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CAPÍTULO 14

Tizzie llegó al apartamento de Jude y abrió con su propia llave, haciendo equilibrios con el bolso en una mano y con un paquete envuelto para regalo en la otra. Sabía que no había nadie en casa. Desde la calle había visto que muchas de las ventanas del edificio estaban iluminadas, pero no las de aquel piso.

La joven había oído el mensaje de Jude en el contestador, aunque en realidad él no dejó mensaje, sino simplemente su nombre. Ella había decidido que lo mejor sería ir a verlo, aunque se sentía fatigada tras el viaje y habría preferido irse derecha a la cama de no ser porque sentía remordimientos. Últimamente, se había mostrado fría y distante hacia Jude, y no había sido ésa su intención. Estaba recibiendo de Jude mensajes contradictorios. Parecía que él deseaba una mayor intimidad, pero cada vez que ella avanzaba un paso en su dirección, era como si Jude retrocediese otro paso. Y Tizzie, pese a lo mucho que le gustaba Jude, también se sentía incómoda con él, y no comprendía por qué. Era eso lo que la hacía sentir remordimientos. Fueron precisamente esos remordimientos los que le hicieron comprarle un bonito jersey de punto en una pequeña tienda de White Fish Bay.

Dejó el paquete en una mesita del vestíbulo, entró en la cocina y encendió la luz. Estudió el desorden reinante. Sobre una repisa había una botella vacía de whisky, y la pila estaba llena de cacharros sucios, entre ellos dos platos con manchas de huevo. Jude había tenido visita, eso estaba claro, se pasaron la noche bebiendo y después desayunaron. Pero… ¿qué demonios hacía allí aquel trapo de cocina lleno de pelos cortados? ¿Qué estaba sucediendo?

Pasó a la sala y pudo darse cuenta de que alguien había dormido en el sofá, lo cual la tranquilizó relativamente. Al menos Jude no le había sido infiel. O eso, o su rival roncaba muy fuerte, se dijo a sí misma en broma. Se golpeó la rodilla con el borde de la mesita del sofá y masculló una imprecación.

En cuanto entró en el dormitorio y oyó el sonido de una respiración acompasada, comprendió que Jude estaba allí, dormido. Cosa que no dejaba de ser extraña, pues ¿a qué venía estar durmiendo al anochecer? Se acercó al lado izquierdo de la cama y miró a Jude en la penumbra. La suave mejilla, las largas pestañas, el cabello castaño… Parecía tranquilo e indefenso, casi como un muchacho, y verlo así hizo que Tizzie experimentara una complicada amalgama de pasión de mujer y sentimientos maternales.

Se dijo que tampoco a ella le vendría mal echarse una siesta, ya que el viaje de regreso a Nueva York la había dejado exhausta. Rodeó la cama, se sentó en una silla, se quitó los zapatos y los dejó a un lado. Se puso en pie, se bajó la cremallera del vestido, dejó que éste resbalara hasta el suelo, se inclinó a recogerlo y lo dejó sobre el respaldo de la silla. Después se quitó los pantis y el sujetador y los colocó sobre el vestido. Advirtió que la respiración de Jude cambiaba, como si el durmiente hubiera pasado a una fase de sueño distinta.

Fue hasta el lado derecho de la cama, se metió dentro de ella y se cubrió con la sábana hasta la barbilla. Notó el fresco tacto del algodón sobre la piel. Estiró las piernas y miró al hombre que dormía a su lado en la penumbra. Estaba vuelto hacia el otro lado, por lo que sólo podía verle la espalda. Incluso en reposo, los músculos de aquella espalda parecían fuertes, viriles. Tizzie se arrimó a Jude, le puso un brazo en torno al cuerpo, los pechos contra la espalda y las piernas entre las de él. Quedaron como dos cucharas en el interior del cajón de los cubiertos.

Jude se removió profundamente dormido. Tizzie se apretó aún más contra él. Alzó una pierna y la reposó sobre el muslo de Jude, que estaba sorprendentemente cálido. La joven sintió de nuevo aquella extraña mezcla de amor maternal y carnal. Él volvió a agitarse en sueños. Luego su respiración se acompasó y Tizzie se separó de él retirándose a su lado de la cama.

Se dijo que probablemente estaba soñando. Ociosamente, se preguntó qué se sentiría haciendo el amor con alguien que estaba soñando que hacía el amor. Luego giró sobre sí misma y se quedó de costado, con el extremo de la sábana hecho un reguño bajo la barbilla. Poco a poco, fue quedándose dormida.

Un rato más tarde -como estaba adormilada, no le fue posible calcular cuánto tiempo había transcurrido-, sonó el timbre del teléfono, que repicaba sobre la mesilla más próxima a ella. ¿Por qué no contestaba Jude? Contrariada por el hecho de que hubieran interrumpido su siesta, alargó una mano y descolgó. ¿Quién demonios llamaría a aquellas horas? Se incorporó sobre un codo y se llevó el receptor a la oreja. De una forma vaga, se dio cuenta de que el cuerpo que descansaba a su lado se removía, saliendo de las profundidades del sueño.

– Dígame -contestó.

La familiar voz que sonó al teléfono hizo que se despabilase por completo.

