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Aunque deseaba volver cuanto antes a su apartamento para cerciorarse de que Skyler estaba bien, Jude aún tenía que hacer otra cosa. Conectó su ordenador portátil con la base de datos Nexis y, utilizando la contraseña que empleaba el Departamento de Investigación del periódico, accedió a «Nexis en profundidad», una base de datos que contenía artículos y gacetillas aparecidos en todos los diarios, revistas y publicaciones profesionales de importancia. Necesitaba echar las redes en una zona muy amplia, pues no sabía gran cosa acerca del pez que trataba de pescar.
Buscó los nombres de todas las islas del litoral, y luego el de Valdosta, Georgia. Había cientos de artículos -demasiados para examinarlos en detalle-, pero, aunque se esforzó por estrechar al máximo la búsqueda, no encontró nada que le fuera útil. Después probó con los nombres que Skyler había mencionado. En «Baptiste» no encontró nada; había docenas y docenas de documentos con aquel título, pero sin conocer el apellido resultaba imposible delimitar la búsqueda. Les echó un buen vistazo, pero ninguno de ellos parecía estar relacionado con una organización científica. Buscó «Rincón, doctor». Encontró un solo documento, que correspondía a un tal doctor Jacob Rincón, de Santa Mónica, California, arrestado hacía tres años por la malversación de unos fondos destinados al servicio de salud pública. Aquello no parecía encajar con nada. Buscó «Laboratorio», y en la pantalla apareció un pequeño aviso: «Su búsqueda ha obtenido 0 resultados. Pruebe en otra categoría.»
Jude se desconectó del servicio. Dejó encendida la pantalla de su ordenador, sacó de un cajón un viejo cuaderno de notas y lo dejó abierto encima del escritorio, sobre cuyo tablero repartió también libros y un bolígrafo. Después fue a su taquilla, sacó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla. Hecho todo esto, salió de la redacción, descendió en el montacargas hasta la planta baja, cruzó el vestíbulo y bajó por la escalera hasta el sótano, donde se había reubicado el antiguo archivo. El archivo era el banco de memoria del periódico y contenía artículos aparecidos en el Mirror desde 1907, que fueron cuidadosamente recortados a mano y clasificados por empleados que ya llevaban años jubilados o muertos. En el pasado, el archivo ocupó un puesto de honor en la planta principal del periódico, pero a partir de 1980, cuando fue sustituido por Nexis, dejó de ser lo que era y fue relegado al purgatorio del sótano. Raros eran ya los que visitaban aquel departamento subterráneo, cuyos pasillos, apenas iluminados por bombillas que colgaban del techo, estaban flanqueados por filas y filas de archivadores llenos de amarillentos recortes tan quebradizos que se rompían al tocarlos como las alas de viejas mariposas.
El archivo contaba con su propio fantasma de la ópera. Su encargado era J. T. Dunleavy, un dispéptico individuo de edad incierta cuyo atributo más conocido era un privilegiado cerebro que, si bien no le permitía recordar los contenidos de los cientos de miles de expedientes allí guardados, sí le servía para comprender la lógica interna del sistema, de manera que él y sólo él era capaz de decir dónde podía encontrarse una determinada información.
Lo malo de Dunleavy era que sólo atendía bien a los que le caían en gracia. Afortunadamente, por alguna desconocida razón, siempre había mostrado simpatía hacia Jude. Tal vez porque Jude era uno de los escasos reporteros que manifestaban un cierto respeto hacia los tiempos pretéritos. El propio Dunleavy iba más allá del respeto hacia el pasado, ya que llegaba a sentir por él una reverencia casi religiosa.
El hombre estaba ordenando en montones un fajo de recortes de prensa. Sus huesudos dedos se movían con la rapidez de los de un crupier de Las Vegas.
– ¿Y ahora qué quieres? -preguntó sin alzar la vista de su trabajo.
– Necesito todo lo que tengas sobre las sectas de los años sesenta.
– Eso es mucho pedir. Fue una época muy movida.
– ¿Tú qué método de busca me aconsejas? -preguntó Jude, tras una breve reflexión.
Dunleavy le hizo unas cuantas preguntas generales para hacerse una idea de lo que pretendía encontrar. Luego se alejó arrastrando los pies por el corredor. Las luces del techo se reflejaban en la calva cabeza del hombre. Regresó cuatro minutos más tarde con una carpeta que ponía: Sectas científicas, estados occidentales. Vació el contenido en el escritorio, sobre cuyo tablero cayeron tres carpetas menores, cada una de ellas amarrada con un fino cordón.
Dunleavy frunció inmediatamente el entrecejo.
– Aquí pasa algo raro -declaró solemnemente.
Una de las carpetas, la menos gruesa, estaba etiquetada como Arizona. Sólo contenía cuatro artículos y a Jude le bastó echar un vistazo para darse cuenta de que carecían de todo interés.
– Pero fíjate en la doblez que tiene aquí el cordón -dijo Dunleavy-. A eso me refería cuando dije que pasaba algo raro. Antes esta carpeta era mucho más gruesa. Toma, échale una mirada a los nombres de los que la han consultado. Tal vez eso te diga algo.
Dunleavy sacó de la carpeta una lista de nombres y fechas. La mayor parte de las entradas correspondían a los años setenta, y sólo una de ellas era reciente. La caligrafía era confusa y Jude trató en vano de descifrarla.
– Aquí pone Jay Montgomery, o Jay Mortimery, o algo por el estilo.
Dunleavy cogió la lista y, tras echarle una mirada, rió entre dientes.
