la base de datos ADN. No en la nuestra, sino en otra a la que accedió el forense. Lo buscó y dio en el blanco. Lo que terminó de zanjar el asunto fue que el muerto era de por aquí. Un juez, si no recuerdo mal.

– ¿Sabes el hombre?

– Aguarda, que voy a por el expediente.

Raymond dejó el receptor sobre la mesa. Se oyó ruido de papeles y luego la voz de Raymond.

– Oye, todo esto debe quedar entre nosotros. Ésta no es nuestra jurisdicción, así que tú y yo no hemos hablado.

– Entendido.

– Por cierto, ¿desde dónde me llamas?

Raymond no solía hacer aquel tipo de preguntas. ¿Qué le importaba desde dónde lo estuviera llamando?

– Desde la redacción.

– ¿No es un poco temprano para eso?

– Tengo mucho trabajo atrasado e intento ponerme al día -respondió Jude. Y añadió-: Estoy pensando en irme fuera unos días.

– ¿Ah, sí? ¿Adonde irás?

Jude lamentó haber tocado aquel tema. En realidad, no pensaba irse a ningún sitio.

– Aún no lo sé.

Raymond chasqueó la lengua como si no estuviera muy convencido.

– Bueno, aquí tengo el nombre -dijo tras una pausa-. ¿Tienes con qué apuntar?

– Sí.

– Como te he dicho, el tipo es juez. Joseph P. Reilly. Dirección, el 197 de West Elm Drive. Tylerville.

– ¿Teléfono?

– No aparece en la guía.

– Ya, pero tú puedes averiguarlo.

– Ya te he dicho que el caso no es nuestro.

– ¿Puedes decirme algo más sobre el juez? ¿Qué clase de juez es… o era?

– No lo sé bien. Creo que pertenecía a un tribunal estatal.

– Bueno, pues gracias. Ah, otra cosa.

– ¿Cuál?

– ¿Cómo es que el juez aparecía en la base de datos? Yo creía que en vuestra base de datos sólo aparecían los delincuentes convictos.

– En la nuestra, sí. Y en la de Nueva York, también. Pero otras agencias actúan de otro modo. Le dijeron a Reilly que, como miembro del tribunal del estado, tenía que predicar con el ejemplo. Según me contó McNichol, al principio el tipo se negó en redondo. Los periódicos locales armaron un gran revuelo a causa del asunto.

– Muy interesante. ¿Alguna otra cosa digna de mención?

– Nada. Pura rutina. El asesino sigue suelto, eso es todo.

– Bueno, pues gracias de nuevo.

– De nada. Si te parece, un día escribe un buen artículo sobre mí, como hiciste con McNichol.

En la cabeza de Jude sonó una pequeña alarma.

– Pero si apenas salió nada. Los del periódico sólo publicaron un miserable extracto.

– Publicaron lo suficiente. Le lamiste el culo a McNichol. Deberías avergonzarte.

Después de la llamada, Jude le hizo prometer a Skyler que se quedaría en el apartamento. Comenzaba a cansarse de ir detrás de su sosia. Tras el incidente de la bañera había decidido que, si quería que el apartamento siguiera de una pieza, más valía que le enseñase a Skyler dónde estaban los interruptores de la luz, cómo se encendía el gas, y cómo se cerraba la puerta. Le repitió que no se le ocurriera contestar al teléfono. Sólo debía hacerlo, le dijo, si sonaba tres veces, se interrumpía y volvía a sonar. Aquélla sería la contraseña. Volvió a insistir en que se tomara el somnífero y le dijo que no volvería hasta la noche.

Después Jude se puso la chaqueta vaquera y recogió el magnetófono. En el momento en que iba a cerrar la puerta recordó un detalle de su conversación con Raymond en el que en su momento no había reparado. Regresó a la cocina y salió del apartamento minutos más tarde, en el bolsillo izquierdo de la chaqueta llevaba dos bolsas de plástico autoprecintables con algo dentro.

McNichol no estaba en su domicilio/empresa de pompas fúnebres de Tylerville, así que Jude fue en el coche hasta el hospital de Poughkeepsie. Cruzó el vestíbulo principal, ignorando las señas que le hizo la recepcionista, y bajó por la escalera. Una vez abajo vio que la puerta de un despacho se hallaba ligeramente entreabierta. Se asomó y vio a McNichol sentado a un escritorio, con las gafas en la frente y gran cantidad de papeles extendidos ante sí.

McNichol no pareció muy contento de verlo, y la cordialidad y el buen humor del anterior encuentro brillaban por su ausencia. Mientras Jude se disculpaba por molestarlo de aquel modo, el forense no dejaba de mirar los papeles de su escritorio, como si estuviera deseoso de reanudar el trabajo interrumpido. Jude supuso que McNichol debía de sentirse molesto por la poca importancia que el periódico le había dado al caso.

Consciente de que su presencia no era acogida de buen grado, Jude recurrió a la más eficaz de las armas: el halago.

– Me han contado que logró usted una identificación por medio del ADN. Creo que hizo un gran trabajo.

– Sí, bueno. Más o menos.

– Y resultó que la víctima era un juez, ¿no?

– Oiga, mire… ¿Cómo me dijo que se llamaba?

– Jude Harley.