– ¿Tizzie? -preguntó Jude-. ¿Qué estás haciendo ahí? -Como la joven no respondió inmediatamente, él dijo-: Soy yo. Jude. ¿Eres tú, Tizzie?

– Sí -repuso ella con un hilillo de voz y mirando al hombre tendido a su lado que, ya despierto, la miraba con los ojos muy abiertos.

Ver a Jude allí y escuchar al mismo tiempo su voz por el teléfono resultaba tan inconcebible que el asombro la había dejado muda.

– Tizzie -siguió la voz telefónica-. A estas alturas ya debes de haberlo visto. Comprendo que estarás hecha un lío y te costará creer lo que sucede.

Al fin ella logró articular unas palabras.

– Y que lo digas -murmuró.

Jude no estaba seguro de cuándo se había dado cuenta de que unos faros lo seguían. Recapitulando, se dijo que fue en el South Bronx, cuando se apartó de Major Deegan para enfilar el puente de la avenida Willis, un atajo que le ahorraría tres dólares y medio en peaje, pero que también suponía circular un rato por calles apartadas.

En realidad, no había prestado mucha atención porque se hallaba absorto en sus pensamientos, dándole vueltas y más vueltas al rompecabezas con el que se enfrentaba. Lo mirase como lo mirase, no lograba encontrarle el menor sentido a todo aquello. Hacía unas horas, se había dirigido a New Paltz con el nombre de un difunto como única información, y sospechando únicamente que el asesinado tenía alguna relación con la gente con la que estaba implicado Skyler. Ignoraba lo que podía encontrar, pero había albergado la esperanza de que, investigando en el pasado de la víctima, tal vez averiguaría algo o encontraría alguna pista que le permitiera seguir las indagaciones. ¿Y qué había sucedido? Que regresaba a Nueva York sintiéndose aún más confuso que al principio. Resultaba que el muerto, a fin de cuentas, no estaba muerto, sino vivito y coleando y que, además, era un juez famoso. Entonces… ¿quién era el hombre al que asesinaron y mutilaron? ¿Y por qué su ADN era idéntico al del juez? Y, el mayor de los misterios, ¿por qué el juez -al que Jude no había visto en su vida- se mostró tan inquieto al verlo entrar en la sala de audiencias? Este último enigma era especialmente desconcertante y resultaba una prueba más de que Jude se estaba metiendo de cabeza en una extraña trama de la que no sabía absolutamente nada. Era como si uno entrase en un cine con la película por la mitad… y se encontrase con su propia cara proyectada en la pantalla.

Jude había invertido el resto del día en tratar de desentrañar el misterio. Volvió a consultar con McNichol, quien se sintió doblemente molesto por aquella segunda intrusión. Jude no deseaba incomodar al temperamental forense, no fuera a ser que se negase a hacerle el pequeño favor que le había pedido. Sólo le preguntó lo suficiente para cerciorarse de que McNichol estaba seguro al ciento por ciento de los resultados del análisis de ADN de la víctima.

– Mire -le había dicho el forense-, es imposible que hubiera una equivocación. Algunas de las identificaciones son parciales u ofrecen dudas, pero ésta no. Ésta estaba clara como el agua.

Después Jude decidió investigar al juez. Se dirigió a la biblioteca local, se instaló con su ordenador en el «área de trabajo informático» y conectó con Nexis para obtener el expediente computerizado de recortes de prensa. Le sorprendió lo voluminoso que era, tratándose de alguien tan joven como el juez, que no debía de tener más de treinta años, la misma edad que Jude. Había numerosos artículos acerca de los diversos casos que Reilly había juzgado. El hombre parecía tener el don de acaparar los asuntos importantes que se producían en la parte norte del estado. Había casos de abuso sexual, demandas referidas a asuntos de jurisdicciones escolares, reclamaciones por impago de impuestos, e incluso una demanda por unos implantes de pecho de silicona. Encontró unas cuantas reseñas aparecidas en la prensa local, entre ellas una firmada por Gloria, y lamentó más que nunca que la relación con ella se hubiese agriado antes siquiera de comenzar. La reportera podría haberle sido útil.

Sacó su cuaderno y comenzó a anotar los detalles: nombres de sociedades a las que el juez pertenecía, como la Lions, la Rotarians y la Association Century de Nueva York; organizaciones judiciales como el Colegio de Abogados norteamericano y el Colegio de Abogados de Ulster County; y varias organizaciones cívicas, como el Grupo de Conservación del valle del Hudson, el Consejo para la Mejora de los Hospitales de Poughkeepsie, y Los Amigos de la Organización de Investigaciones Neurológicas de Nueva York. Había artículos de la sección de Sociedad, y fotos tomadas en fiestas y reuniones sociales. En una de las imágenes más claras aparecía un sonriente «Juez Joseph P. Reilly, junto a su esposa, durante la gala del Sagrado Corazón en beneficio de los disminuidos físicos». Copió la foto en su ordenador y luego la imprimió. Había incluso un breve artículo publicado por el New York Times el 2 de junio de 1998, con ocasión del ingreso del juez en un grupo llamado Comité de Jóvenes Dirigentes en pro de la Ciencia y la Tecnología en el Nuevo Milenio, que el periódico describía como una asociación de «personalidades destacadas menores de treinta y cinco años, procedentes del mundo de los negocios, la ley, la ciencia y la política», cuyo propósito manifiesto era «abrir las puertas a la innovación científica y marcar las prioridades tecnológicas para el próximo siglo».