– Aja. Ya decía yo. El nombre no tiene importancia, pero… ¿Ves la pequeña marca que hay junto al nombre, el punto negro? Yo lo puse. Siempre pongo una marca especial cuando la persona que solicita la información no forma parte del personal del Mirror.
– ¿Quieres decir que alguien que no era del periódico consultó el archivo?
– Exacto.
– ¿Y quién fue?
– Su identidad no la conocemos, pero sabemos de dónde venía.
– ¿De dónde?
– Un punto azul para la policía. Rojo para la CÍA. Verde para la NSA. Y negro para…
– … el FBI.
– Exacto. De lo que se deduce que alguien del FBI sacó esta carpeta hace cuatro meses, y se llevó casi todo su contenido. Lo cual, debo decirlo, fue un comportamiento muy poco ortodoxo.
Y, dado que el tipo tenía una fotocopiadora a menos de veinte pasos, el hurto no se debió al simple deseo de conservar la información.
– Sería para que alguien no viera el expediente.
– Fue para que nadie viera el expediente -corrigió Dunleavy.
Jude comprendió que había llegado a un nuevo callejón sin salida.
– ¿No hay forma de rastrear los recortes?
Dunleavy comenzó a desatar las otras dos carpetas.
– La única esperanza -dijo-, es que alguien, después de efectuar una consulta, se equivocara de carpeta al guardar de nuevo los recortes. Es algo que sucede con más frecuencia de la que imaginas.
Tales palabras fueron proféticas, pues al cabo de un momento Dunleavy encontró un pequeño papel amarillento que contenía cuatro párrafos de un artículo que, accidentalmente, se había roto en dos pedazos.
El artículo, aparecido el 8 de noviembre de 1967, hacía referencia a un grupo llamado Instituto para la Investigación de la Longevidad Humana, que había presentado varios candidatos a unas elecciones locales, y había cosechado una aplastante derrota. Un portavoz del grupo que, según el artículo, prefería no dar su nombre, efectuó unas agrias declaraciones en las que anunció que la organización «se retira para siempre de la política y, en el futuro, tratará de alcanzar sus metas valiéndose únicamente de la investigación». Y añadió que el grupo «ha cambiado su nombre por el de W».
– ¿W? ¿Qué demonios significa eso? -preguntó Jude.
Faltaba el final del artículo pero daba lo mismo. Conociendo la fecha, Jude podía conseguirlo completo en microfilm. Y, además, en la parte superior de la columna figuraba el dato esencial. El artículo estaba fechado en Jerome, Arizona. En cuanto leyó aquello, comprendió que había encontrado algo significativo, ya que una campanilla olvidada acababa de tintinear en el fondo de su memoria.
– Habla usted con la consulta del doctor.
La voz del teléfono tenía un toque de la brusquedad nasal con la que los neoyorquinos parecen exigir a cualquier comunicante que vaya al grano cuanto antes.
– El doctor Givens, por favor -dijo Jude, pensando que no había una probabilidad entre mil de que el propio Givens se pusiera al teléfono.
– Lo siento, el doctor no está. No vendrá en toda la semana.
Jude se alegró de oírlo. Si había llamado era precisamente porque esperaba que el doctor Givens, el facultativo que le correspondía por el seguro médico del Mirror, no estuviera pasando consulta. Necesitaba a cualquier médico menos a Givens. Al fin algo me sale bien, se dijo.
– Me llamo Jude Harley y soy uno de sus pacientes. Necesito que me hagan inmediatamente un reconocimiento médico completo.
La palabra «inmediatamente» no le sentó nada bien a la recepcionista, que se limitó a mascullar: «Aguarde.» Jude oyó que su nombre era tecleado en un ordenador y un silencio mientras la mujer leía su historial. Afortunadamente, éste era corto y aburrido. Pero dentro de poco será mucho más interesante.
– ¿Puede decirme qué le ocurre, señor Harley?
Para que a la recepcionista se le metiera en la cabeza que su caso era urgente, Jude tuvo que hacer uso de un torrente de imaginativas mentiras acerca de palpitaciones y desvanecimientos, e inventarse unos antecedentes familiares saturados de las más graves enfermedades.
– Lo lamento, pero su póliza no cubre más reconocimientos que los que decida hacerle su propio médico.
Era de esperar, pues el seguro de empresa contratado por Tibbett tenía fama de escuálido. Pero cuando Jude se manifestó dispuesto a pagar el reconocimiento de su bolsillo sin más y añadió que deseaba que el examen fuese completo y a fondo, el tono de la mujer reflejó algo lejanamente parecido a la amabilidad. Le dijo que, si no le importaba que lo atendiese un médico joven que había ingresado hacía poco en la organización, podía darle cita para aquella misma tarde.
Jude colgó el teléfono público con una amplia sonrisa en los labios y le mostró un puño con el pulgar levantado a Skyler. Por la expresión de desconcierto de éste, fue evidente que no tenía ni la más remota idea de lo que tal gesto significaba.
Tizzie se reunió con ellos en la peluquería unisex de la avenida Lexington. Jude la llamó en cuanto hubo sacado a Skyler a escondidas de su edificio, a través del sótano y por la salida posterior. Skyler salió con una gorra de golf y unas gafas oscuras que ahora se hallaban junto a la pila en la que le estaban tiñendo el pelo de rubio.
– Va a tener un aspecto ridículo -opinó la joven.
– No, qué va. Además, cuando menos se parezca a mí, mejor.
– Comprendo. O sea que la mejor forma de que no se parezca a ti es que tenga pinta de fantoche, ¿no?