– Señor Harley, para cualquier consulta referente a ese asunto, diríjase usted a la policía, ya que ahora el caso está en sus manos. -Hizo una pausa y añadió-: No entiendo qué sucede. Este caso no deja de crearme problemas.

Jude se hacía cargo. La muerte de un juez podía ser una noticia bomba. Indudablemente, habían amonestado al forense por permitir que los periodistas presenciaran la autopsia. Probablemente, Gloria, la reportera del periódico local, había dejado a McNichol con el culo al aire. La publicación de los detalles de la muerte podía, sin duda, obstaculizar la investigación policial.

– Si con mi artículo le compliqué la vida, lo siento.

– Complicar es poco. ¿Querrá creerse que entraron a la fuerza en mi laboratorio? Se llevaron las muestras de la autopsia. Es la primera vez que me ocurre.

– ¿Para qué querría nadie hacer algo así?

McNichol se encogió de hombros y volvió a mirar sus papeles.

Había llegado el momento de cambiar de tema.

– En realidad, no he venido a hablar de eso -dijo-. Intento solucionar un misterio, y se me ocurrió que usted podría ayudarme.

Al oír la palabra misterio, McNichol pareció cobrar nueva vida. Apartó la vista de los papeles y miró curiosa e inquisitivamente al periodista. Jude echó mano al bolsillo de la chaqueta, sacó las dos bolsas de plástico con mechones de pelo oscuro y se las ofreció a McNichol como si fueran un presente. Una contenía un mechón de cabello de Skyler y la otra un mechón de cabello de Jude, que él mismo se había cortado.

Al salir del hospital, Jude se encaminó a una zona en la que se agrupaban diversos edificios municipales. Caminó dos calles en dirección al juzgado, un magnífico edificio de ladrillo rojo con un bajorrelieve de la ciega Justicia sobre la entrada. Antes de entrar, se metió en una cabina telefónica, sacó la agenda, buscó el teléfono de la redacción de Gloria y lo marcó. En cuanto la periodista oyó la voz de Jude, le dijo que estaba terminando un trabajo urgentísimo acerca de las subidas eléctricas y se libró de él. Jude se encogió de hombros. Era una lástima, Gloria podría haberle dado detalles acerca de la muerte del juez.

Entró en el edificio. Sobre un muro estaba la lista de salas de audiencia y otras oficinas. Fue leyendo todos los renglones hasta que uno de ellos pareció saltarle encima: Tribunal del condado. Juez Joseph P. Reilly. Sala 201. Jude frunció el entrecejo. ¿Cómo no habían retirado el nombre? Bonito ejemplo de eficacia burocrática.

Se dijo que, ya que estaba allí, podía pasar por la oficina del juez, a ver si conseguía averiguar algo acerca del difunto. Tal vez la secretaria pudiera darle la hoja biográfica del tipo, o quizá incluso una copia de su nota necrológica. Subió a pie hasta el segundo piso y llamó a la puerta 201, que era de madera y cristal biselado. Una voz femenina dijo: «Adelante.» Jude entró y vio que la dueña de la voz era una mujer negra que lucía una blusa roja y tenía cara de no aguantar tonterías.

Jude se presentó y expresó sus condolencias, que sólo consiguieron desconcertar a la mujer.

– Oiga, ¿qué desea exactamente? -quiso saber.

– El juez, el juez Reilly… -comenzó Jude.

– Está viendo una causa. La tercera puerta a la derecha -dijo la secretaria, y se desentendió de él.

Entre la niebla de su asombro, Jude dio con la puerta indicada. Entró y se encontró en una sala de audiencias con las paredes revestidas de madera de roble. Los bancos estaban atestados de público. La tarde era calurosa y tres de las ventanas se hallaban abiertas, aunque por ellas sólo entraba una ligerísima brisa. En la parte delantera de la sala, sobre una tarima elevada, con una bandera norteamericana a un lado y otra azul de Nueva York al otro, se sentaba el juez, que era sorprendentemente joven. Ante sí tenía una placa con su nombre. Reilly parecía en plena forma y, lo más importante, también parecía estar sumamente vivo.

Y, más aún, Jude advirtió que el juez tenía un cierto parecido con el cadáver de New Paltz, más o menos la misma altura y la misma complexión. Aparte de eso, y dadas las condiciones en que se hallaba el cuerpo, no era posible decir más.

A Jude la cabeza le daba vueltas. O sea que el juez no había muerto. Pero, entonces, ¿de quién era el cadáver? ¿Y a qué se debía el parecido?

Jude se sentó en un banco junto al pasillo. Tenía la impresión de que, desde que él había entrado en la sala, el juez no le había quitado ojo.

Ahora estaba seguro, Reilly tenía la mirada clavada en él.

De pronto, el juez frunció el entrecejo, apartó la mirada por un momento y luego volvió a fijarla en Jude. Parecía haber palidecido. Se puso en pie y se giró como para retirarse, pero cambió de idea y volvió para dar un golpe con la maza. Hecho esto, abandonó la sala de audiencias. Un inseguro alguacil salió de la sala tras el juez; pero no tardó en regresar y él mismo dio otro golpe de maza. Mirando hacia el público, que ahora se rebullía, desconcertado, anunció:

– Se levanta la sesión.