Nuestro juez pueblerino está resultando ser un pez gordo, se dijo Jude.

Jude miró el retrovisor. Los faros que llevaban un buen rato siguiéndolo por Deegan -y que eran inconfundibles debido a que uno de ellos estaba un poco alto y lo deslumbraba ligeramente- efectuaron el mismo giro que él. Cuando Jude se detuvo ante un semáforo, el otro coche también se detuvo, aunque manteniendo una separación de más de diez metros. En las proximidades no se veía ningún otro coche. Inconscientemente, Jude reparó en ello, pero apenas le dio importancia, pues seguía enfrascado en el recuerdo de lo ocurrido durante la tarde.

Desde el vestíbulo de la biblioteca, Jude había llamado a Richie Osner, el experto en informática del periódico que, cuando le daba la gana, era capaz de introducirse en cualquier sistema. Le dio el nombre del juez, salió a tomar un café y dar una vuelta y, cuando regresó, miró su correo electrónico. Osner había estado a la altura de su prestigio.

Jude repasó los registros a los que su compañero había logrado acceder. Entre ellos había tres meses de recibos de la tarjeta de crédito del juez que lo retrataban como a un hombre muy gastador, aficionado al ala delta y a los coches de carreras. Por su selección de libros y discos compactos parecía un amante de los bestsellers y de la música de cabaret. En su expediente como conductor no aparecía ninguna multa, lo cual no era sorprendente, teniendo en cuenta la poca afición que tenían los agentes de tráfico a multar a los coches que llevaban matrícula judicial. Había incluso una lista de las medicinas que le habían recetado a Reilly: diversos antibióticos, una dosis mensual de Pravachol, un medicamento para bajar el colesterol, y algo llamado Depakote. Jude tomó nota mental de que debía indagar qué clase de medicina era aquella.

Es tremendo, se dijo, lo mucho que hoy en día se puede averiguar sobre una persona con sólo sentarse ante un ordenador.

Y, lo más importante de todo, Osner había conseguido también las señas del domicilio del juez.

Jude encontró la dirección en una calle sin salida de los barrios residenciales de Tylerville. La casa del juez era la última de la calle, y formaba parte de una sucesión de residencias ostentosas que se valían de una mezcla de muros de piedra y macizos vegetales para evitar las miradas indiscretas del exterior. No pudo averiguar hasta qué punto era lujosa la mansión del juez, ya que ésta se hallaba rodeada por un muro encalado de tres metros de altura coronado por baldosas rojas. Jude no entendía cómo Reilly vivía en una mansión como aquélla con el sueldo de juez.

Colocados a intervalos estratégicos sobre la verde pradera junto al muro, se veían varios letreros de un servicio privado de vigilancia donde aparecía un pastor alemán agazapado, como a punto de saltar. En el muro había una gran puerta metálica, y junto a ella, metido en una especie de casilla de un palmo de alto, un timbre eléctrico.

Por un momento, pensó en llamar. Qué demonios, podía hacer ver que buscaba a alguien o que se había perdido. O incluso, olvidando toda cautela, podía pedir que el juez le recibiera y preguntarle directamente por qué se había puesto tan nervioso al verlo a él en la sala de audiencias. Sin embargo, un nuevo vistazo a los carteles del pastor alemán le hizo comprender que aquellas opciones no eran viables.

Calle abajo, por donde Jude había llegado, había tres hombres junto a un montón de tierra y cascotes resultado del agujero que acababan de cavar. El anagrama de un camión estacionado en las proximidades parecía indicar que los hombres trabajaban para la compañía de agua de la ciudad. Los tres obreros estaban fumando un cigarrillo, y no dejaban de mirar en su dirección; al periodista no le pareció detectar en ellos hostilidad, sino simple curiosidad.

Se acercó y, con la práctica adquirida durante su experiencia como reportero, se puso a charlar con ellos hasta que uno, el que con más insistencia lo había mirado, le preguntó si era detective. Una pregunta interesante. ¿Por qué habría supuesto el hombre tal cosa?

– No, no soy policía, sino reportero del Mirror. ¿Por qué pensó que podía ser un detective?

La respuesta le dejó de piedra, y constituyó también el único avance significativo que había logrado realizar en todo el día. Al darle la información, el obrero asumió la expectante actitud de quien se dispone a dar una noticia sorprendente.

– Bueno, desde hace unos días, por aquí no dejan de desfilar policías. Desde que encontraron el cadáver aquel en el vertedero. Por lo visto, el difunto llevaba una camisa roja. Días antes, nosotros vimos a un hombre con camisa roja merodeando por estos alrededores. Daba la sensación de que, lo mismo que usted, el tipo pretendía entrar en la casa del juez.

Tras cruzar el puente de la avenida Willis, Jude se desvió al carril derecho, y el coche con el faro mal reglado hizo lo mismo. Otros vehículos seguían el mismo camino, pero tener compañía no hizo que Jude se sintiera menos nervioso.