A Jude no se le ocurrió ninguna respuesta.
La peluquera, una joven que mascaba chicle, se les acercó.
– Bueno, ¿qué ocurre? ¿Son ustedes gemelos y están cansados de parecerse?
– Algo por el estilo -dijo Jude.
– Puedo hacerle un corte estilo Leo. O quizá algo más juvenil. ¿Qué tal punki? Lo malo es que él ya parece más joven que usted. Y supongo que los dos quieren seguir pareciendo de la misma generación, ¿no?
Jude asintió con la cabeza y la peluquera miró a Skyler.
Éste, sentado en la silla de barbero, con un paño a rayas blancas y negras anudado en torno al cuello, contempló en el espejo su nueva cabellera rubia y luego miró significativamente hacia el reflejo de Tizzie.
– Él quiere que le pregunte -insistió la peluquera.
– Córteselo a cepillo -respondió Jude.
– No me refiero a usted -dijo la mujer, y se volvió hacia Tizzie-: Usted es quien debe decirlo.
Tizzie sonrió.
– Hágale un bonito corte de pelo, como ése -repuso, señalando una gran foto de George Clooney que colgaba de la pared.
– De acuerdo -dijo la estilista.
– Tu embrujo ya está haciendo efecto -comentó Jude.
La visita al médico fue una dura prueba. Costó mucho persuadir a Skyler de que entrase en la consulta, que se hallaba tras una pequeña puerta lateral contigua a una imponente entrada con toldo que daba a la calle Ochenta y seis.
Jude se quedó fuera. Le había explicado a Skyler una y otra vez por qué era tan importante que se sometiese a un reconocimiento médico que estableciera de una vez por todas hasta qué punto se parecían ellos dos. Jude se dijo que Skyler debía de haber tratado con demasiados médicos en su corta vida. Su falta de ganas de pasar por un reconocimiento era comprensible, pero debía someterse a él para obtener las respuestas que buscaban. Al fin, Jude convenció a Tizzie de que lo acompañara, y sólo entonces accedió Skyler a hacer lo que le pedían.
Tizzie llamó al timbre y la recepcionista abrió la puerta desde su puesto. Skyler respingó sobresaltado al oír el zumbido de la apertura eléctrica. Su acompañante le explicó que la puerta permanecía cerrada para evitar que los de fuera entrasen, no para evitar que los de dentro salieran.
El nerviosismo del paciente era tan evidente que la recepcionista, la misma que había hablado por teléfono con Jude, se sintió conmovida y sonrió con amabilidad al tender a Tizzie el historial médico de Jude. La mujer les dijo que trataría de que los atendieran cuanto antes. La sala de espera estaba casi llena y ocuparon las dos últimas sillas vacías.
Tizzie preguntó a su compañero por la atención médica que recibían en la isla. Él le habló de los reconocimientos semanales, de los análisis de sangre y de orina, de la obsesión por las vitaminas y la comida dietética.
– Dime una cosa: ¿disfrutabais todos de buena salud?
– Sí, todos estábamos perfectamente.
– Pero a veces alguien enfermaba.
– Sí, claro que sí.
– Y, a veces, el enfermo no se recuperaba. Eso fue lo que nos dijiste.
– Los enfermos se recuperaban la mayor parte de las veces.
Pero no siempre.
– ¿Y qué ocurría cuando no se recuperaban?
– Se morían.
– ¿Así de simple?
– Sí. No volvíamos a verlos. Asistíamos a sus funerales.
– ¿Conocíais vosotros la causa de las muertes? ¿Os daban algún tipo de explicación?
– Pues no. Simplemente nos decían que habían muerto.
– Pero, cuando no morían, ¿se recuperaban por completo?
– Sí, aunque algunas veces les faltaba algo. Un ojo, por ejemplo.
Tizzie quedó visiblemente impresionada.
Apareció una enfermera con una tablilla entre las manos y miró a Skyler.
– Hola, Jude -dijo-. Te has cambiado el pelo. Estás muy bien.
Skyler trató de sonreír. -¿Qué te trae por aquí? Tizzie respondió por él.
– Nada concreto. Sólo viene a hacerse un reconocimiento general.
– Buena idea. Eso es lo que hay que hacer. Ven conmigo.
Observó que Tizzie apretaba la mano de Skyler y éste se ponía en pie atemorizado. De camino hacia la sala de reconocimientos, la enfermera se volvió y lo miró a los ojos.
– Espero que todo vaya bien -le dijo con sinceridad.
Hora y media más tarde, después de que a Skyler le hubieron sacado muestras de todos los fluidos corporales posibles y de que le hubieran radiografiado cada hueso y examinado todos los orificios y protuberancias corporales, regresó a la sala de espera. Estaba nervioso, pero de una pieza, y su alegría fue evidente cuando vio a Tizzie leyendo una revista. Fueron hasta un mostrador en el que un letrero anunciaba: Las minutas deben pagarse al concluir la visita. Tizzie sacó un cheque que Jude había firmado en blanco. Estaba a punto de escribir la cantidad cuando la filipina que atendía el mostrador preguntó por qué no lo hacía el propio Skyler. Éste empuñó el bolígrafo y escribió la cifra con cuidada caligrafía. A Tizzie le impresionó lo mucho que su letra se parecía a la de Jude.
Una hora más tarde, Jude y Skyler viajaban en el metro. Sintiendo en el cuerpo los fuertes traqueteos del tren, a Skyler le costaba creer que algo pudiera armar tal estruendo. Pero la gente que lo rodeaba no lo advertía o, si lo advertía, no parecía importarle. El joven se sentía fascinado por los pasajeros. Nunca había visto a tantas personas juntas, ni a tantas personas tan diversas. Ni en sueños se le había ocurrido que la gente pudiera tener tantos tamaños, formas y colores distintos. Algunos de los pasajeros se parecían a Kuta. Y las ropas que vestían eran vistosas e igualmente variadas: camisetas estampadas, vestidos floreados, chaquetas ligeras y faldas cortas, gorras de béisbol, boinas y auriculares. Sin embargo, sus compañeros de viaje no parecían demasiado felices, pues ninguno sonreía. Al otro lado del vagón, un hombre de corto cabello rubio y gafas de sol parecía no quitarle ojo. Le mantuvo la mirada y se llevó un sobresalto al darse cuenta de que estaba contemplando su propio reflejo.
Las ruedas chirriaron de nuevo cuando el tren entró en una estación y se detuvo. Las puertas se abrieron y Skyler pudo ver varias columnas y una pared revestida de baldosas blancas. Docenas de pasajeros salieron y otras docenas se abrieron paso para subir al vagón. A Skyler le parecía asombroso que ni siquiera los niños se asustaran por el ruido y la multitud. Uno de ellos dormía en una sillita con ruedas similar a las que él había visto arriba, en las calles.
Había decidido mantenerse pegado a Jude y no lo perdía de vista. Jude parecía muy nervioso. No dejaba de mirar a su alrededor y, cuando compró los billetes de metro, lo hizo mirando constantemente por encima del hombro, cosa que no dejó de inquietar a Skyler. Comenzó a ver amenazas por todas partes. Jude le explicó que intentaba detectar la presencia de algún ordenanza, y le hizo prometer que le avisaría en cuanto viese a uno de los hombres del mechón.
Hacía un rato, Jude le había explicado a Skyler que lo iba a llevar a su propio apartamento, y le aseguró que allí estaría a salvo, pues nadie conocería su paradero. Skyler no estaba tan seguro de que fuera a ser así. Creía de una forma casi supersticiosa que los del Laboratorio eran capaces de conseguir cualquier cosa. Su poder era ilimitado, y sus tentáculos llegaban a todas partes. Por bien que se escondiera, alguno de ellos sin duda lo encontraría y lo aprehendería. Y no le apetecía en absoluto la idea de separarse de Jude. Le aterraba pensar que tendría que tomar decisiones y enfrentarse solo a esa complicada ciudad. Miró de nuevo a su acompañante, que seguía escrutando el interior del vagón.
Comenzaba a sentir una cierta confianza en Jude. Pero era una confianza intermitente, que iba y venía y que hasta desaparecía por completo en cuanto se ponía a pensar en todas las posibilidades existentes. Pensó que, si se equivocaba y en realidad Jude estaba pensando en deshacerse de él porque formaba parte de una conspiración de magnitud mucho mayor de lo que alcanzaba a imaginar, aquélla sería precisamente la mejor forma de conseguir sus fines. Jude lo llevaría a un apartamento alejado de todas partes y lo dejaría allí cociéndose en su propio jugo para que luego hiciera frente a solas a su perdición. O quizá en el apartamento hubiera ya gente de la isla esperando para llevárselo. Sin embargo… Tenía que seguir con Jude. No le quedaba otra opción.
Notó que alguien le tiraba de la manga. Era Jude. Habían llegado a su estación. En la pared de blancas baldosas del exterior, un letrero anunciaba: Astor Place. Las puertas se abrieron y salieron. Jude iba delante y Skyler detrás, apretando el paso, no fuera a ser que las puertas se cerraran de pronto y lo dejaran dentro separándolo para siempre de Jude. Cuando cruzaron los torniquetes de salida, Jude seguía atento, buscando entre la multitud algún mechón blanco delator.
En la calle hacía un calor asfixiante, pero Skyler se alegró de hallarse fuera del túnel subterráneo. Cruzó la calle tras Jude y lo siguió a lo largo de dos manzanas. Entraron en un bar e inmediatamente Skyler sintió el chorro de aire fresco. Era el aire acondicionado, al que ya comenzaba a acostumbrarse. En la máquina de discos sonaba una canción country. Se subió las gafas a lo alto de la cabeza pero el local estaba tan oscuro que apenas le fue posible ver nada. Jude se sentó en un taburete y Skyler se acomodó a su lado. Jude pidió una cerveza para él y una coca-cola para Skyler.
Jude dio un largo trago, dejó el vaso en la barra y chasqueó la lengua. Se volvió hacia Skyler y, señalando el edificio de la acera de: enfrente que se veía a través del ventanal del bar, le dijo que aquel iba a ser su alojamiento. Debía pedirle la llave al conserje, en la planta baja, y luego subir a pie hasta el tercer piso. Tendría que quedarse en el apartamento y esperar a que Jude se pusiera en contacto con él; podría salir a comprar comida en la tienda elle la esquina, y poco más. Mientras tanto, Jude haría todo lo posible por averiguar qué estaba sucediendo y trataría de idear algún plan.
– ¿Alguna pregunta?
Skyler, aún inseguro, negó con la cabeza.
– Toma -dijo Jude tendiéndole unos billetes que acababa de sacarse del bolsillo-. No es gran cosa, sólo cincuenta dólares, pero son todo lo que llevo encima en este momento.
Skyler se guardó los billetes. Nunca había visto tanto dinero junto. A. través de los oscuros cristales de sus gafas, clavó la vista en los ojos de Jude.