No te inquietes. ¿Por qué estás tan seguro de que el tipo te sigue?

Jude trató de tranquilizarse diciéndose que, a fin de cuentas, se hallaba en una vía urbana muy concurrida. El atajo por el que había tomado distaba de ser un secreto. ¿Qué te crees? ¿Que tú eres el único que lo conoce?

Hacía rato, se había detenido en una zona de descanso de la autopista para llamar a su casa y averiguar cómo seguía Skyler. La señal de llamada sonó tres veces, y Jude ya se disponía a colgar cuando oyó la voz de Tizzie. Aquello no lo había previsto. ¿Qué demonios estaba haciendo Tizzie en el apartamento?

A juzgar al menos por la voz, la joven parecía trastornada, confusa, incapaz de entender lo que ocurría. Lo cual, se dijo Jude, era lógico. ¿Cómo se habría sentido él si un buen día hubiese pasado por el apartamento de Tizzie y allí hubiera encontrado a una mujer que era su doble exacta? Era una situación propia de Dimensión desconocida. No pudo tranquilizar a Tizzie, pues él mismo estaba hecho un lío a causa de los acontecimientos del día: la reacción del juez al verlo, y luego la bomba que le había soltado el empleado del agua. Trató de explicarle lo mejor que pudo que Skyler había aparecido ante él como surgiendo de la nada, que el hombre necesitaba ayuda, que los dos estaban decididos a llegar hasta el fondo de aquel misterio. Antes de colgar, murmuró algo en el sentido de que ya le daría más explicaciones cuando llegara a casa.

A la altura del letrero que anunciaba la salida de la calle Setenta y uno, el coche seguía pegado a su cola. Accionó el intermitente de la derecha, miró el retrovisor y el corazón le dio un brinco. El otro coche también había puesto el intermitente. De pronto, notó que le sudaba la mano que mantenía sobre el volante. Miró de nuevo el retrovisor. El coche lo seguía a unos siete metros, y su señal de intermitencia era como un brillante parpadeo ambarino en la oscuridad. La salida estaba cada vez más cerca y Jude sólo disponía de unos instantes para tomar una decisión. En el último momento, giró bruscamente el volante hacia la izquierda. La rueda delantera derecha rodó sobre el pequeño bordillo divisorio y el coche volvió a la autopista. En el retrovisor, vio que el coche de detrás hacía lo mismo. Su piloto intermitente se apagó. Sigue pegado a mi cola.

Ahora Jude se sentía realmente atemorizado. No cabía duda de que lo seguían. Pisó a fondo el acelerador y sintió que la inercia lo empujaba contra el asiento. Y conducía tan de prisa que no se atrevía a apartar los ojos de lo que tenía delante para verificar si el otro vehículo continuaba tras él. Frente a sí había dos coches, uno en cada carril; rebasó a uno de ellos, se colocó junto al otro y aceleró a fondo dejando atrás a ambos vehículos. Echó un breve vistazo al retrovisor, pero vio en él tantas luces y tanto movimiento que no supo a ciencia cierta si el coche con el faro mal reglado lo seguía.

A los pocos momentos llegó a la siguiente salida, la de la calle Sesenta y tres. Giró bruscamente hacia la derecha, haciendo que el coche coleara, y aceleró a fondo. Al final de la calle se detuvo ante un semáforo en rojo y luego siguió por la Primera Avenida. Acompasó su velocidad al ritmo de los semáforos y, a setenta kilómetros por hora, llegó a la calle Setenta y cinco. En ella giró a la izquierda y recorrió dos manzanas hasta encontrar un hueco de aparcamiento frente a su edificio. Estacionó, apagó las luces y se quedó a la espera. Nada. Aguardó un poco más.

Por la calle lateral no circulaba ningún coche, y sólo se veían las luces de los vehículos que transitaban por las avenidas adyacentes, la Tercera y la Segunda. Por la acera pasaban un hombre y un muchacho conversando animadamente.

Jude cerró el coche y cruzó la calle a paso vivo. Cuando llegó al portal, sacó la llave, abrió rápidamente y, tras mirar calle arriba y calle abajo, se metió en el vestíbulo como una exhalación. Al cerrar la puerta tras de sí experimentó un inmenso alivio. Al fin estaba en casa, en puerto seguro.

A solas en el vestíbulo, hizo balance de la situación. La verdad era que seguía disponiendo de muy pocos datos. No sabía quién lo seguía, tampoco sabía cuánta gente lo seguía y ni siquiera tenía ni idea de por qué lo seguían. Y tampoco sabía si se había librado de sus perseguidores, o si ellos lo habían dejado marcharse porque ya sabían dónde vivía. Lamentablemente, su apellido aparecía en la guía telefónica. Si conocían su nombre, conocían también su domicilio. Hasta Skyler, por el amor de Dios, había sido capaz de localizarlo. Curiosamente, Jude ya fechaba el comienzo de sus desventuras con la aparición de Skyler en su vida.

Abrió su buzón, sacó del bolsillo un pequeño cortaplumas y lo utilizó para arrancar la pequeña tira de plástico en la que aparecía escrito su nombre.