– ¿Sabes…? -comenzó-. Aún tengo que contarte muchas cosas acerca de la isla.
– ¿Qué cosas?
– Bueno, no te he hablado de todas las personas que estaban allí conmigo. Había una en particular. Una chica. Estaba en el grupo de edad…
La voz se le quebró y Jude esperó en silencio.
– Se llamaba Julia. Era toda mi vida. Murió. Por eso me fugué.
– Lo siento.
– Estaba enamorado de ella… Y sigo estándolo.
Se interrumpió. Bueno, ya lo había dicho. Y, de momento, no deseaba añadir nada más. Ya habría tiempo.
Jude le pasó un brazo por los hombros y a Skyler le produjo extrañeza y agrado que su compañero lo tocara de aquel modo.
– Tómate una cerveza -le sugirió Jude.
Pidió dos, se las bebieron y salieron del local.
Ya en la calle, se separaron con un apretón de manos. Esto le pareció raro a Skyler, que se preguntó si volvería a ver a Jude. Se ajustó las gafas, metió las manos en los bolsillos, cruzó la calle y, siguiendo las instrucciones de Jude, entró en el edificio y llamó a la puerta del conserje.
– Menudo calor -comentó el fornido individuo que apareció en el umbral y, tras mirar de arriba abajo a Skyler, añadió-: No ha tardado usted mucho en cambiar de pinta. Me gustaba más antes.
El colchón sobre el que Skyler se hallaba tumbado estaba lleno de bultos. Se hundía tanto en la parte del centro que al joven no le era posible volverse de lado y seguir respirando, lo cual aumentaba la ya considerable claustrofobia que sentía. La ventana estaba abierta y las sucias cortinas se mecían a impulsos de la leve brisa, pero él se estaba achicharrando de calor. Sudaba a mares y le parecía que estaba a punto de ahogarse. Sin embargo, cuando se puso en pie y se acercó a la ventana, sintió un súbito escalofrío y casi comenzó a temblar. Echaba de menos la fresca brisa y el tibio sol de su isla.
La habitación, lúgubre y maloliente, le deprimió en cuanto abrió la puerta. Las cucarachas esperaron cinco minutos completos antes de reanudar sus paseos por el linóleo de la cocina. Al abrir un armario, se encontró una trampa con dos ratones muertos en su interior. Los cristales de las ventanas estaban cubiertos de mugre, el papel de las paredes se estaba desprendiendo y la pila tenía manchas amarillentas debajo de los grifos, lo cual le hizo preguntarse si el agua sería potable.
Los sonidos de la calle que entraban por la ventana no dejaban de sobresaltarlo. En algún lugar próximo sonaba una radio con música de baile hispana a toda potencia. De nuevo sintió que todo aquello era demasiado para él. El ruido, los semáforos, los edificios que se alzaban hasta el cielo, la gente que atestaba las aceras. No tenía a nadie con quien hablar, ni sabía qué iba a hacer con su vida. Era como si se hallara en medio del vacío, y todos sus miedos e incertidumbres se hubieran abalanzado sobre él asfixiándolo, haciéndole sentir ganas de gritar.
Mató el tiempo pensando en sus fantasmas, aunque se daba cuenta de que con ello sólo conseguiría sentirse aún más solo. Y así, tumbado en la cama de aquel lóbrego cuarto situado en aquella gigantesca y despiadada ciudad, evocó su vida en la isla.
Pensó en Raisin y en las correrías por los bosques, en lo felices y libres que se sentían los dos. Recordó de nuevo cómo Julia los seguía, y pensar en ella lo sumió en algo parecido a la desesperación. De haber sabido lo mucho que llegaría a quererla, habría actuado de modo muy distinto. Evocó la ocasión en que se la llevaron al quirófano, y el pánico que sintió. Con una agridulce sensación, recordó también cómo ambos habían descubierto el amor carnal.
Le estaba sucediendo algo curioso. En su cabeza, la imagen de Julia comenzaba a confundirse con la de aquella otra mujer. Tizzie. Tizzie… ¿qué clase de nombre era aquél? Un gran signo de interrogación pendía sobre la joven. Además, no era tan bella como Julia, ni tan amable, ni tan generosa, ni tan intrépida, ni tan cálida. No obstante, en la consulta del médico se había mostrado muy solícita con él, eso tenía que reconocerlo.
No alcanzaba a entender cómo encajaba Tizzie en aquel absurdo rompecabezas. La primera vez que la vio, cuando se despertó y la encontró a su lado en la cama, estuvo a punto de desmayarse. Fue una experiencia traumática. Entendió que ella se había sobresaltado al verlo a él tanto como él se había sobresaltado al verla a ella, lo cual no consiguió sino aumentar su inquietud. Su forma de actuar le hizo pensar por un momento que la mujer también lo había reconocido, lo mismo que él la había reconocido a ella, como si los dos hubieran compartido efectivamente vivencias en una época anterior de sus vidas. Sin embargo, Skyler comprendía -al menos racionalmente- que la actitud de Tizzie se debía únicamente a lo mucho que él se parecía a Jude. Su primera reacción fue saltar de la cama y estirar la sábana de arriba para envolverse en ella, dejándolo a él desnudo sobre el colchón. Skyler también se levantó, cogió la sábana de debajo y se tapó. Luego los dos se quedaron allí plantados mirándose. Al fin, Tizzie quiso saber quién era. Skyler le dijo cómo se llamaba y le explicó que, tras ver la foto de Jude en un periódico, había decidido ir a Nueva York a buscarlo. El joven no se atrevió a preguntar a Tizzie quién era ella. Después apenas hablaron, pues ambos se sentían muy incómodos. Tras vestirse apresuradamente, fueron a sentarse a la mesa de la cocina, donde esperaron en silencio el regreso de Jude.
Desde entonces, Skyler había experimentado tantos sentimientos contrapuestos hacia Tizzie que ya no sabía a qué carta quedarse. Cuando ella se hallaba presente, él bebía sus palabras, estaba pendiente de todos sus movimientos y no podía prestar atención a ninguna otra cosa. Cuando Tizzie no estaba, Skyler pensaba constantemente en ella. Había momentos en los que le recordaba efectivamente a Julia, ya fuera por la forma de mover la cabeza, o por el modo de sentarse con las piernas cruzadas, o por alguna de las inflexiones de su voz. A veces, el parecido era tan marcado, que Tizzie parecía ser verdaderamente Julia resucitada, y el joven tenía que hacer un supremo esfuerzo para controlarse. Se sentía casi eufórico, como si la vida le estuviera dando una segunda oportunidad… Como el anochecer en que vio a Julia salir al fin sana y salva del bosque.
Pero en otros momentos, los gestos, ademanes y tonos de Tizzie no le recordaban en absoluto a los de Julia. En tales ocasiones, la mujer no le parecía más que un torpe remedo de la difunta, y su añoranza de la auténtica Julia alcanzaba extremos rayanos en la locura. Estaba furioso con el Laboratorio y con quienes lo dirigían y, por algún inexplicable motivo, también con la propia Tizzie.
Skyler no sabía cuál de las dos reacciones era peor. En ambos casos -se pareciera o no se pareciera a Julia-, Tizzie producía en él un infernal torbellino de pasiones. Aquel permanente ir y venir entre la esperanza y la desesperación era una especie de viaje por la montaña rusa de las emociones y los afectos tras el cual quedaba ofuscado y exhausto.
Pero, en términos prácticos, en lo que atañía a su propia supervivencia, ¿qué significaba la existencia de Tizzie? ¿Qué relación tenía tal existencia con el Laboratorio y con los que gobernaban la isla? ¿Cómo era posible que hubiera dos pares de personas de aspecto idéntico con vidas tan íntimamente entrelazadas? Y, si había dos… ¿habría otros? Necesitaba saber más, indagar más, y hasta que lo hubiera hecho, no revelaría lo poco que ya sabía. Se dijo que, para Tizzie, y quizá también para sí mismo, lo mejor sería no decirle a nadie, ni siquiera a Jude, lo mucho que la mujer se parecía a Julia.
Tumbado en la cama deshecha, enfrascado en sus pensamientos y sudando a mares, Skyler volvió a la realidad con un sobresalto. Había oído algo, un ruido al otro lado de la puerta. ¡Pasos! Y no pasos normales, sino muy débiles, como si la persona que estaba en el pasillo tratara de aproximarse sin que la oyeran.
Se levantó, fue a paso de lobo hasta la puerta que comunicaba el dormitorio con la cocina y aguzó el oído. Le pareció que los pasos se detenían frente a su puerta y creyó percibir la presencia de la persona que se hallaba en el exterior, pensando, esperando. ¿Serían sólo imaginaciones suyas? Decidió no quedarse a averiguarlo.
Cruzó el dormitorio y abrió del todo la ventana. En el exterior, pegada al muro del edificio, había una extraña escalera metálica que parecía descender hasta la calle. Se volvió y quedó a la escucha. ¿Habían llamado a la puerta? No estaba seguro. Salió a la especie de andamio metálico sin estar muy seguro de que éste soportara su peso. Con el ruido del exterior, le era imposible saber si seguían llamando a la puerta. Sin más vacilación, comenzó a bajar a toda prisa la escalera de incendios.
Alzó la vista. ¿Qué era aquella sombra que se veía entre los barrotes metálicos? ¿Alguien tenía la cabeza asomada por la ventana de su habitación? Siguió bajando y, al llegar al suelo tras estar a punto de caerse del tramo final de la escalera basculante, echó a correr con todas sus fuerzas. Al doblar una esquina para meterse por un callejón, casi se dio de bruces con el conserje, que se quedó mirándolo boquiabierto.
Pero él no se detuvo. Siguió como una exhalación hacia la calle principal y continuó a la carrera por Astor Place. Una manzana, dos, tres, cuatro… Skyler corría todo lo que le daban las piernas por las calles de la inhóspita y amenazadora ciudad.
La voz de McNichol había sonado por teléfono con un inconfundible timbre de satisfacción. Tenía una respuesta preparada para Jude, y el hombre se expresaba como la primera vez que se vieron. Volvía ser el cordial forense que lo condujo en visita guiada a través de un cadáver, y no el autor de una prueba del ADN que había señalado a un juez vivo como víctima de un asesinato. McNichol había insistido en darle a Jude en persona la respuesta a lo que él llamó «su pequeño acertijo». Lo cual no dejaba de ser extraño. ¿Por qué no podía dársela por teléfono? El forense dijo que tenía que ir a Nueva York por un asunto de trabajo, y que le esperaría a las cuatro en punto de aquella tarde. Mencionó una dirección en Foley Square cuyas señas le resultaron vagamente familiares a Jude.
En la redacción, el periodista seguía intentando hurtarle el cuerpo al trabajo. Llevaba varios días sin publicar un solo artículo y comenzaba a sentir remordimientos por su inactividad. Cuando se disponía a tomarse la sexta taza de café de la mañana, oyó su nombre por el sistema de megafonía interna. El jefe de Local quería verlo. Cuando llegó al despacho de Bolevil, lo encontró de un humor de perros.