No estoy paranoico, se dijo al iniciar el largo ascenso de la escalera. No es paranoia pensar que te siguen si alguien anda realmente tras de ti. Dadas las circunstancias, quitar su nombre del buzón era una precaución sensata aunque -se daba perfecta cuenta de ello- no demasiado eficaz.

Encontró a Tizzie y a Skyler sentados en la sala de estar, a considerable distancia el uno del otro. Tizzie tenía un aspecto terrible. Llevaba el pelo revuelto y parecía haberse echado encima el vestido de cualquier manera. La joven tenía los codos apoyados en la mesa y la barbilla reposada en las manos. Skyler llevaba vaqueros y camiseta negra -propiedad, naturalmente, de Jude-, y estaba sentado en el sofá, con una torva expresión en el rostro. En el ambiente se percibía una gran tensión emocional, como si un huracán hubiera pasado por el pequeño apartamento. Los dos miraron a Jude como esperando que él les aclarase las cosas.

Jude decidió comenzar con un comentario positivo.

– Bueno, me alegro de que al menos estéis bien.

Tizzie le clavó la mirada en él.

– ¿A qué te refieres? -preguntó-. ¿Por qué íbamos a estar mal?

__Pues no lo sé, pero están ocurriendo demasiadas cosas raras.

Jude miró a Skyler, que daba la sensación de estar paralizado por algún tipo de shock, fue a sentarse junto a Tizzie y la tomó de la mano, aunque la joven apenas pareció darse cuenta de ello.

– Escucha -dijo Jude-, traté de ponerme en contacto contigo para contarte lo que estaba sucediendo, pero no sabía dónde estabas. Me doy cuenta de que todo esto parece absurdo y de que probablemente lo es. Yo mismo no alcanzo a explicármelo. Llevo todo el día dándole vueltas al misterio y no he conseguido sacar nada en claro.

Tizzie, que lo miraba con curiosidad, no dijo nada.

– Lo único que sé es que este tipo -continuó Jude, señalando a Skyler con la mano libre- se materializó de pronto ante mí en mi propia casa. Al principio no logré sacarle mucho. Se llama Skyler, y dice que creció en un extraño lugar que parece sacado de La isla del doctor Moreau.

– ¿Qué isla es ésa? -preguntó Skyler.

– Ninguna, es el título de un libro. No tiene importancia -respondió Jude, irritado.

Al oír la voz de Skyler, Tizzie, se volvió a mirarlo estremecida, y él le mantuvo la mirada con ojos en los que refulgía un intenso brillo.

– Tiene exactamente tu misma voz -dijo la joven a Jude-. Es asombroso. Sois idénticos.

– Y no sabes ni la mitad de la historia. El caso es que en esa isla, de la que no conoce ni el nombre, hay otras personas como él…

– El grupo de edad -intervino Skyler.

– Sí, lo que sea. Los educaron en el culto a la ciencia en vez de en el culto a la religión, y se someten a estrictos regímenes físicos para mantenerse en forma y saludables; pero, básicamente, no son sino prisioneros. No les permiten salir de la isla y, si lo hacen, los persiguen unos individuos llamados ordenanzas que utilizan sabuesos para seguir el rastro. Y de cuando en cuando, algún habitante de la isla muere.

Tizzie miraba a Skyler con ojos en los que brillaba el asombro.

– Pero Skyler se las arregló para escapar. Y, tras pasar un par de semanas en Georgia, vino a Nueva York. Me localizó por una foto mía que apareció en el periódico, pues, como salta a la vista, nos parecemos como dos gotas de agua. Y eso es algo para lo que ni él ni yo encontramos explicación.

Ahora Tizzie miraba a Jude.

– Existe una posibilidad… Tal vez sea pariente mío o… -empezó a decir Jude, y vaciló por un instante-. O puede que incluso sea mi gemelo -dijo al fin.

– Pero… pero… -tartamudeó Tizzie a causa de la confusión-. Tú no tienes ningún hermano gemelo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Nunca lo mencionaste.

– Quizá lo tenía sin saberlo. Ya sabes que existen gemelos que fueron separados al nacer.

– Claro que lo sé. Los gemelos separados son mi especialidad. Pero… esto es demasiado raro, una coincidencia excesiva.

– Piénsalo bien -respondió Jude con mayor firmeza y tratando de poner en orden sus pensamientos-. ¿Qué sé yo acerca de mis padres? Prácticamente, nada, salvo que eran unos investigadores excéntricos que pertenecían a una especie de secta científica. Tal vez se dedicaran a efectuar complicados experimentos. A lo mejor, cuando en el grupo nacían gemelos, los separaban y mandaban a uno lejos para que creciese en condiciones totalmente distintas, en un ambiente controlado.

– ¿Y para qué iban a hacer algo así? -preguntó Tizzie.

– Para establecer la frontera entre lo determinado por los genes y lo determinado por el aprendizaje. De ese tema hemos hablado mucho tú y yo.

– Pero… ¿qué método usaron? -preguntó Tizzie, cuya mirada iba de Jude a Skyler y de Skyler a Jude-. ¿En qué consistió el experimento?