– ¿En qué estás trabajando? -le preguntó el australiano sin más preámbulo.
– En el asesinato de New Paltz. Es un asunto con un montón de cabos sueltos, y creo que puede salir algo jugoso. -New Paltz… ¡Mierda! ¡Te dije que no siguieras con eso! -Qué va, no me dijiste nada. -Pues no lo entiendo. Hubo orden… -¿Qué orden hubo? ¿Quién la dio?
– Eso no importa. Lo que tienes que hacer es olvidarte de ese asunto, ¿entendido? Maldita sea… New Paltz… Hay que joderse.
Como muchos australianos, cuando Bolevil decía «Hay que joderse» lo que en realidad quería decir era «Anda y que te jodan». Si bien la causa de tal agresión era incierta, la intensidad del ataque no lo era, y frente a uno de los cubículos más cercanos se había formado un pequeño grupo de mirones que parecían muy entretenidos con el calvario por el que estaba pasando Jude. El periodista no los criticaba, pues contemplar a Bolevil haciendo picadillo a la gente era uno de los pasatiempos favoritos de la redacción. Sin embargo, no se trataba de un deporte sangriento, ya que el jefe de Local tenía escasa autoridad real, sólo la que le daba invocar el nombre de Tibbett, cosa que en los momentos de crisis hacía casi constantemente.
– Algo encontraremos para ti -masculló, y se volvió hacia uno de los redactores para preguntar-: ¿Se te ocurre algo? El aludido le mostró una nota del teletipo. -Los trabajadores de la construcción vuelven a las andadas. Van a manifestarse por no sé qué motivo…
– No, eso es demasiado bueno para Harley -gruñó Bolevil con el rostro rojo como un tomate-. Quiero algo en el este de la ciudad, en Bedford Stuyvesant o en Brownsville.
En aquel momento sonó el teléfono rojo -el que comunicaba directamente con Tibbett- y Bolevil poco menos que se abalanzó a contestar. Su voz se dulcificó asombrosamente y el hombre no tardó en olvidarse por completo de Jude, circunstancia que éste aprovechó para hacer un discreto mutis y regresar rápidamente a su cubículo.
Desde allí llamó a un amigo, Chuck Roberts, el coordinador del periódico dominical. Años atrás, Jude había ayudado a Roberts a reponerse de un penoso divorcio, con lo cual Roberts contrajo con él una deuda de agradecimiento que iba pagando a cómodos plazos.
– Hola, soy Jude. Necesito que me eches una mano. ¿Tienes algo para mí?
– ¿Quién anda jodiéndote esta vez?
– El Gusano.
– Bah. Creía que se trataba de algo serio.
– Es bastante serio. Bolevil puede desbaratar todos mis planes.
– ¿Cuál es el problema?
– Necesito tomarme el resto del día libre.
– Vente por aquí. Llamaré a los de Local para decirles que en el Dominical son imprescindibles los valiosísimos servicios de Jude Harley.
El Departamento del Dominical se consideraba a sí mismo como una torre de marfil que se alzaba por encima del mundanal ruido del periódico diario. Publicaba artículos sobre cuestiones tan intemporales como la mejor forma de preparar el gazpacho y cómo conseguir que tu perro te quiera. En uno de los tranquilos pasillos del departamento, Jude encontró un pequeño cubículo vacío con una media ventana que daba a la Quinta Avenida.
Conectó el ordenador, marcó la contraseña que había escogido hacía años -«Ludita»- y entró en la red. Llegó a un motor de búsqueda y tecleó el nombre del Instituto para la Investigación sobre la Longevidad Humana. El ordenador tardó un buen rato en responder. Jude salió a por otro café y al regresar vio que la búsqueda había obtenido 984 resultados.
Desalentado, comenzó a leer la larguísima lista, en la que había de todo: investigación, remedios, anécdotas, casos clínicos, hechos históricos, mitos, supersticiones, hombres, mujeres, niños, antioxidantes genéticos, restricción calórica, sustitución de órganos, terapia de hormonas, esperanza de vida, gerontología. Casi al azar, hizo clic en uno de los documentos, que aparecía bajo el nombre de «drosophila», y leyó el contenido.
Michael R. Rose, un genetista que siente una pasión obsesiva por el proceso de envejecimiento, es hombre de grandes ideas y pequeñas acciones. Desde 1976, cuando era estudiante de postgrado en la Universidad de Sussex, viene trabajando en la radical idea conocida como teoría evolucionaría del envejecimiento. Para sus investigaciones ha utilizado la humilde mosca de la fruta. Comenzó con doscientas hembras de mosca metidas en botellas de leche. Luego, cada vez que se reproducían, Rose escogía únicamente los huevos de las más longevas. En sus desplazamientos profesionales de una universidad a otra, se llevaba consigo su colección de moscas. Hoy en día, en la Universidad de California, Ir-vine, Rose preside una población de más de un millón de moscas. Pero no es el número lo que ha llamado la atención del mundo científico, sino la edad de los insectos, que llegan a vivir hasta ciento cuarenta días. Esto no parece mucho en términos humanos, pero para una mosca de la fruta supone doblar su lapso de vida normal. ¿Qué le parecería al lector vivir ciento cincuenta años en vez de los setenta y cinco que las estadísticas le asignan?