– Aún no lo sabemos.

– Hacer algo así supondría tomarse un montón de molestias por un simple experimento -dijo ella-. Por no entrar en las implicaciones morales que representa separar a dos hermanos y no mencionarle a ninguno de ellos la existencia del otro. Criar a uno con todas las ventajas, al menos, supongo que tú habrías tenido todas las ventajas de haber vivido tus padres, mientras que el otro… -prosiguió mirando a Skyler con un atisbo de simpatía- crecía en un ambiente supuestamente controlado.

Jude advirtió que Skyler no dejaba de mirar a hurtadillas a Tizzie. Sin embargo, cuando era ella la que lo miraba a él, Skyler apartaba la vista, entre tímido y asustado.

– Efectivamente, existen casos de gemelos que son separados al nacer -seguía Tizzie-, lo sé mejor que nadie. Por regla general, ocurre que una madre soltera tiene que dar a sus hijos en adopción y que alguna estúpida organización gubernamental no tiene en cuenta el hecho de que a los niños les conviene crecer juntos.

Tizzie miraba detenidamente a Skyler y hablaba de él en tercera persona, como si no estuviera presente.

– Parece más joven que tú -le dijo a Jude.

– Quizá sea porque está más delgado Ha pasado por un montón de calamidades.

– Me gustaría saber… -dijo de pronto Skyler-. ¿Con qué frecuencia sucede esto?

– ¿El qué?

– ¿Con qué frecuencia se dan los gemelos idénticos?

– Es un fenómeno bastante infrecuente -respondió Jude.

– Cuatro nacimientos de cada mil son de gemelos idénticos -le aclaró Tizzie.

– O sea que no sería lógico que un grupo reducido de científicos aspirase a que entre sus miembros se produjese un parto de gemelos.

– Eso es verdad -dijo Jude.

– Y el hecho de que el fenómeno se produjera dos veces en un pequeño grupo, iría contra la ley de probabilidades -continuó Skyler.

– ¿Qué pretendes decir? -preguntó Jude.

– Quizá encontraron el modo de producir gemelos -respondió Skyler encogiéndose de hombros.

El hombre no esperaba que su comentario produjera el impacto que produjo. Jude, aparentemente aturdido, miró a Skyler como diciéndose: «Tal vez se me haya escapado algo.» Tizzie parecía desazonada, y así había estado a lo largo de toda la discusión o, en realidad, así había estado desde que se produjo la llamada telefónica de Jude, que la hizo saltar de la cama, ponerse el vestido y comenzar a mirar a Skyler como a un bicho raro.

Jude habló del hombre que lo siguió en el metro y explicó lo del asesinato de New Paltz y lo de la extraña identificación por la prueba del ADN. Pero omitió que la víctima tenía una herida redonda en un muslo, y que creía que un coche lo había seguido en el trayecto de regreso a casa. Jude se dijo que Tizzie y Skyler ya estaban bastante inquietos. Los pobres aún no se habían repuesto de sus recientes sobresaltos.

– Todo es tan extraño… tan absurdo -murmuró la joven.

– ¿El qué? ¿A qué te refieres concretamente? -preguntó Jude.

– A todo. Pero pensar que se puede montar un amplio experimento científico jugando con vidas humanas… Sinceramente, me cuesta creerlo. Y, sin embargo, maldita sea, Skyler y tú sois idénticos.

»Además… Los dos hacéis los mismos gestos y ademanes. ¿Os dais cuenta de cómo os habéis colocado? Inconscientemente, os habéis puesto el uno frente al otro, y parecéis dos imágenes en espejo. Es verdaderamente asombroso… en el caso de que realmente seáis gemelos, claro. Yo he entrevistado a muchos gemelos separados, pero nunca he presenciado el momento del reencuentro.

– No estamos seguros de que lo que está sucediendo sea eso -dijo Jude.

El periodista percibía la dicotomía que se estaba produciendo en Tizzie. La científica parecía fascinada por la posibilidad de que fueran gemelos idénticos, mientras que la mujer enamorada parecía preocupada, angustiada.

Y Skyler parecía angustiado por la angustia de Tizzie.

Jude consideró que había llegado el momento de tomar las riendas de la situación.

– Escucha -dijo mirando a Skyler-. Lo primero que tenemos que hacer es encontrar un sitio en el que estés seguro. Aquí no lo estás, porque probablemente ellos, quienes demonios sean, saben que estás aquí. Mañana tendremos que buscarte un sitio para vivir. Y creo que también deberíamos cambiar tu apariencia. No estoy seguro de si es una ventaja o un inconveniente que te parezcas a mí y que todos te confundan conmigo, pero, teniendo en cuenta todo lo sucedido, tiendo a creer que es un inconveniente.

»Tizzie, deberías quedarte esta noche aquí. Así, mañana a primera hora podremos comenzar temprano a hacer las diligencias necesarias.

Jude quería que se quedase por la propia seguridad de la joven, y también le confortaba que le afectase tanto el hecho de que tuviera un gemelo. Sin duda, los sentimientos que Tizzie albergaba hacia él eran muy profundos. Quizá se había equivocado al pensar que la joven no estaba segura de seguir adelante con la relación.

Pero Tizzie insistió en marcharse. Dijo que llevaba varios días ausente y le apetecía dormir en su casa.

– Por cierto, ¿adonde fuiste? -preguntó Jude mientras bajaba las escaleras con ella.

– A Milwaukee -respondió ella-. Estuve en casa de mis padres.

– ¿Cómo se encuentran?

– Nada bien. Sólo tienen los achaques propios de la edad, pero… Están envejeciendo tan de prisa…

Jude paró un taxi y se inclinó para besarla en la mejilla. Tizzie le sonrió falsa y valerosamente.

Poco rato más tarde, mientras se desnudaba para acostarse -esta vez sería Skyler el que durmiera en el sofá-, volvió a sentirse impresionado por lo absurdo que era cuanto había sucedido en los dos últimos días. Cada vez estaba más seguro de que Skyler era su hermano y quizá su gemelo. Nadie habría supuesto que algo así podía suceder, y sin embargo había sucedido. Y, para colmo, todo ocurría entre un cúmulo de coincidencias. Había conocido a Tizzie mientras investigaba para un reportaje sobre los gemelos idénticos, y luego resultaba que tenía un gemelo idéntico. Fue a cubrir la historia de un asesinato, y luego resultó que la víctima del asesinato tenía alguna relación con Skyler. ¿Qué posibilidades había de que cosas como aquéllas sucedieran por casualidad?

Hacía unos minutos, mientras los tres se hallaban reunidos en la sala, Jude había tenido una extrañísima sensación. En torno a ellos estaban sucediendo tantas cosas inexplicables, y entre ellos mismos estaban quedando tantas cosas por decir… Era como si los tres estuvieran encerrados en un fantasmal laberinto, como si el destino los hubiera escogido para algún inescrutable cometido.

Jude se levantó temprano, se preparó un café bien cargado y buscó una habitación barata en la sección de alquileres del periódico. Tres o cuatro de los anuncios le parecieron prometedores y trazó un círculo alrededor de cada uno. El de una habitación situada en los alrededores de Astor Place parecía especialmente prometedor: un dormitorio parcialmente amueblado, disponibilidad inmediata, ni fumadores ni animales de compañía, ochocientos dólares al mes.

Tras dejarle una nota a Skyler, se puso la chaqueta y salió del edificio. Antes de montar en su coche, miró cuidadosamente hacia ambos extremos de la calle. No vio nada sospechoso. Era un hermoso día de junio. El cielo estaba casi despejado, salpicado sólo por pequeñísimas nubes, y en las calles laterales la luz del sol se filtraba entre las copas de los árboles.

Como aún faltaba para la hora punta, no tardó en llegar a Astor Place. Un fornido individuo en camiseta estaba sentado junto a la entrada de un ruinoso edificio de apartamentos. Apoyaba la silla en la fachada de estuco, cubierta de graffiti, y las inscripciones parecían fundirse con los tatuajes que el individuo tenía en los hombros.

– ¿Es usted el conserje? -preguntó Jude.

El hombre, impertérrito, gruñó algo ininteligible y lo miró de arriba abajo. Al fin, se puso en pie y entró en el edificio indicando a Jude que lo siguiera.

El apartamento se hallaba en la parte posterior del tercer piso. Sobre la puerta se acumulaban tal cantidad de capas de pintura color gris plomo que sólo era posible abrirla dándole una patada; el suelo, cubierto de linóleo, era desigual y estaba lleno de grietas. La primera habitación era la cocina, provista de un viejo fogón de gas y una nevera no menos vetusta. A un lado había un angosto baño con una media bañera rodeada por una cortina de plástico floreada. La habitación del fondo era un dormitorio que contenía una mesa cuadrada, un gran baúl vertical con cajones y un amplio sofá cama de dos plazas. La ventana daba a una salida de incendios que a su vez daba a un callejón.

El lugar estaba limpio y Jude decidió alquilarlo.

– Supongo que querrá usted referencias -dijo Jude mirando las grietas del techo de escayola-. Puedo traérselas.

El conserje se encogió de hombros.

– No.

– ¿Le importa que el contrato de alquiler se haga a nombre de otra persona?

– Mientras no fume, me da lo mismo quien sea -gruñó de nuevo el hombre.

– No, por eso no se preocupe.

Jude extendió un cheque por el primer mes de alquiler y luego otro por la misma cantidad para cubrir la fianza.

– El nombre es Smith -dijo-. Jim Smith.

– Qué original -comentó el conserje con indiferencia.

Dos horas más tarde, Jude se hallaba sentado a su escritorio de la redacción del Mirror, tratando de esquivar a Judy Gottman, la encargada de asignar los trabajos, que merodeaba por los pasillos con un papel en la mano, como en busca de una presa. Cuando Jude la vio acercarse a su cubículo, descolgó el teléfono y se lanzó a una encendida e imaginaria conversación. Hizo ver que estaba sacándole los detalles más truculentos de un caso a un ayudante del fiscal de distrito que no tenía demasiadas ganas de hablar. Judy se detuvo junto a su escritorio, mascando chicle con evidente impaciencia.