Jude encontró documentos similares referidos a gusanos, pájaros, peces de acuario y monos. Modificó la búsqueda, añadió «Jerome» y también «W». Como resultado, fue a parar a una página web. En la pantalla se fue formando poco a poco la imagen de un lagarto encaramado a una roca, cuyo único ojo visible parecía no perder de vista al espectador. La web parecía antigua y no contenía demasiada información, aunque había al menos una referencia al IPILH, que Jude supuso era la sigla del Instituto para la Investigación sobre la Longevidad Humana.
En el ángulo inferior izquierdo vio un recuadro donde ponía Grupo de discusión, e hizo clic sobre él. En la sala de chat había cuatro personas conversando.
– Todas las noches le rezo a Dios pidiéndole que me permita sobrevivir a la noche y a un día más. Al día siguiente hago lo mismo, y siempre funciona. Ése es mi secreto.
– ¿Cómo se llamaba aquella mujer, la francesa que vivió hasta una edad increíble? Creo que conoció a alguien muy famoso.
– Se llamaba Jeanne Calment. Murió el año pasado a la edad de 122 años. De niña conoció a Vincent van Gogh, le vendió una caja de lápices de colores.
– Exacto. Y eso demuestra a qué edades es posible llegar, ¿no?
– Sí. Pero hay otros que han sido igual de longevos. Tendrán que cambiar los libros de récords, porque la gente vive cada vez más y más tiempo.
– Alguien se ha unido a nosotros. Hola, Ludita.
– Hola -respondió Jude.
– Estamos hablando, ¿de qué si no?, del envejecimiento. Y aquí «Matusalén» nos está diciendo que no nos preocupemos, que vamos a vivir para siempre ja ja ja.
– No, para siempre no. Pero es un hecho demostrado científicamente que la duración de la vida humana se está prolongando cada vez más. A finales del siglo pasado, la esperanza de vida en Estados Unidos era de 46 o 47 años. Ahora está en torno a los 76, aunque, naturalmente, mucha gente rebasa esa edad. La esperanza de vida seguirá aumentando.
– Pero existe un límite, ¿no?
– Ciertos hechos básicos son inevitables. Envejeces y mueres. Cuanto más viejo eres, más posibilidades tienes de morir.
– En realidad, eso no es cierto. Lo contrario es más cierto.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que el índice de mortalidad humana no se acelera uniformemente durante todo el lapso vital.
– Explícate, por favor.
– Eso a mí me suena a disparate. ¿Por qué creéis que no dejo de pedirle a Dios que me conceda un día más?
– Tus posibilidades de morir comienzan a reducirse alrededor de la edad de 80 años.
– Querrás decir que comienzan a aumentar.
– No, justo lo contrario. Si llegas a los 80, tus posibilidades de alcanzar los 81 aumentan ligeramente. El índice de mortalidad humana se estabiliza a los 110. Así que si llegas hasta esa edad, puede ocurrirte lo que a Madame Calment: que sigas tirando hasta los 122.
– Pero eso es absurdo.
– Contradice la lógica humana, pero la ciencia suele hacerlo. Tu sorpresa sólo demuestra lo mal que entendemos el proceso de envejecimiento.
Jude decidió intervenir en el debate.
– ¿No crees que existe un límite para la cantidad de tiempo que podemos vivir?
– Sí, Ludita, claro que existe. Lo que digo es que ni siquiera nos hemos acercado a él. Durante este siglo hemos doblado nuestra esperanza de vida, y eso se ha conseguido utilizando únicamente remedios externos: dieta, ejercicio, vitaminas, etcétera. Todavía no hemos comenzado siquiera a manipular la duración de la vida desde dentro, por medio de la ingeniería genética.
– ¿Eso se puede hacer?
– Se está haciendo. Y cuando eso se consiga, no existirá motivo alguno para pensar que no podamos vivir 150, 170 o incluso 200 años. Imagina todo lo que podrías hacer en la vida si dispusieras de 200 años.
– No me extraña que te hagas llamar Matusalén.
– Los accidentes no existen. Dime una cosa, Ludita: ¿estás interesado en este tema?
– Desde luego.
– ¿Qué edad tienes?
– Treinta años.
– Aún eres joven. ¿A qué te dedicas?
Jude vaciló por medio segundo.
– Soy periodista.
– Vaya. Una honorable profesión.
– ¿Y qué me aconsejas?
– ¿Aconsejarte?
– Pensé que ibas a recomendarme algo.
– Sí. Ve a un buen gimnasio, come mucha fruta y verduras que contengan carotenoides, que sirven para eliminar los radicales libres. Corre ocho kilómetros diarios.
– ¿Eso es todo?
– Sí.
– Quisiera preguntarte otra cosa -escribió Jude-. ¿Qué significa Jerome?
– No tengo ni idea.
Otro participante intervino:
– ¿Podrías explicar otra vez lo de que después de los 80 las posibilidades de morir disminuyen?
– Lo siento. Tengo que dejaros. He de darle de comer al gato.
Jude tecleó rápidamente:
– Una última cosa: ¿qué significa W?
– Es curioso que lo preguntes.
– ¿Por qué?
– Hace mucho tiempo, yo hice esa misma pregunta en este mismo chat.
– ¿Y qué respuesta te dieron?
– No la entendí.
– Pero… ¿¿¿Cuál fue???
– Doble tú.
– ¿Doble tú? -Exacto. Bibi(1). -Bi.
Jude pulsó una tecla y el lagarto volvió a aparecer en la pantalla. Pulsó otra y se desconectó de la red.
(1) En inglés, la W se pronuncia «dabelyu», igual que «doble tú», y también recibe el nombre de double ve, y veve suena igual que bibi. (N. de la t.)