– Quiero la exclusiva de esto, ¿entendido? -ladró Jude al teléfono en tono amenazador. Luego miró a Judy, enarcó las cejas como si no la hubiera visto hasta aquel momento y, tapando el micro con una mano, dijo en un susurro-: Lo siento, no puedo hablar. Esto podría ser importante.

Judy siguió su camino para acorralar a otro reportero.

Jude había pospuesto varias veces una llamada que irremediablemente debía hacer. Al fin, aspiró profundamente y descolgó el teléfono.

– Operaciones Especiales.

– Con Raymond La Barrett, por favor.

– ¿Quién lo llama?

– Jude Harley.

– Un momento.

El periodista dedicó la breve pausa a repasar lo que pretendía conseguir. Necesitaba averiguar si el FBI se había hecho cargo del asesinato de New Paltz y qué pensaban los federales del caso.

– ¿Qué tal, chico? ¿Cómo te va? -lo saludó Raymond con su habitual desenfado.

Durante unos momentos, los dos hombres hablaron de temas triviales. Jude reparó en que Raymond no le preguntaba desde dónde llamaba; quizá ya lo supiera.

– Raymond -dijo al fin Jude-. Vuelvo a necesitar tu ayuda para el caso de New Paltz. Ese asunto es un cúmulo de despropósitos.

– ¿Y eso?

El tono de voz de Raymond seguía siendo relajado.

– En cuanto me enteré de la identidad de la víctima (tuvo buen cuidado de no decir: «En cuanto tú me facilitaste la identificación de la víctima»), fui a New Paltz a confirmarla.

– ¿Y…?

– Y me quedé de una pieza, porque la víctima no es la víctima.

– ¿Qué quieres decir?

– El supuesto difunto era juez, ¿recuerdas? Bueno, pues está vivo. Así que el muerto tenía el mismo ADN que el juez.

– Imposible. McNichol debió de equivocarse al hacer la prueba del ADN, eso es todo.

– Eso mismo pensé yo. Pero McNichol está seguro de que los resultados son correctos.

– ¿Hablaste con él?

– Sí, y aún no te lo he contado todo.

– ¿Qué más hay?

En la voz de Raymond había aparecido una nota de precaución. Jude vaciló, pero al fin se dijo que ya puestos a hablar, se lo contaba todo.

– Días antes del asesinato, unos obreros que trabajaban frente a la casa del juez vieron a un tipo que se parecía a la víctima merodeando por los alrededores.

– ¿Te lo describieron?

– No muy bien. Sólo supieron decirme que llevaba una camisa roja.

– ¿Y qué sacas tú en claro de eso? -quiso saber Raymond tras una brevísima pausa.

– No lo sé -respondió Jude-. Quizá el tipo tuviera algún motivo para querer ver al juez.

– ¿Qué motivo iba a tener?

– No lo sé. Pero están sucediendo demasiadas cosas raras.

– ¿Ah, sí? ¿Como cuáles?

– No sé decírtelas.

– ¿No sabes o no quieres?

– Quizá las dos cosas.

– Escucha, chico, no sé lo que has estado fumando, pero te aconsejo que olvides este asunto. Es una pérdida de tiempo. Se trata de un simple asesinato sin resolver y de un forense chiflado que metió la pata en la prueba del ADN. Eso es todo.

– ¿Os encargáis vosotros del caso?

– Digamos simplemente que seguimos con atención lo que ocurre. Un homicidio como éste, en el que el cuerpo ha sido mutilado y desfigurado, puede ser un crimen de la mafia. Así que procuramos estar informados. Pero eso no quiere decir que el FBI lleve el caso, ¿comprendes?

– Comprendo que no tienes nada que añadir.

– Nada significativo.

– Bueno, pues gracias de todos modos. Si averiguas algo, ¿me llamarás?

– Cuenta con ello. Y otra cosa, chico…

– ¿Sí?

– No te metas en líos. ¿Qué tal unas cervezas?

A Jude se le secó la boca.

– De acuerdo -dijo-. ¿En tu casa o en la mía?

Raymond se echó a reír.

– En la mía.

– De acuerdo. Hasta luego.

– Ciao. Cuídate.

Cuando oyó el clic, Jude colgó el receptor. Raymond quería verlo. Algo había ocurrido, pese a la naturalidad con que Raymond había hablado. ¿Y desde cuándo terminaba Raymond una conversación telefónica recomendándole que se cuidase? Aquello no era propio de él. ¿Se trataba de un comentario sin importancia o de una advertencia?

Llevado por un súbito impulso, Jude llamó a su apartamento. Dejó que el teléfono sonase tres veces, colgó y volvió a llamar. Skyler contestó con voz nerviosa. Comentó que el teléfono se había pasado toda la mañana sonando. Jude le dijo que él no tardaría en llegar y le ordenó que se quedase allí.

Cuando colgó, se fijó en que Judy seguía al acecho, así que permaneció unos momentos con el teléfono pegado a la oreja. Y entonces oyó con toda claridad un segundo clic. Por ciertos reportajes que había hecho, sabía que aquel sonido sólo podía significar una cosa: alguien que había estado escuchando la llamada acababa de colgar. El teléfono de su casa estaba intervenido.